¿Pero qué es exactamente ser madrileño? Un repaso a cómo los artistas han amado y odiado la capital
Las elecciones que hoy se celebran han vuelto a hacer (para bien o para mal) que lo que ocurre en la capital de España invada los informativos y se convierta en la conversación dominante en todo el país
Llevamos días escuchando una sola palabra: Madrid. En realidad meses, quizá décadas. Durante los últimos años, Madrid parece —los datos lo confirman— haber crecido como una de esas megalópolis con las que compite, hasta ocuparlo todo en los informativos y en las conversaciones. Hace no tanto, Madrid era solo una buena excusa para escribir una columna sobre sus bares o sus fiestas. Entonces todo lo que Madrid tenía de particular era o bien i...
Llevamos días escuchando una sola palabra: Madrid. En realidad meses, quizá décadas. Durante los últimos años, Madrid parece —los datos lo confirman— haber crecido como una de esas megalópolis con las que compite, hasta ocuparlo todo en los informativos y en las conversaciones. Hace no tanto, Madrid era solo una buena excusa para escribir una columna sobre sus bares o sus fiestas. Entonces todo lo que Madrid tenía de particular era o bien inofensivo, o bien transparente –el aire velazqueño de Guadarrama, unos cielos muy admirados– o casi nada: dos equipos enfrentados y complementarios (pero eso lo padecen también turineses y porteños) y un río escuálido del que se burlaron Lope y Quevedo. El carácter de Madrid, su singularidad, resultaba de la suma matemática y precisa de las singularidades de todos los madrileños (y madrileño era cualquiera). Pues bien, con aquella sustancia y sin apenas mitologías traicioneras —parte de la Movida terminaría siéndolo— bastó para componer grandes novelas, canciones y películas.
El creador astuto no insiste en el lugar en el que se desarrolla su obra o, si lo hace, es para avisarnos de que lo ha transformado con su mirada. Ningún Madrid es el Madrid de Almodóvar porque aquella es una ciudad de un solo habitante —que, por cierto, nos encanta visitar—, como no hallamos un Madrid de Galdós fuera de sus novelas; pero puede que el único método para acercarse a lo que no existe —el espíritu de una ciudad— consista en superponer lo que tampoco existe —las ficciones allí situadas— y examinar su huella. También se puede preguntar a paseantes especialmente sensibles, dotados de antenas capaces de captar atmósferas donde los demás solo escuchamos excavadoras y ambulancias. Hay que intentarlo.
“Absurda, brillante y hambrienta”
Madrid comienza a ser narrada a principios del s. XIX gracias a Goya y luego a Larra. En literatura, a Madrid le surgen detractores entre algunos intelectuales, que la convirtieron en una ciudad funcionarial y gris. Primero Unamuno, que aseguró que “alimentaba sus reservas de tristeza y melancolía”, y más tarde Dámaso Alonso, con sus “tres millones de cadáveres según las últimas estadísticas”, pintaron una ciudad muy distinta de la que fabularon los autores más alegres. Valle Inclán, que con su dandismo aspiraba a convertirse en monumento –ya lo es y no solo en Madrid– dijo aquello de “ciudad absurda, brillante y hambrienta”. Otros bohemios, como Rafael Cansinos Asens, escribieron sobre maravillas de la modernidad como el Viaducto; y por Lavapiés, contemporáneos imposibles, todavía pasean Arturo Barea y Gloria Fuertes intercambiándose los papeles: el uno disparatado y la otra cabal. Francisco Umbral, antes de mudarse a Majadahonda, cartografió el centro cuando despertaba después del letargo franquista (su Gran Vía, dijo en Trilogía de Madrid, huele a arroz a la cubana).
Más recientemente, hacia el norte, han aparecido calles, como el Paseo de la Habana, de una elegancia casi británica —las recorren los personajes de Javier Marías— y hacia el sur, barrios combativos poblados por soñadores —son las creaciones de Belén Gopegui—. Este año, con Gordo de Feria, Esther García Llovet ha terminado una trilogía sobre un Madrid tan probable como insólito, lleno de macarras tiernos y de pijos asilvestrados.
En cuanto a la periferia, a ella se asoma primero Baroja, tan aficionado a los paseos por los arrabales. Algo más tarde, Ferlosio describiría el tedio de un verano sin mar —entre otras cosas peores, como el ambiente siniestro de la dictadura— en El Jarama, y hoy las trabajadoras que padecen la explotación y la intemperie contemporáneas —la precariedad— se abrigan en los libros de Elvira Navarro, autora del blog Madrid es periferia.
La guionista y escritora Rosa Ponce –que ha participado en la antología de relatos Y todos tus días malos acabarán (Libros Walden) y pronto publicará su primera novela— sostiene sobre Madrid tiene algo “que no estamos valorando lo suficiente: su capacidad de radicalizar los sentimientos de las personas que venimos de fuera hacia nuestros propios pueblos y ciudades, hacia esas comunidades de las que nos fuimos para venir aquí buscando, despistados, esto que llamamos vivir en Madrid. A mi se me ha olvidado lo que venía buscando y asumí hace años que tal vez lo que buscaba era esto que tengo ahora, como el que va a la cocina y cuando llega no se acuerda a qué iba pero, ya que está allí, abre la nevera”.
