¿Pueden dos pechos enormes convertirse en arte? El mito y la tragedia de las mujeres de físico extremo
Un libro sobre la vedette Lolo Ferrari, estrella en los noventa gracias a tener las prótesis mamarias más grandes del mundo, reavive el debate sobre la transformación extrema del cuerpo y si hay algo artístico detrás de ello
En diciembre de 2023 se conoció la muerte de Sophie Anderson a los 36 años. Anderson era actriz porno, activista, cómica y una celebridad en las redes sociales (casi 360.000 personas la seguían en X, antes Twitter, donde las estrellas de cine para adultos tienen más predicamento por no existir censura en los desnudos). Se presentaba como pansexual, deslenguada y orgullosamente vulgar. Pero lo más reconocible en ella era un físico extremo, de pechos que desafiaban la gravedad y las formas de la anatomía humana.
Su imagen choca con la personalidad que Anderson exhibía en redes. Saludaba con un cariñoso “chicas, chicos y mi gente no binaria” y sus reivindicaciones por la igualdad y su amor por lo camp la habían convertido en una especie de musa para parte de la comunidad LGTB británica, que en ocasiones la invitaba a desfiles del Orgullo. Su estilo en sus vídeos pornográficos, artificioso, teatral, a veces más cercano a la comedia slapstick o a la heroína de cómic para adultos que a la clásica actriz porno disponible para el placer masculino, la había ubicado en un lugar más allá del entretenimiento para adultos. Biblias de la modernidad como Interview o Dazed la fotografiaron y entrevistaron. No era la primera vez que un físico extremo e hipersexualizado cruzaba un puente para convertirse en un icono de la postironía, en alguien que podía compartir espacio con artistas, diseñadores y marcas de lujo.
Anderson seguía la estela de otras mujeres que han lucido implantes desproporcionados que las han hecho célebres. Una estirpe de actrices y modelos eróticas que, obra de la cirugía, liposucciones, tintes y maquillaje lucen físicos que las convierten en algo cercano a una muñeca hinchable viviente. La francesa Lolo Ferrari (1963-2000) fue la más célebre, reconocida en su día por el Guinness de los Récords como la mujer con los implantes más grandes del mundo. Falleció en el año 2000.
Una fantasía posthumanista
En Lolo (editorial Niños Gratis) el escritor Miguel Agnes (precursor del podcast español gracias al longevo EPSA) ha querido devolver algo de justicia a una figura, la de Ferrari, infravalorada durante lustros como una actriz porno sin muchas luces. “La mujer bimbo [como se define en inglés a la mujer atractiva, frívola y poco inteligente] lleva desde siempre en nuestro imaginario, pero lo de Lolo Ferrari fue un paso más allá. Ella decidió, probablemente inducida por su marido, Eric Vigne, hacer una transición quirúrgica hacia una silueta inhumana. Lolo puso el cuerpo en la camilla del cirujano para esculpir en su propia carne una fantasía posthumanista, un arquetipo inconsciente que hasta el momento sólo se había atisbado en los cuerpos de mujeres transexuales del underground”.
Ha habido más lolos. La argentina Sabrina Sabrok (Buenos Aires, 53 años) fue reconocida en 2006 y en 2009 por el libro Guinness como la mujer con los implantes de pecho más grandes del mundo. En 2020 aseguró en una entrevista que llevaba cinco kilos de peso en cada uno. Pandora Peaks fue la última musa de Russ Meyer, famoso en los setenta por crear una serie de películas que para unos eran paraísos heteronormativos llenos de mujeres con pechos enormes y para otros el colmo de la psicodelia, la ironía y el humor. El porno o el erotismo han sido el territorio natural de este tipo de cuerpos, que se perfeccionan y extreman a medida que lo hace la cirugía estética, aunque Agnes señala que Lolo Ferrari, en realidad solo hizo una película porno “que la industria diseccionó y repartió en muchísimas recopilaciones, dando la sensación de que esa fue su actividad principal. Aquello la estigmatizó, y Lolo siempre se arrepintió. Al parecer lo había hecho inducida por su representante y marido”.
