El fenómeno Tamara Falcó a través de los momentos más llamativos de su ‘reality’: “En vez de salir a beber copas prefería rezar”
La marquesa demuestra en uno de los espacios más comentados de Netflix que tiene muchas más caras que la que se ve a través del ‘¡Hola!’
El título del reality de Netflix La marquesa no podría estar más afinado. Tamara Falcó es aristócrata literal (su padre, Carlos Falcó, le legó el marquesado de Griñón), es alta alcurnia de la prensa del corazón (es también heredera de Isabel Preysler) y es nobleza de la telerrealidad española: protagonizó We Love Tamara en Cosmo...
El título del reality de Netflix La marquesa no podría estar más afinado. Tamara Falcó es aristócrata literal (su padre, Carlos Falcó, le legó el marquesado de Griñón), es alta alcurnia de la prensa del corazón (es también heredera de Isabel Preysler) y es nobleza de la telerrealidad española: protagonizó We Love Tamara en Cosmo en 2013, ganó la cuarta edición de Master Chef Celebrity en 2019 y ahora, con La marquesa, se convierte en la primera celebridad española en tener dos realities propios.
A Tamara Falcó la rodea un plantel de secundarios que incluye un premio Nobel, un tenista de élite, una diseñadora de alta costura y Boris Izaguirre. Hay hasta una aparición estelar del Papa. Pero la estrella de la función es ella. La marquesa. La influencer a la que menos le importa lo que piensen de ella.
“Podría dedicar mi tiempo a actividades más lucrativas que renovar un castillo en medio de Aldea del Fresno”
Tamara Falcó tiene un sueño. La narración de La marquesa se vertebra en torno al proyecto de abrir un restaurante efímero en El Rincón, el castillo que heredó de su padre. Pero Chez Tami no aspira a ser un negocio sino una experiencia: en la mejor tradición Preysler, Tamara Falcó sabe que lo importante no es lo que haces sino cómo lo haces. Y mantener activo el restaurante nunca sería tan emocionante como ponerlo en pie. Ni, desde luego, tan televisivo. La marquesa es, aparte de un reality sobre el día a día de una famosa, un reality de cocina y de renovación inmobiliaria. Una mezcla entre Pesadilla en la cocina y Tu casa a juicio.
La ilusión de Chez Tami es recrear el glorioso pasado del castillo. El menú emula lo que se sirvió en la boda de “tía Paloma” y “tío Pepito” (Paloma Falcó y José Mitjans), la decoración está inspirada en las fotografías que conserva de la época y los camareros sirven los platos con pomposas coreografías al unísono. “Yo me imagino algo en plan Downton Abbey”, fantasea Falcó. Pero en Downton Abbey las criadas tenían protagonismo y las actrices que las interpretaban hasta ganaban Emmys. En La marquesa no existen las clases sociales porque solo aparece una. El servicio es una masa anónima de hombres que reciben apelativos añejos como “mayordomo” y que remueven la imaginación de la audiencia al llevar guantes como los del sirviente de Preysler en aquel anuncio de Ferrero Rocher de los noventa.
Chez Tami representa la cara más real de la telerrealidad: la victoria de Falcó en Master Chef Celebrity no se quedó en una extravagancia de famosa, sino que sembró en ella una vocación. Consiguió el título de chef por Le Cordon Bleu y, lejos de conformarse con esa meta, la estableció como pistoletazo de salida para seguir alcanzando otras. Y Falcó tiene tan clara su visión creativa (“Es efímero porque te encantaría volver, pero es un sueño”) que no le importa que la mayoría de sus allegados lo consideren un capricho.
“De pequeña hablaba de manera normal y la gente se reía. Y yo no entendía por qué”
El carisma de Tamara Falcó radica en sus contradicciones. La principal, ser a la vez ingenua y despistada pero perfectamente consciente de lo que la gente ve cuando la mira. De ahí que durante una sesión de fotos se niegue, de manera tan agradable como rotunda, a posar bebiendo de una taza con el meñique estirado. Falcó sabe que su relato es paralelo al de la Elle Woods de Una rubia muy legal (2001): la niña bien con inquietudes a la que nadie se toma en serio pero que sabe utilizar a su favor esa condescendencia para demostrar su valía.