La búsqueda de “Madrid” en Spotify ofrece una lista de más de cuarenta canciones con la palabra en su título y presenta desde obviedades como Lady Madrid, de Pereza, hasta joyas olvidadas como Noche de lluvia en Madrid, de Los Modelos. Tras el apogeo a finales del siglo XIX de la zarzuela —género que, por cierto, entusiasmó a Nietzsche—, Madrid se mantuvo, con la excepción de algunos cantautores —Vainica Doble, Hilario Camacho, Aute—, discretamente silenciosa hasta la aparición de grupos de rock como Asfalto, Leño o Burning (que cantaban aquello de “¡Hey, Madrid, te odio! / Pero, ¿qué le voy a hacer? / No puedo dejarte”). Todas estas bandas de melenudos recogían las historias descarnadas de barrios como La Elipa y Carabanchel, asolados, a finales de los setenta, por la droga y el desempleo.
Frankie Ríos, vocalista de Camellos, una de las revelaciones de estas últimas temporadas también reivindica la vida de barrio: “Por favor, dejemos de pensar que vivir en La Latina o Malasaña tiene algo de representativo de lo madrileño. Los verdaderos barrios de aquí te abrazan con sus microcosmos de bares, parques y grupos de lunáticos locales, pero también te recuerdan que ese mar de toldos verdes y quebradizo ladrillo naranja no suele esconder vidas acomodadas. Nunca podrán grabar Friends en un lugar como Aluche, por mil razones”.
Frankie sigue refiriéndose a la tensión entre centro y periferia tan característica de Madrid —de toda aglomeración urbana— y a cierta rivalidad entre las bandas de una y otra zona, palpable desde la Movida. “Han salido grandes bandas de los barrios de aquí. Es a algunos de estos lugares a donde hemos ido a parar los distintos miembros de Camellos: Quintana, Arganzuela, Vallecas o Carabanchel son hoy nuestros hogares y nuestra realidad cotidiana. Como personas que llegaron de distintos lugares del país, hemos aprendido que la intrahistoria de Madrid está aquí, mientras que la historia que todos conocen está en el centro de la ciudad”.
Tras los melenudos, casi en paralelo, llegarían grupos como Nacha Pop, Mamá (cuyo territorio iba de la Glorieta de Bilbao a los Bajos de Aurrerá) o La Mode, que harían la crónica pop de un Madrid sofisticado. Después, un nuevo repliegue hacia las guitarras de Ariel Rot (Geishas en Madrid) o Los Enemigos; y Zona Bruta de El Club de los Poetas Violentos (sí, existe un Madrid hip hop).
A finales de los noventa, llegó el indie —etiqueta que comenzó refiriéndose a unas prácticas y terminó por nombrar a un estilo—, todavía en forma. Ornamento y Delito cantaron en 2012: “Hay un murmullo en el centro del desierto, es Madrid”. El tema, titulado Madrid, es el paradigma del enfoque indie sobre la capital: una Babel llena de viciosos.
Perdedores entrañables que viajan en metro
El cine madrileño —hablamos de una ciudad registrada en más de seiscientas películas— alcanza una de sus primeras cimas cuando a su carácter de postal se le añadieron la dulzura y la crudeza —toda la que permitió la censura— del neorrealismo italiano. Algunas películas de los cincuenta, como Don Segundo López, aventurero urbano de María Asquerino (un largo paseo, casi una deriva, que va de la Gran Vía a las afueras) sirven para comprobar la evolución de las calles y sentir una nostalgia postiza. Otras, como El Pisito y El Cochecito (ambas de Marco Ferreri) o El Verdugo de Berlanga recogen una ciudad más negra, tragicómica, llena de frailes, menesterosos y tricornios.
En los ochenta, de nuevo, hay dos ciudades que se miran con recelo: Eloy de la Iglesia callejea por las barriadas mientras que, por ejemplo, Arrebato de Zulueta (1978) retrata a los malditos del centro. Almodóvar lo puede todo y Fernando Trueba se centra en perdedores entrañables que viajan en metro como los de Ópera Prima.
El Madrid de los noventa es el de Álex de la Iglesia o el de la ingenua amenaza —”¡Me voy a Cuenca!”— de Coque Malla en Todo es Mentira. Yo soy la Juani, de Bigas Luna, tan polémica en su momento, hoy funciona como un testimonio sobre la ciudad inmediatamente anterior al estallido de la burbuja inmobiliaria. ¿Y ahora? Ahora pasean Carlos Vermut o Juan Cavestany, y Sorogoyen recrea tensiones y conflictos con minuciosidad en la serie Antidisturbios.
La periodista Alexandra Lores es una gallego-madrileña que considera que Madrid una ciudad festiva y abierta “donde la gente realmente quiere saber lo que piensas, lo que opinas, aunque seas una total desconocida. Y en un momento vital en el que nadie se escucha, eso es un gusto”. También conoce la otra cara de la moneda. “La escritora Jessica Andrews reconoce en Agua salada que hasta que se fue de Londres no pudo empezar a escoger ella misma las palabras que entraban en su cabeza. Antes, el bombardeo de los anuncios, los neones o las conversaciones ajenas no la dejaban pensar.”
Madrid es una reacción química en cuyo producto todavía es posible distinguir a los reactivos, sus habitantes, que además son los que aportan la energía necesaria para la mezcla. Para ellos, que cada día se enfrentan a mil dificultades, debe ser todo el mérito y no para ningún supuesto carácter inaprensible e incierto. Ser madrileño, como nos ha enseñado C. Tangana, es tan fácil como proclamarlo.
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