Una afrenta ecológica, varios atentados y la primera huelga contra ETA: la central de Lemoiz a través del arte
La artista Ixone Sádaba presenta ‘Escala 1:1′, una exposición recientemente inaugurada en Azkuna Zentroa (Bilbao) que reúne 200 fotografías tomadas en la central nuclear y sus alrededores

Para quienes han crecido en el País Vasco en los años setenta y ochenta, la palabra Lemoiz invoca una madeja de recuerdos contradictorios y traumáticos muy difícil de desenmarañar. Lemoiz –en euskara– o Lemóniz –en castellano– es un municipio de algo más de un millar de habitantes en la costa vizcaína, cerca de los más extensos Bakio, Plentzia y Gorliz, pueblos donde abundan las segundas residencias de veraneantes bilbaínos. Es un lugar de dimensiones mínimas, pero muy significado por la mole brutalista de su central nuclear, que se alza frente al mar como una fortaleza. Historia, política, movimientos sociales, arquitectura de poder, defensa del medioambiente, violencia, ilusiones perdidas y un dolor aún enquistado en una sociedad, resuenan con ese nombre. “En Lemoiz está todo”, escribió la artista Ixone Sádaba (Bilbao, 48 años) en uno de sus cuadernos de trabajo mientras preparaba un proyecto que, tras más de cuatro años de desarrollo, ha culminado con Escala 1:1, una exposición recientemente inaugurada en Azkuna Zentroa, en Bilbao (hasta el 27 de abril).

En primavera de 2020, durante el periodo de restricciones de la movilidad decretadas con motivo de la crisis de la covid-19, Sádaba iba en moto con un amigo por la costa cantábrica cuando pasó frente a la antigua cala de Basordas, perteneciente a Lemoiz. Se pararon para contemplar desde lo alto la ruina contemporánea de su planta nuclear, que comenzó a construirse en 1972 y que nunca llegó a funcionar: 2.000 metros cúbicos de hormigón, hoy invadidos por la vegetación exuberante. Los recuerdos se presentaron de inmediato. “Me había olvidado totalmente de ella, y de pronto se materializó allí todo mi pasado, porque yo nací en 1977″, rememora. Decidió iniciar un proyecto artístico en torno a la central, y solicitó una beca Leonardo de investigación a la Fundación BBVA. Cuando se la concedieron, entró a fondo en los archivos documentales y fotográficos de la compañía eléctrica Iberdrola, propietaria original de la planta. Ya no había marcha atrás. Aunque más de una vez le tentó la idea de abandonar, abrumada por las implicaciones de la tarea: “Si no hubiera estado obligada por la beca, seguramente no me habría metido a abrir este melón”.
Las raíces de Lemoiz se hunden en el periodo tardofranquista. Proviene de un plan del gobierno de la dictadura de construir decenas de centrales nucleares en todo el territorio español. Estaba previsto que en el País Vasco y Navarra se ubicaran cuatro, de las que solo llegó a cuajar la de Lemoiz, que debía albergar dos reactores bajo sendas cúpulas de hormigón. Los terrenos de la zona, en su mayoría pertenecientes a pequeñas explotaciones agrícolas, fueron expropiados a sus propietarios, que recibieron magras compensaciones. En 1972 comenzaron las obras de construcción, lideradas por la compañía eléctrica entonces llamada Iberduero: se instaló un dique que separaba el mar de la cala, se desecó y cementó la zona, y se intervino en el territorio circundante recortando el flysch (formación rocosa que intercala capas duras y blandas) para hacer espacio al futuro edificio, en lo que hoy se consideraría un atentado ecológico inconcebible. “Hay fotos de la época en las que se ve una línea de pintura blanca marcando por dónde había que cortar el flysch”, explica Sábada.

Debido al impacto medioambiental y a la desconfianza que provocaba todo lo relativo a la energía nuclear, pronto se despertó una oposición popular que, con la llegada de la democracia a nuestro país, adquirió hechuras de movimiento ciudadano. En los inicios de la Transición, la posibilidad de realizar protestas públicas sin temor a graves represalias generaba un entusiasmo inédito. Y la central era, para muchos, emblema de un pasado reciente tan gris como el hormigón. Se creó una plataforma contraria a la central –Comisión de Defensa de una Costa Vasca no Nuclear– y se organizaron manifestaciones multitudinarias. La primera, en 1976, con una marcha entre los pueblos de Plentzia y Gorliz, se convirtió en un hito colectivo. “Fue como un Burning Man a la vasca”, recuerda Ixone Sádaba con sentido del humor. “Yo creo que ahí se hicieron hasta hijos”.
Por aquel entonces se adoptó como emblema del movimiento el sol sonriente sobre fondo amarillo –Nuklearrik? Ez, eskerrik asko: “¿Nucleares? No, gracias”– que está grabado a fuego en el inconsciente colectivo de varias generaciones de vascos, aunque en realidad lo diseñó la activista danesa Anne Lund en 1975 y se ha utilizado en iniciativas antinucleares de todo el mundo. Las pegatinas y chapas con esta imagen se volvieron ubicuas: era un icono pop pero políticamente connotado. Porque se generó una fuerte polarización entre los partidos de la recién nacida democracia, con Alianza Popular, UCD y PNV (que veía en la central nuclear una vía para la independencia energética) a favor, el PSOE en una postura en principio de tibia reticencia, y Herri Batasuna y Euskadiko Ezkerra más abiertamente en contra. Entonces el asunto tomó un cariz tenebroso con la intervención de ETA.