El estigma del objeto sexual no es del todo acertado, según Tania Pardo, subdirectora del Centro de Arte Dos de Mayo. Para ella, este tipo de cuerpos representan “una concepción hipersexualizada de la mujer, pero hay en ese extremo algo contradictorio que puede ser entendido como una reivindicación del exceso. Pienso en el travestismo y en la construcción de identidades diversas a través de estéticas hipersexualizadas pero, por otro lado, marcada por dictados masculinos heterosexuales que se han utilizado desde la reivindicación y la ironía. El resultado son estos cuerpos excesivos. De ahí que todo esto nos haga reflexionar sobre la propia contradicción de la imagen en la que vivimos actualmente: el uso de filtros y los selfis son, al final, deformaciones y alteraciones de la realidad”.
Raquel Manchado, creadora del proyecto editorial Antorcha, que lleva años recopilando la historia gráfica de la misoginia y los estereotipos de género en la cultura popular, está de acuerdo con esta tesis. “El punto de partida parece la mirada masculina heterosexual, el imaginario más omnipresente, pero estos físicos podrían tener origen en la fantasía infantil, que precisamente sublima ese imaginario. Se puede partir de la hipersexualización sin derivar en un simple objeto sexual. Está claro que esto va mucho más allá: es visualizarte y diseñarte a ti misma de un modo casi irreal y desmesurado que no existe en la naturaleza. Ni falta que hace”. Agnes está de acuerdo con esta concepción de la mujer de físico extremo que se presenta ante la mirada masculina como mezcla de diosa sexual y madre: “Hay algo de retorno paradójico a la infancia con esta mujer hipersexualizada, como si su silueta imposible ganara la batalla al hombre dominante y proveedor, invirtiendo las reglas del juego. El hombre se infantiliza a su lado”.
¿Pero es esto arte?
El siglo XXI ha traído una especie de mirada condescendiente hacia cualquier forma de divergencia estética, apresurándose a tildarla de performance, revolución o arte. “Que estos cuerpos extremos sean considerados arte lo determina la intencionalidad con la que los han construido”, opina Pardo a este respecto. La fallecida Anderson, por ejemplo, tenía clarísimos sus referentes y no colgaban de ningún museo. “Cuando tenía 18 años ya veía porno y adoraba aquellos cuerpos falsos”, explicó a Dazed en 2019. “Siempre supe que quería poseer era apariencia falsísima y calculada”. Raquel Manchado sí cree que “esta construcción personal no es otra cosa que arte, aunque ellas sean totalmente outsiders del arte contemporáneo y algunos artistas usen y fagociten su imagen”. También incide en su condición de iconos de la disidencia, lo que los convierte a menudo, como en el caso de Ferrari o Anderson, en iconos para parte de los espectadores LGTB: “Estas mujeres encarnan desobediencia, incumplen lo que se espera de ellas. Imagínate sus encuentros familiares. No creo que sus padres estén orgullosos de que su hija se haya puesto por voluntad propia dos tetas imposibles. Ellas sí”.
Las dos coinciden, eso sí, en una referencia: la artista francesa Orlan (Saint-Étienne, 76 años), que en los noventa, como explica Pardo, “se sometió a una serie de operaciones estéticas como forma de reivindicar el cuerpo carnal: un aumento de labios e insertos de silicona a ambos lados de la frente a modo de gesto contra los patrones de belleza occidental que ejercen sobre los cuerpos de la mujer”. También mencionan a Carolee Schneemann, Marina Abramovic, Esther Ferrer o Cindy Sherman. “El arte contemporáneo ha trabajado muchísimo sobre todo esto para hablar de una belleza deformada, fragmentada o monstruosa y desmontar la construcción de la subjetividad femenina”, añade Pardo.
Más allá de estas consideraciones artísticas están las físicas y las psicológicas. Hace semanas Sabrina Sabrok contaba en la televisión argentina: “Sé que [el peso de mis pechos] afecta a mi salud, pero tengo que aguantar todo lo que pueda. Ahora mismo no puedo hacer deporte, no puedo hacer nada, pesan demasiado y mi espalda es muy chiquita”. Para las figuras que han encontrado fama y una forma de vida gracias a una anatomía extrema, cambiarla también significa perder su trabajo.
