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Finales controvertidos, de ‘Perdidos’ a ‘Saltburn’: ¿cuándo un “giro sorpresa” es demasiado?

El debate lleva siglos en los círculos creativos: ¿finales felices o tristes? ¿Abiertos o cerrados? Mientras el público generalista y las plataformas de ‘streaming’ valoran el cierre preciso con susto incluido, los creadores defienden finales abiertos que dejen que la historia respire

Saltburn
Barry Keoghan en 'Saltburn'.©Amazon/Courtesy Everett Collection / Cordon Press

Miles de seguidores esperan ansiosos mientras George R.R. Martin avanza en el proceso de escritura de Vientos de invierno, la sexta y penúltima entrega de su saga de novelas Canción de hielo y fuego. Los lectores (y los espectadores de la serie Juego de Tronos, basada en sus libros) meten prisa al autor, que en más de una ocasión se ha disculpado por no ser más rápido. Tanta expectación se debe a que las dos últimas entregas de su saga ofrecerán lo que maestros del guion como Robert McKee llaman en sus manuales “el clímax” y la posterior “resolución” de todas las tramas iniciadas en las novelas anteriores.

Es decir, medio mundo está pidiendo a Martin que, en sus dos últimos libros incluya un desenlace satisfactorio y termine así de apuntalar su estructura narrativa. Aunque Martin es experto en transgredir las normas de la ficción contemporánea, como esa que obliga a que el héroe siempre gane (él mató a algunos de sus personajes más carismáticos), todo indica que, sea cual sea ese desenlace, si está tardando tanto es porque lo está calculando meticulosamente. Es una pesada responsabilidad: si no quiere decepcionar a millones de admiradores, en las últimas páginas de sus libros cada detalle deberá encajar como un guante, tal y como mandan los cánones de la literatura fantástica.

A diferencia de la vida real, azarosa y sujeta a a la incertidumbre, todo lo que sucede en una ficción sigue (o rechaza) ciertas reglas. Y algunas de las más rígidas son las que se aplican a los finales, quizá porque un mal final puede hacer que todas las virtudes de una obra sean olvidadas inmediatamente. No es una cuestión que solo afecte a los aspirantes a escritor o a guionista (aunque el debate en sus talleres es interminable), sino que importa a cualquier lector o espectador que enseguida estará preocupado por el destino (esa fuerza en la que ya no creemos para nosotros mismos) de los personajes a los que lleva tiempo acompañando.

Los ejemplos son infinitos. Tal vez el más paradigmático sea el final de Perdidos, que se sigue analizando, defendiendo o criticando más de trece años después de que se emitiera el último episodio. En España los seguidores de Los Serrano todavía se sienten estafados y, mucho más recientemente, Saltburn ha ofrecido un final que ha enfadado a muchos espectadores por su obviedad.

La muerte de la tragedia y la vida de los spoilers

La escritora estadounidense Flannery O’Connor contaba que su tía se enfadaba con ella cuando leía sus relatos y al final nadie había muerto o se había casado. La justicia poética, la boda o la apoteosis (esa cena que reúne a todos los personajes al final de los cómics de Astérix) son las tres modalidades más comunes de final feliz, el más frecuente y el que –para complacer a quienes piensan como la tía de O’Connor– suelen imponer los ejecutivos de la industria del entretenimiento.

Jacob Elordi en 'Saltburn'
Jacob Elordi en 'Saltburn'.©Amazon/Courtesy Everett Collection / Cordon Press

Como hizo notar el crítico George Steiner, las tragedias griegas o shakesperianas, que terminan con la muerte del héroe y que presentan una visión fatal de la humanidad, sometida a dioses arbitrarios que imponen castigos injustos, no se llevan bien con la sensibilidad moderna. Ni siquiera las distopías contemporáneas, llenas de elementos apocalípticos, podrían considerarse verdaderas tragedias porque en ellas siempre queda algo de esperanza. Pero además de la carga emocional positiva, negativa o incluso trágica, cuando se plantea un final se debe decidir si será abierto o cerrado y si incluirá o no una sorpresa o efecto final. Este recurso es el que utilizan Los otros o El planeta de los simios, películas en las que un último descubrimiento resignifica todo lo anterior. La alternativa, eso sí, es más simple y menos efectista: dejar la trama sin resolver o cortar en pleno clímax.

El efecto final también es una técnica típica del relato breve y Borges defendía que un cuento debe tener dos argumentos (“uno falso, que vagamente se indica, y otro auténtico que se mantendrá secreto hasta el fin”). Él, como Hitchcock, fue capaz de combinar ambigüedad y sorpresa, clausurando casi todas sus obras con ese giro insospechado. Y, precisamente, ese equilibrio entre necesidad y sorpresa es el que defiende el dramaturgo Juan Mayorga cuando uno de sus personajes aconseja a un adolescente que comienza a escribir: “¿Sabes cuáles son las dos características de un buen final? El final ha de ser tal que el lector se diga: no me lo esperaba y, sin embargo, no podía acabar de otra manera. Ése es el buen final. Necesario e imprevisible. Inevitable y sorprendente. Tienes que encontrarlo, un final que reconforte al lector o que lo deje herido”.