La banda terrorista exigió a las autoridades el cese de la construcción de la central antes de pasar a la acción. En 1977 colocó dos bombas en los comedores de empleados de la constructora. El mismo año también incendió parte de la planta. Después, al intentar cometer otro atentado, un terrorista, José David Álvarez Peña, murió abatido por un vigilante de la Guardia Civil. Tres obreros –Alberto Negro, Andrés Guerra y Ángel Baños– fallecieron en dos atentados con bomba en 1978 y 1979. Especialmente traumática fue la muerte, en 1981, de la siguiente víctima, José María Ryan, ingeniero jefe de la central, por estar precedida de un secuestro de una semana y por su desenlace: el cuerpo del ingeniero apareció en un camino forestal de Zarátamo, cerca de Bilbao, con un tiro en la nuca. Esto dio lugar a una fuerte contestación popular y a la primera huelga contra ETA. Pero en 1982 fue asesinado a tiros de metralleta su sucesor, Ángel Pascual Múgica, en presencia de su escolta y su hijo de 18 años, que resultó herido.
Ixone Sádaba percibe una calculada estrategia en esta escalada: “Hay una verticalidad en las acciones violentas de ETA que empieza con los obreros y termina con los directivos, una autoconsciencia, que no es propia de un trabajo mediático, y por supuesto no tiene nada que ver con los movimientos sociales”. En su exposición, esta verticalidad se sugiere con la gran estructura que recibe a los visitantes en la entrada, y que reproduce fielmente el mirador de mecanotubo que se había instalado frente a la central nuclear para que directivos y autoridades pudieran seguir el progreso de las obras. En Azkuna Zentroa, este andamiaje permite observar la impresionante instalación de proyecciones de las fotos de la artista –90 imágenes en blanco y negro proyectadas en conjuntos de 6– de los muros de la central a escala 1:1 (de ahí el título de la muestra), que logran transmitir la sensación opresiva que produce el edificio. “Si lo miras desde arriba ves que es grande, pero a pie de suelo no tiene una escala contemporánea, sino de otra época: una escala imperial, porque la escala del fascismo nunca es 1:1″, valora la artista. Sobre el papel del terrorismo como elemento contaminante en el conflicto, añade: “ETA hizo lo que hacía siempre. Detectó un movimiento social, se apropió de él y lo utilizó a su favor. Los partidos políticos, al abanderar ETA la reivindicación, se vieron forzados a posicionarse. Y entonces la sociedad quedó también dividida, con una significación diferente. Pero insisto que el primer movimiento lo hizo la gente, antes de que ETA lo instrumentalizara”. Procede apuntar también que, en 1979, la militante ecologista de 23 años Gladys del Estal murió de un disparo de la Guardia Civil durante una manifestación antinuclear en Tudela (Navarra).

El PSOE ganó las elecciones generales en 1982, y dos años después decretó una moratoria nuclear que derivó en la detención definitiva de las obras de la central de Lemoiz, junto con otras dos que estaban construyéndose en España –Sayago (Zamora) y Valdecaballeros (Badajoz)–, cuando en la práctica el edificio estaba finalizado y pendiente de recibir los reactores que la harían operativa. “Solo por meses no llegó a entrar el uranio”, apunta Ixone Sádaba. “Luego, investigando el asunto, descubrí que la moratoria no se hizo efectiva hasta mucho después, y que en 1996 se abrieron las inclusas y se inundó la parte subterránea del edificio, ahora sí, dando por cerrada la central”.
Para ella, el factor del terrorismo se ha adueñado del relato de Lemoiz, pero sus implicaciones van mucho más allá. En especial las ecológicas: “Si trazáramos un abanico de la contaminación nuclear, en un extremo estaría Chernóbil y en el otro Lemoiz, que actualmente es un espacio de biodiversidad precisamente por haber estado aislado todo este tiempo. Tiene mucha contaminación sociopolítica, pero química cero. Además, el hormigón con que está construido es como una gran esponja que va absorbiendo el agua y que en sí mismo es una metáfora del colapso”. De ahí aquella nota en su cuaderno afirmando que en Lemoiz está todo: “Concentra nuestra historia reciente de forma transversal, desde el franquismo hasta la actualidad. Ahí están el desarrollismo, la violencia medioambiental, la humanidad nuclear, el antropoceno, el colapso, y las dinámicas del no acceso, porque el lugar está cerrado y además durante mucho tiempo se prohibía parar en sus alrededores. Es el País Vasco que pudo ser y no fue. Para cualquier investigador, ya venga de la biología o de la sociología, es un caramelo”.

