La indumentaria del conquistador de América, de la elegancia al desaliño
Ya podías ser un tipo elegante, que si se trataba de huir de Tenochtitlan en la Noche Triste lo hacías incluso en pijama
Entre la elegancia del apuesto Tyrone Power en El capitán de Castilla (Henry King, 1947) –esas botas altas, ese impoluto jubón– y el retorcido desaliño del enfurruñado Klaus Kinski en Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972), se extiende el registro entero de cómo puede vestir un conquistador. Un conquistador de América, se entiende, y no un donjuán rompecorazones; uno de esos hombres nuestros (aunque los encarnaran en los casos citados un tío de Ohio, Tyrone, y otro alemán, Klaus), que cruzaron el océano para montar allá la de Dios es Cristo, una frase que sin duda reprobaría fray Bartolomé de las Casas.
No vamos a juzgar aquí la moralidad de la Conquista, sino el aspecto de los bruscos conquistadores que, por generalizar, era incómodo, sobre todo con una flecha en el peto, y podía ir del todo a la nada, y a veces incluso en el mismo individuo, según las circunstancias: ya podías ser un tío elegante, que si tenías que salir por piernas de Tenochtitlan en la Noche Triste te ibas hasta en pijama. Siempre me ha dado mucho yuyu esa huida de las tropas de Hernán Cortés en la que a los rezagados que pillaban los aztecas los sacrificaban ipso facto a dioses trabalenguas como Huitzilopochtli y Tezcatlipoca (también los había con nombres tan desconcertantes como Xochipilli: igual si te sacrificaban a ese te entraba la risa tonta).
A Lope de Aguirre lo encarnó el genialmente desmadrado Kinski tan guarro y desestructurado que ha sido difícil después verlo de otra manera, aunque Omero Antonutti, cambiando las greñas rubias bajo el yelmo por la calva, trató de ofrecer una imagen más sobria en El Dorado, de Saura, filme en el que aparecían una serie de estupendos ejemplos en el vestir de conquistadores: Eusebio Poncela como Fernando de Guzmán, Patxi Bisquert como Pedrarías, Féodor Atkine como Montoya y sobre todo Lambert Wilson como Pedro de Ursúa, que eso sí es un conquistador, señores, bizarro como Pizarro.
Más recientemente, en Oro, Agustín Díaz Yanes y Arturo Pérez-Reverte optaron por un look embarrado, ensangrentado y canallesco para revestir a sus conquistadores Martín Dávila (Raúl Arévalo), el sargento Bastaurrés (Jose Coronado, con esos pelos) o Requena (Juan Diego, nada menos). Por qué los conquistadores iban siempre a la greña entre ellos, como si no tuvieran bastantes problemas con el paisaje y el paisanaje, es algo que nunca he alcanzado a entender. Mi única experiencia como conquistador (de América, eh) fue la ocasión en que en la Fuente de la Eterna Juventud, en San Agustín (Florida) me puse el morrión, el casco típico con cresta y ala levantada que tenían allí para hacer ambiente. Me hice un selfie y parecía el mismísimo Ponce de León. De indio totonaca me disfracé una vez, pero eso da para su propio artículo. En todo caso nadie ha llevado la indumentaria de conquistador, incluidos armadura, casco y espada como Robert de Niro para redimirse en La misión (tararéese aquí la melodía de Ennio Morricone, y ¡hala!, a conquistar).
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