En la noticia de The Guardian que anunciaba la muerte de Ferrari (un suicidio que lleva años poniéndose en duda, con la figura de su marido y manager bajo sospecha), se explicaba que “llevaba un sujetador de diseño especial día y noche y no podía dormir boca abajo y tampoco boca arriba, porque sus pechos podían complicar su respiración. Además, tenía miedo de viajar en avión, por si explotaban”. Otro pasaje del obituario: “Ferrari vivía con un miedo constante a que, mientras hacía playback de sus canciones y se quitaba la ropa en clubes de toda Europa, algún loco saltase al escenario e intentase pincharle los pechos”.
Dolor y gloria
Pandora Peaks nunca logró relevancia en ningún cine que no fuese el erótico. Otras actrices porno, como Leanna Lovelace o Wendy Whoppers, que encontraron una enorme fama en esa industria solo tras operarse para tener unos pechos de tamaño desmesurado, vieron cómo la perdían inmediatamente tras quitárselos por los problemas de salud que les causaban. Pero mientras aguantaron, Ferrari, Sabrok y Anderson encontraron fama en programas televisivos y se aventuraron en proyectos musicales. La canción más conocida de Ferrari se llamaba Airbag Generation y fue colaboradora del exitoso programa británico Eurotrash, presentado durante algunos años por Jean Paul Gaultier. Su fama superaba los límites de la pornografía o el erotismo.
En el caso de las dos primeras, programas de televisión de todo el mundo las recibieron con la condescendencia habitual que muestra alguien que se encuentra ante una criatura mitológica de aspecto divertido. Esta parecía ser la moraleja: el mundo está obsesionado con los pechos desmesurados y hay una grieta en el sistema que permite vivir de ellos si logras soportarlos.
Por otro lado, mientras el porno y el entretenimiento glorifica los pechos grandes, la moda los ignora. Y muchos médicos, haciendo uso de sentido común, se niegan a aumentar sus prótesis. Sabrina Sabrok (que asegura llevar 16 cirugías solo en sus pechos) declaró: “En Estados Unidos me preguntaron cómo me lo había dejado tan grande. Me dijeron: ‘¿Dónde te han hecho eso?”.
La pesadilla que temía Lolo Ferrari se volvió real en el caso de la fallecida Sophie Anderson. En la primavera de 2022 mostró a sus seguidores un vídeo de su pecho izquierdo convertido en un amasijo de pieles después de que una infección provocase una sepsis y el implante saliese de la piel. La prensa británica sensacionalista afirmó, a secas, que había “explotado”. La propia Anderson relató que el cirujano belga que la operó nunca debería haberla dejado pasar por el quirófano. En los meses anteriores a su muerte se reconstruyó el pecho, pero siguió sufriendo problemas. Otra estrella de las redes sociales debido al tamaño desmesurado de sus pechos, apodada Mary Magdalene, anunció que una de sus prótesis también había cedido en primavera de 2023. El Daily Mail tituló: “El pecho de una modelo adicta a la cirugía REVIENTA dejándola con un solo pecho alienígena y torcido” (Las mayúsculas son del titular original). En el imaginario colectivo esa tragedia es un chiste, ya sea en titulares o en la televisión. Ya lo era en los noventa. En el espacio Lolo Pops –el que Lolo Ferrari presentaba en Eurotrash– una de las cortinillas mostraba los pechos de Lolo explotando, con efectos de sonido cómicos, mientras ella salía volando y desaparecía.
La tradición continúa, auspiciada ahora por plataformas como Onlyfans, con las que la frontera entre lo pornográfico y lo masivo ha caído definitivamente. El título de mujer con más busto del mundo se disputa hoy como un índice Big Mac apócrifo. Una joven llamada Lourdes García presume de tener los pechos más grandes de España. Leia Parker afirma tener los más grandes de Reino Unido. Una brasileña, Sheyla Hershey, asegura que ha superado el récord de la argentina Sabrok. “El porno está tan asumido entre todo el mundo que desborda nuestra realidad cotidiana”, finaliza Miguel Agnes. “Hoy es más accesible que la música, la literatura o el agua embotellada, en el sentido de que es gratis y multinicho y de manera íntima se intuye como un derecho fundamental. Las sombras que acarrea son daños colaterales, pero sus usuarios no están dispuestos aún a girar los focos hacia esos lugares”.
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