“Sórdidas, vulgares y mierdosas”: el año que Cannes premió a las dos películas más escandalosas de su historia
‘La mamá y la puta’ y ‘La gran comilona’, con guion de Rafael Azcona, escandalizaron al público y jurado de Cannes antes de llevarse, en 1973, los premios del jurado y de la crítica
Gritos y abucheos en La Croisette. “¡Es un escándalo! ¡Un escándalo!”, bramaba una señora particularmente ultrajada por lo que acababa de presenciar. Era la salida de la proyección de La grande bouffe (“La gran comilona”), de Marco Ferreri, película que representaba a Francia en el concurso en el festival de Cannes de 1973 con un largo muestrario de glotonería gastronómica, sexual y escatológica. Y ni siquiera se trataba del único escándalo que la delegación gala procuró a aquella edición: el entonces crítico Gilles Jacob (que después se convertiría en presidente del festival durante 14 años) declaró sobre otro filme: “Es una película mierdosa, una no película filmada por un no cineasta e interpretaba por un no actor”. Se refería a La mamá y la puta, opera prima de Jean Eustache, que también iba a concurso. Para añadir gasolina a la misma hoguera, Ingrid Bergman, estrella de Hollywood que oficiaba como presidenta del jurado que debía otorgar los premios oficiales, declaró: “Me parece una lástima que Francia esté aquí con dos películas que son las más sórdidas y vulgares de todas”.
A Cannes la polémica siempre le ha sentado bien. Con puntos cumbre como aquel 1987 en el que el director Maurice Pialat, premiado con la Palma de Oro por su Bajo el sol de Satán, dedicaba al público que le silbaba un puño alzado y la siguiente declaración: “Si yo no os gusto a vosotros, vosotros tampoco me gustáis a mí”. O cuando en 2002 Irreversible, de Gaspar Noé, provocaba abandonos de la sala y severas críticas por la escena de la violación de Monica Bellucci. Pero en los últimos tiempos este factor se ha adormecido visiblemente, para llegar a la catatonia de esta 76ª edición que finalizará el sábado con la entrega de premios del palmarés oficial. Sin embargo, hace exactamente 50 años, y exactamente en el mismo lugar, aún había un hueco para el escándalo en el sanctasanctórum del cine de autor mundial.
También es cierto que aquella edición de festival llegaba en un momento delicado. Cinco años antes había estallado las revueltas de mayo del 68, que habían despertado muchas esperanzas en una generación que soñaba con un mundo mejor, pero que, al menos a corto plazo, no había demostrado demasiada eficacia a la hora de cumplirlas. La clausura del festival de Cannes de 1968, gracias a la acción de los jóvenes directores de la nouvelle vague durante la proyección de Peppermint frappé, de Carlos Saura, había sido una de sus principales victorias. Pero solo un año después el evento volvió a celebrarse con normalidad. En 1973, las presidencias de Francia y los Estados Unidos las ocupaban los conservadores Pompidou y Nixon, la guerra de Vietnam se había mantenido hasta la reciente firma de los Acuerdos de París de principios de aquel mismo año, y había carestía e inflación, que se vería acrecentada tras la breve guerra árabe-israelí del Yom Kipur. Ante aquel panorama, entre la juventud cundían el nihilismo y la desesperanza.
“¿Es que cree usted que todavía se pueden hacer películas con esperanza?”, preguntaba Marco Ferreri a un periodista televisivo francés. El director italiano, en activo desde sus comedias ácidas rodadas en España a finales de los cincuenta con guiones de Rafael Azcona, se había convertido en un autor de prestigio que, con cintas como L’ape regina (1963), Dillinger ha muerto (1969) o Liza (1972), lanzaba espinosas reflexiones sobre la guerra de sexos y el vacío de la sociedad moderna. Nunca había rehuido el escándalo: “En un mundo tan plano y fastidioso siempre está bien provocar”, declaró en aquel Cannes. Y después: “La caca y el pis no son algo vergonzoso”.
Esto último proporciona algunas pistas sobre el desarrollo de los acontecimientos de La gran comilona, que cuenta la historia de cuatro amigos —interpretados por los populares, Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Ugo Tognazzi y Philippe Noiret— que se reúnen en una mansión de París para suicidarse a base de un atracón de los manjares más exquisitos, para lo que cuentan con la complicidad de una mujer —la casi debutante Andréa Ferréol— que les proporciona sexo y asistencia desinteresadamente. Además del exceso culinario, que acababa provocando en el espectador el mismo empacho que en los personajes, varias secuencias de felaciones y demás sexo explícito —incluida una en la que de paso se amasaba pasta con las nalgas de Ferréol—, y sobre todo el recurso a la escatología más salvaje —las flatulencias iniciales son solo un avance para la literal explosión de mierda que se produce cuando revientan las cañerías de la casa— fueron lo que provocó el horror de los espectadores y críticos. Y también de Ingrid Bergman. Hay que decir que todo en La gran comilona estaba prediseñado para escandalizar, y que se limitó a cumplir su propósito punto por punto. También fue objeto de varias interpretaciones: podía elegirse entre monumento al hedonismo, como la definió Luis Buñuel; crítica feroz de la burguesía y la sociedad de consumo; o testimonio sobre la crisis del hombre moderno. Pero sobre todo era un producto típico de su época desengañada, convertida en un callejón sin salida colectivo en lo político, social y emocional.