Su investigación, que duró cuatro años con un paréntesis de un semestre en el que estuvo becada por la Academia de España en Roma, ha dado lugar a esta muestra con reúne 200 fotografías en blanco y negro y color tomadas en la central y sus alrededores, la instalación arquitectónica del andamio y dos cajas de luz ornamentales encontradas en las ruinas de Lemoiz e intervenidas con objetos y fotos. Pero el suyo no es el único proyecto que ha inspirado la fallida central nuclear. En octubre llegará al mismo Azkuna Zentroa una exposición de la bilbaína precursora del arte tecnológico Marisa González –en colaboración con el Reina Sofía, donde inaugurará antes, el 21 de mayo, una muestra complementaria– que incluirá un viejo proyecto suyo, de hace más de dos décadas, también sobre Lemoiz. Otro artista vasco, Ibon Aranberri, imaginó en 2000 un espectáculo de fuegos artificiales en la planta, que nunca llegó a realizarse, pero de la que daba cuenta su reciente retrospectiva en el Reina Sofía, donde se presentaban unas detalladas maquetas del edificio. La autora de estas maquetas es la arquitecta Carmen Abad (Bilbao, 63 años). Originalmente formaban parte de su trabajo de fin de carrera, presentado en 1998 en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB), en el que proponía una operación para convertir la central en un espacio de uso público, tras una primera fase de destrucción selectiva y sanado de los edificios. “Mi propuesta plantea hacerlo permeable, después de haber estado tanto tiempo vedado”, explica. “Y, en una segunda fase, convertirlo en un símbolo de conciliación abierto a todo el mundo”. A partir del 13 de marzo, su proyecto podrá verse en otra muestra de la sede del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro en Bilbao.
La propia Carmen Abad, con apenas 15 años, se sumó a la primera manifestación contra la central nuclear. Ella era una más de la nutrida comunidad de veraneantes de Gorliz: “Allí nos unimos todo tipo de gente. Veraneantes y locales, ancianos, jóvenes y niños”. Después, cuando presentó su proyecto de fin de carrera, le vaticinaron que habría que esperar al menos otros 20 años para que la sociedad vasca pudiera volver su mirada a este lugar y asimilar una propuesta como la suya. “Y esos 20 años ya han pasado”, concluye.

Ixone Sádaba coincide con ella en que este es el momento adecuado para volver sobre Lemoiz y todas sus connotaciones, ya que ha transcurrido el tiempo suficiente para tratar la cuestión desde una mínima serenidad, pero al mismo tiempo muchos de los protagonistas de aquella época pueden aún aportar sus testimonios. Algunos de ellos han visitado su exposición –”estoy ampliando públicos, son mi nuevo club de fans”, bromea– y han alabado la veracidad de las sensaciones que recrea.
Entre 1996 y 2015, los ciudadanos españoles recibieron en sus facturas de la luz un recargo, que sumó más de 5.800 millones de euros, destinado a compensar a las compañías eléctricas por la moratoria nuclear: 2.273 millones fueron a Iberdrola como propietaria de la central de Lemoiz. En 2021, los terrenos donde se encuentra la central fueron traspasados al Gobierno vasco en virtud de unos acuerdos que había alcanzado el gobierno de Mariano Rajoy con el PNV. En este tiempo, no han faltado las especulaciones sobre el futuro de la central en ruinas. El escultor Néstor Basterretxea llegó a plantear un proyecto para convertirla en un museo de la Ciencia. Después se dio por seguro que las instalaciones se reciclarían en una piscifactoría, de nuevo con la reticencia de grupos ecologistas, pero esta alternativa tampoco llegó a hacerse realidad. Ixone Sábada también realiza su aportación: “Yo no pondría el nuevo Guggenheim en la reserva del Urdaibai, sino en Lemoiz. Hay en la zona varios caseríos que son patrimonio, así que abriría allí un centro de estudios del antropoceno, con residencia para artistas. Aunque la solución más radical sería quitar del todo el dique y que se lo lleve el mar”.
Como arquitecta, Carmen Abad valora la calidad material del lugar: “Arquitectónicamente, los edificios de contención son sobrecogedores: su espacio interior es similar al Panteón de Roma. Están extraordinariamente bien construidos y se pueden visitar porque nunca tuvieron uranio. El primero error que se cometió, movido por la idea del progreso y la independencia energética, fue su ubicación en una zona tan densamente poblada; a él le sucedieron muchos otros causados por todas las partes, y que tuvieron consecuencias muy duras para la sociedad”, afirma. “Y la memoria colectiva no se puede borrar”.
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