Pero tanto el consejo de Mayorga como los ejemplos de Borges y Hitchcock, además de resultar casi inalcanzables, pertenecen a un universo cultural anterior a la irrupción de los spoilers. Como señalaba la escritora y crítica estadounidense Emily St. James en un artículo publicado en el medio estadounidense Vox, las narraciones actuales (especialmente las series), están basadas en continuos giros de guion, saturadas de sorpresas. Estos sobresaltos animan a un consumo compulsivo por miedo a que alguien nos los desvele antes de tiempo. Son los famosos atracones frente a la pantalla que las plataformas, incluso mediante muy medidas filtraciones de la trama, buscan a toda costa. “Estamos obligados a ser más rápidos que los spoilers”, se queja St. James, “mientras la industria, aterrorizada por perder dinero, nos cuenta una y otra vez la misma historia y nosotros fingimos que es nueva”.

Obras abiertas contra el espectador reaccionario

Cuando se acuestan, muchos niños piden siempre el mismo cuento, ese cuyos detalles y desenlace conocen de sobra, y esa repetición les ayuda a dormirse tranquilos. Vladímir Propp fue un antropólogo ruso nacido en 1895 que, asombrado por cómo distintos cuentos tradicionales causaban efectos muy parecidos en los niños que los escuchaban, estudió la morfología de esos relatos hasta dar con ciertas estructuras comunes. Propp distinguió 31 funciones o episodios asimilables que van desde la “prohibición” hasta el “castigo” o el “regreso de incógnito”. Aunque no siempre aparecen todas, numerosos estudios han localizado estas funciones extraídas de la tradición oral rusa también en los grandes éxitos de la ficción comercial estadounidense (de Matrix a Star Wars).

El agua
Nieve de Medina y Laura Pamies, en 'El agua'.

Así que todas las ficciones comparten ciertos mecanismos, aunque, como indica el escritor Agustín Fernández Mallo, en principio deben pasar inadvertidos al lector o espectador: “Mostrar las costuras de una narración nunca funciona, es un signo de amateurismo. A no ser que se haga aposta, para crear un efecto retórico concreto. Hay ficciones que funcionan muy bien mostrando las costuras explícitamente, pero suelen ser obras que pretenden reflexionar acerca del hecho mismo de narrar”.

En cuanto a los finales, Mallo cree que no son tan relevantes porque “lo que importa es que la obra en general sea abierta, que respire toda ella, desde la primera página, como un ente orgánico, que tenga vida desde el principio hasta el final, con independencia de que este sea abierto o cerrado”. Elena López Riera, cineasta y doctora en comunicación audiovisual está de acuerdo y añade que le preocupa el creciente conservadurismo de la industria: “No me interesa tanto la cuestión de los finales sino cómo el cine comercial es cada vez más reaccionario”, comenta la directora y guionista, nominada a mejor dirección novel en los Goya 2023 por El agua. “Incluso en el llamado cine de autor hay algo de miedo, se están construyendo relatos muy reaccionarios en toda su proyección. Existen fuentes muy diversas que siguen desaprovechadas, como la literatura oral o la poesía. También existen otros modelos de narración que a mí me gusta explorar y que tienen que ver con la repetición, con la dispersión, con el olvido, con la reinvención de motivos, con determinadas imperfecciones…”.

Otra de las cosas en las que coinciden tanto Mallo como Riera (y, con ellos, la mayoría de autores contemporáneos) es que, independientemente del tipo de final que acabe surgiendo, sus procesos creativos no comienzan con un proyecto minucioso como el que recomendaba Poe (“el tono general de la composición ya debe estar adecuado a un plan”) o el que, a la vista de distintas métricas y con la intervención de un departamento comercial, desarrollan las productoras. Para disfrutar de su trabajo, quienes escriben con la vista puesta más allá de la recaudación, también buscan sorprenderse con su propio texto.

“Yo siempre ruedo tres o cuatro finales posibles porque antes del rodaje no hago planificación”, explica Riera, “quizá porque vengo del mundo del documental. Yo sé que no voy a encontrar ni el final ni el principio hasta que llegue a la sala de montaje. Tengo la creencia de que la propia película me desvelará su final, intento dejar esas aperturas. Me gusta abordar el trabajo con una dimensión de sorpresa para mí misma, porque saber lo que va a pasar en la vida y en el trabajo me parece aburrido. No tiene tanto que ver con el objeto final que verá la gente como con cómo abordo el proceso”.

Así que la mayoría de creadores no conceden tanta importancia al desenlace como unos lectores y espectadores obsesionados con el spoiler y la sorpresa. Riera cuenta que como lectora aprecia desde los finales cerrados de Henry James hasta aquellos en los que caben todo tipo de interpretaciones, pero insiste en que lo preocupante es que “el giro final se convierta en un pretexto banal para no hacer nada. O que se convierta en una norma y que la industria y los espectadores empiecen a leer las variaciones como una señal de peligro”.

“En la así llamada vida real buscamos cosas mágicas, cosas que parezcan ficciones, buscamos cada día cosas que nos sorprendan y nos saquen de la mecánica rutina”, resume Mallo. “Y en las ficciones, en realidad, ocurre lo contrario, para que sean creíbles, para que nos parezcan verosímiles, buscamos que se parezcan lo más posible a la vida real”. Un equilibrio difícil sobre el que se lleva especulando unos 2300 años. Este debate no tiene final todavía. Y si lo tiene, es abierto.

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