Falcó no pretende que la tomen en serio a pesar de cómo es sino gracias a ello. Otra mujer en su lugar modularía su voz infantil, dejaría de referirse a sus progenitores como “mami” y “papi” o rebatiría a los que la tratan como a una niña. “No hables, solo sonríe”, le recomienda su estilista mientras posa para los fotógrafos. Cada vez que Falcó mira a cámara con estupor en medio de una conversación denota que ha crecido rodeada de gente observándola (o que ha visto The Office) y sus momentos de frustración solo se hacen visibles para el espectador más atento: cuando algo no le gusta, Falcó se aturulla y dirige sus ojos hacia un punto indeterminado. En especial cada vez que alguien confunde La marquesa, un relato de superación personal, con una comedia romántica.
“Ahora no es el momento de hablar de mi boda, es el momento de sacar adelante este restaurante”
Todo el mundo habla sobre la boda de Tamara Falcó, excepto Tamara Falcó. Su actitud realista y pragmática, sin duda heredada de su madre (“Creo que es el amor de mi vida”, “Si no no estaría con él, sería una pérdida de tiempo”, “El noviazgo está para conocerse”, “Poner la presión en otra persona de que te complete es condenarlo al fracaso”) choca con la imagen de chiquilla obsesionada con el amor que todos sus amigos parecen tener de ella.
A lo largo de los seis episodios, Falcó se va cruzando con personas, más o menos allegadas a ella, que en medio de una conversación sobre sus proyectos profesionales le sacan el tema de la boda. O mencionan a su novio, el empresario Íñigo Onieva, sin venir a cuento. O incluso piden un brindis por él. Durante una sesión de fotos, una creativa le dice “¿Dónde está Íñigo ahora? ¡Porque te comería con ese labio rojo y ese cuero!”. Hasta el diseñador Juan Avellaneda, que abraza sin complejos el arquetipo de comedia romántica de mejor amigo gay con exquisito gusto para la decoración, describe a Onieva con las palabras “¡Es muy hetero!” (a lo que ella replica con su retranca: “Menos mal”). Quizá todos están diciéndole a Falcó lo que creen que ella (o, mejor, una chica como ella) quiere escuchar. Y eso explicaría el vacío que Falcó reconoce haber sentido en el pasado y del que la salvó la religión.
“En vez de querer salir por las noches y tomarme siete copas, prefería quedarme en casa rezando el rosario”
Falcó es una anomalía dentro del denominado “pijerío madrileño”. En un mundo que se presupone frívolo, vacío e inconsciente, ella es una mujer que se ha embarcado en una búsqueda de significado. Quizá porque nació en un hogar en el que las necesidades materiales estaban cubiertas de sobra, su viaje hacia la madurez está marcado por un anhelo de lograr lo inmaterial. Por eso su restaurante aspira a ser “una experiencia multisensorial”.
Para encontrar esos significados superiores, Falcó recurre a la figura de la Virgen de la Alegría, el castillo El rincón y la manta de la moto. La Virgen representa su fe (también su regalo al Papa: 87 rosarios y una medallita de Tous diseñada por ella). El castillo representa una conexión con su linaje, con su pasado y con la historia de España; es decir, con algo trascendente que está por encima de ella como individuo. El Rincón es un anhelo de eternidad y simboliza una forma de vida ancestral e inmutable. Una vida de tapices, de paseos en caballo y de mujeres rezando el rosario. De reyes, de marqueses y de papas. Los azulejos de la cocina de El Rincón son los mismos que los de La Alhambra. Todo eso, tan exótico para el espectador medio, es la nostalgia de Tamara Falcó. Y luego está la manta de la moto.
“¿Sabes lo que no tengo? Una manta”
¿Qué se le regala a alguien que lo tiene todo? Por lo visto, una manta para la moto. Uno de los leit motivs de La marquesa es la obstinación de Falcó por que su novio le regale una. Onieva reacciona con actitud vacilona y, sobre todo, pragmática (“Pero si ya no hace frío”, “Pero si ya te regalé unos pantalones”) y ella no suelta el hueso. Lo que Falcó desea, según da a entender, es que él se tome la molestia de ir al taller a encargar que la instalen. Lo que ella desea, esencialmente, es que él la proteja del frío. Y esta es una metáfora bastante evidente en un reality que no pierde el tiempo con dobles sentidos, tal y como estará comprobando Isabel Preysler estos días.
“Mi madre es como Santo Tomás, el que metía el dedo en la llaga”
Decía Paloma Rando en este diario que la estructura no podría ser más clásica: La marquesa es un viaje del héroe de toda la vida. Pues todo viaje del héroe requiere un antagonista (que no villano, ojo) y La marquesa ha designado a Isabel Preysler para este rol. “Mi madre y toda mi familia piensan que no soy capaz de hacer todo esto”, dice Falcó a sus cocineros para motivarles antes del banquete inaugural.