En ese mismo caldo de cultivo había germinado La mamá y la puta, la otra porfía cinematográfica del año. Al contrario que el ya veterano Ferreri, su director, el francés Jean Eustache, firmaba su primer largo. Era un filme autobiográfico que, en casi cuatro horas de metraje —procede en este punto desmontar la insistente cantinela de que las películas largas son una moda actual—, daba cuenta de un triángulo amoroso entre un hombre descreído y melancólico (Jean-Pierre Léaud, con Belmondo uno de los dos rostros masculinos de la nouvelle vague) y dos mujeres de personalidades distintas, complejas, fuertes y vulnerables al mismo tiempo, cada una a su manera (Françoise Lebrun y Bernadette Lafont). En esta ocasión, el modo desacomplejado en que se mostraban las relaciones poliamorosas y el crudo lenguaje del guion, en el que las palabras “follar” y “mierda” se utilizaban sin mesura, fueron algunos de los motivos de polémica, pero no menos importante fue su ambigua posición política, tachada por muchos de reaccionaria. La crítica a los sueños de mayo del 68 casi nunca era explícita, pero se sugería. De hecho, el cineasta Jean-Henri Roger, colaborador de Godard, la proclamó como uno de los filmes más hermosos jamás realizados sobre el 68. Es, en todo caso, resultado de su resaca emocional. Eustache, por cierto, se suicidaría ocho años después de aquel estreno, habiendo dirigido un solo largometraje más, la preciosa pero incomprendida Mes petites amoureuses (1974). En la puerta de su habitación dejó una nota que decía: “Llamen con fuerza. Como para despertar a un muerto”.
Pese a la oposición de Ingrid Bergman, la película de Eustache consiguió el segundo premio del palmarés, el Premio Especial del Jurado, con lo que cabe pensar que otros miembros del mismo, como Sydney Pollack o Lawrence Durrell, sí la apreciaron. Además, la federación internacional de críticos, la FIRESCI, otorgó un galardón compartido a La mamá y la puta y La gran comilona, que hoy son las películas más recordadas de aquella sección oficial, al menos entre los cinéfilos. No puede decirse lo mismo de las dos cintas que compartieron el primer premio —que entonces no se llamaba Palma de Oro sino Gran Premio del Festival—, la británica El equívoco, de Alan Bridges, y la norteamericana El espantapájaros, de Jerry Schatzberg.
Ninguna de las dos obras habían sido las primeras en tratar sobre el malestar de su tiempo con crudeza y dosis de escándalo. Puede considerarse que ambas forman parte de una estirpe en la que figuran la pionera El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci, y también Tamaño natural, de Luis García Berlanga (1974, con guion de Rafael Azcona, como La gran comilona), El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima, o, sobre todo, Salò o los 120 días de Sodoma (1976), de Pier Paolo Pasolini, adaptación de la novela del marqués de Sade que guardaba coincidencias argumentales con la historia de Ferreri, y que se resignificaba trasladando la acción hasta los tiempos del gobierno fascista italiano para convertirla también en una crítica de la sociedad de consumo. Posiblemente Pasolini llevó hasta el límite la tensión en la goma de que se podía mostrar en imágenes en cuanto a violencia y escatología, así que después de eso a un público traumatizado ya solo quedaba el recurso a Emmanuelle (1974, Just Jaeckin) y sus numerosas secuelas, con su erotismo vacío destinado al gusto burgués.
Un necesario epílogo
Sobre las películas de Ferreri y Eustache (como sobre las de Bertolucci, Berlanga o Jaeckin) cabe mucho que decir desde una perspectiva feminista, y en eso también eran producto de su época, aunque, como en casi en todo, también aquí cabe realizar distinciones. Desde la visión actual resulta incómodo contemplar cómo en La gran comilona el personaje de Andréa Ferréol reúne los tópicos de la madre y puta, y cómo en general gran parte del cine del director italiano parece bascular en un imposible equilibrio entre la misoginia y el reconocimiento de (¿o el terror ante?) las mujeres como el futuro de la humanidad. En cambio, La mamá y la puta, que lleva ambos clichés en su título, e incluye un breve diálogo que ironiza sobre el movimiento feminista, presenta dos personajes femeninos llenos de matices que hacen uso del derecho a utilizar su cuerpo sin permitir intromisiones y exigen al débil protagonista y al mundo en general que les proporcionen lo que creen merecer.
De modo que no cabe descartar que quien hoy en día vea estas películas se sienta también ofendido, aunque sea por razones distintas a los que en su momento se dieron. Igual que cada día trae su afán, cada época tiene su propio motivo de escándalo.
La mamá y la puta está disponible en Filmin
La gran comilona está disponible en Amazon Prime Video
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