Para buena parte de la audiencia, la principal curiosidad hacia La marquesa es descubrir a Isabel Preysler en tres dimensiones. Hasta su hija recurre a los clichés para describirla: “Es una de las mujeres más elegantes de España”, “Sabe cuál es su lugar”, “Nunca se sabe lo que está pensando”. El método de expresión predilecto de Presyler siempre ha sido la portada del ¡Hola! y por eso, aunque sea una de las mujeres más famosas de España, hay muchos espectadores que no la han escuchado hablar o no la han visto moverse nunca. Si Ninotchka (1939) se promocionó con el eslogan “¡Garbo ríe!” bien podría La marquesa haber adoptado el subtítulo “¡Preysler habla!”. Y tiene cosas que decir.
Desde el principio desconfía del proyecto de su hija. “Yo lo veo complicado”. “Es que no lo entiendo todavía muy bien”. “Eso de efímero me tiene muy mosca”. “Después puedes llevarlo a [la madrileña calle] Jorge Juan”. En el último episodio ejerce como jurado y el clímax dramático se centra en su veredicto final respecto a la experiencia efímera de Chez Tami (y, en menor medida, a su única interacción con Íñigo Onieva, que consiste en una frase y media), hasta dar la impresión de que Tamara Falcó se embarcó en este proyecto para, además de honrar la memoria de su padre y reconectar con su estirpe, lograr la aprobación de su madre.
La participación de Preysler es exigua pero el programa la exprime hasta convertirla en una figura omnipotente: aparece poco en pantalla pero se la menciona tanto que ejerce una presencia constante. En particular, domina in absentia la cima de La marquesa: el casi almodovariano diálogo entre Falcó y la artista de la cerámica Bárbara Pan.
—Qué bien disimula tu madre —observa Bárbara.
—Sí, porque es asiática.
—Siempre me han dado mucha envidia las asiáticas, porque yo estoy siempre angustiada. Por eso como tanto.
Andy Warhol vaticinó que en el futuro el arte sería célebre y la celebridad sería un arte. El talento de Falcó como artista consiste en entender intuitivamente lo que, desde hace siglos, ha fascinado a las masas de la aristocracia: la misteriosa tensión que se genera entre lo que les une y lo que les separa. Sí, Falcó ha heredado un castillo y viaja a Nueva York, a París y a Roma para el proceso de renovación, pero al final solo busca el reconocimiento de su madre y confiesa que, si pudiera elegir su última cena, sería tortilla de patatas y filetes empanados.
“A Mario tuvimos que explicarle quién es Jimmy Choo”
En una escena aparentemente inocua de La marquesa, Falcó y Mario Vargas Llosa caminan por una librería neoyorquina. Ambos conversan sobre Flaubert o Twain y, por alguna razón, es el único momento de los seis capítulos en el que se mencionan cifras de dinero. De manera casual hablan de los libros antiguos como “tesoros” y “joyas”, del placer de la lectura y de las posibilidades del conocimiento. Resulta particularmente entrañable la historia de Falcó aprendiendo a leer con los guardaespaldas de “tito Miguel” (Boyer, cuando era ministro de Hacienda). Es probable que en todo el catálogo de Netflix no haya una sola escena con tantos libros como esta.
En La marquesa, Vargas Llosa explica que de Ulises de James Joyce “sale toda la novela moderna” y cuenta que empezó a escribir tras ver de niño “una obra que no respetaba el tiempo ni el espacio” (Muerte de un viajante de Arthur Miller). El Nobel divaga sobre lo humano y lo divino con la sencillez de los pensadores más complejos: una conversación anecdótica sobre cuánto le aterrorizan las pepitas (y sobre cómo Preysler cometió el error de ofrecerle aceitunas en su primera cita) desemboca en una reflexión sobre cómo algunos traumas no deberían resolverse porque son el misterio que nos hace humanos. “Y son perfectos para un escritor”, remata.
Hubo un tiempo en el que los intelectuales eran una presencia habitual en la televisión española. Nombres como Umbral, Gala, Labordeta, Cela o Bueno. Pero es difícil imaginar un programa de la parrilla actual que diese cabida a ese tipo de mentores culturales. Hace años un instante así ocurriría, por ejemplo, en Con las manos en la masa. Hoy ocurre en La marquesa.
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