NFTs: esplendor y caída de la última burbuja del arte contemporáneo
De subastas millonarias a escándalos y pérdidas: cómo los ‘tokens’ no fungibles sacudieron el mercado del arte, para luego desmoronarse entre polémicas y decepciones
Hubo un tiempo en que un collage virtual que el ojo medio no distinguiría de un fondo de pantalla apañado se vendía en subasta por más de 69 millones de dólares, y unos dibujos digitales de monos también alcanzaban precios millonarios, mientras Paris Hilton y Jimmy Fallon contaban ante las cámaras de televisión que ellos formaban parte del grupo de compradores de los carísimos simios, apenas disimulando su suficiencia bajo expresiones jocosas. Aquel fue también el tiempo en el que un comisario de arte de segunda categoría –siendo generosos- amasó una fortuna instantánea convenciendo de que unas fotos de máscaras de tropas imperiales de Star Wars podían ser una suculenta inversión a varios compradores que pronto descubrieron que lo que habían adquirido no tenía ningún valor, con el consiguiente escándalo.
No hay que remontarse demasiado para llegar hasta esos días legendarios: la subasta en que la casa Christie’s adjudicó por un importe estratosférico el vídeo Everydays: the First 5000 Days, del artista digital Beeple, se celebró en marzo de 2021, y la conversación televisada entre la rica heredera y el presentador de late shows tuvo lugar el siguiente enero. Las obras en cuestión tenían en común pertenecer a lo que se ha dado en llamar criptoarte, arte NFT, o sencillamente NFTs. La misma denominación podía aplicarse a las fotos de cascos de las tropas de asalto de la saga galáctica creada por George Lucas de la venta que el comisario británico Ben Moore realizó el 6 de noviembre de 2021, y que acabó como el rosario de la aurora. Los pormenores del caso se explican en The Stormtrooper Scandal, un documental del canal de televisión BBC Two que incluye entrevistas a varios de sus protagonistas, incluido el propio Moore. No solo es un eficaz producto audiovisual de entretenimiento, sino que también desvela mucho sobre el funcionamiento del mercado del arte, del sistema capitalista y, quizá, del ser humano en general.
Ben Moore (Londres, 1978) es un espécimen bastante habitual en el mundo del arte contemporáneo. Sin destacar por sus méritos académicos o por la sofisticación de su discurso, consiguió hacerse un hueco, y un modo de ganarse la vida, gracias a la puesta en pie de proyectos de dudoso gusto que se beneficiaban del reclamo de nombres de artistas de éxito. En 2006 creó la iniciativa Art Below, que utilizaba los espacios publicitarios de las estaciones de metro (primero de Londres y después de otras ciudades, como Tokyo o Los Ángeles) para exponer obra de creadores como Banksy o Matt Collishaw, junto a otros mucho menos conocidos. Dos años después empezó a solicitar a distintos artistas que intervinieran el icónico casco blanco de los soldados imperiales de Star Wars y cedieran para fines benéficos los beneficios de las ventas. Estrellas como Damien Hirst, Joana Vasconcelos y Anish Kapoor, entre muchos otros, participaron en el proyecto Art Wars, que otorgó cierta notoriedad a Moore, si bien no generó ningún resultado plásticamente significativo. Tampoco económicamente, al menos para su perpetrador intelectual. Así que, en 2021, Moore contraatacó con un artefacto cuyo principal objetivo era convertirle en millonario. La burbuja de los NFTs, que entonces rozaba su máximo diámetro, era el medio ideal para semejante fin.
Según explica el documental, Moore realizó fotos de varios de los cascos del catálogo de Art Wars, y solicitó a otros artistas –por lo general menos populares- que realizaran nuevas imágenes digitales interviniendo el casco original, hasta que la colección superó el millar de componentes. También contactó con un grupo de expertos en inversión en criptoactivos –los popularmente denominados cripto-bros- para que le asesoraran en el proceso. El 6 de noviembre de 2021 llegó el gran día en que los NFTs se pusieron a la venta. Los resultados no pudieron ser mejores, ya que las obras se agotaron en cuestión de segundos, y la recaudación rozó los 7,5 millones de dólares. Y, lo que es más importante, a continuación se sucedieron las reventas, por precios que añadían varios ceros a los originales, y de los que Moore y sus socios obtenían el 5%. Pero entonces varios de los artistas –entre ellos Hirst, Kapoor o el fotógrafo David Bailey- denunciaron que no habían concedido permiso alguno para que se utilizaran sus intervenciones con fines lucrativos, y el gigante audiovisual Disney, que posee los derechos de explotación de la franquicia Star Wars desde que adquirió la productora Lucasfilm, hizo intervenir a sus abogados en el asunto.
Como resultado, de la noche a la mañana los NFTs perdieron todo su valor, y sus compradores exigieron explicaciones al comisario. Mientras, el grupo de cripto-bros se esfumó de la escena, y Moore aseguró que jamás llegó a conocer su identidad. El clásico “yo a usted no le conozco de nada” es una estrategia que, en los últimos tiempos, la escena artística en bloque ha aplicado con los NFTs, que no hace tanto monopolizaban todas sus conversaciones.
Por recordar un hito representativo: en julio de 2021, Damien Hirst –artista multimillonario que rara vez deja escapar una oportunidad de negocio- realizó una venta de obras de su serie The Currency, realizadas en papel, con la particularidad de que los compradores podían elegir entre recibir la obra en formato físico o bien digital como un NFT, en cuyo caso la versión física se destruía para asegurar la unicidad. 18 millones de dólares recaudó el artista británico con esta operación que después dio lugar a su propia polémica, ya que varias de las obras, supuestamente realizadas por Hirst en 2016, en realidad las ejecutaron mucho más tarde unos pintores contratados por su estudio que trabajaban en una línea de producción en cadena, según afirmaba el diario The Guardian. En aquellos días, artistas, galeristas e inversores de todo tipo se preguntaban cómo obtener su porción del abultado negocio en el que se había convertido la producción, compra y venta de NFTs, aunque hubiera quien manifestara una postura pública algo más cautelosa. En cambio, hoy en día, en la vernissage de cualquier galería de arte contemporáneo que se precie, los asistentes preferirán no mentar la bicha, como no sea para hacer un chiste, que con toda probabilidad será recibido con risas nerviosas.
Parecía lógico que el mercado del arte contemporáneo, siempre dispuesto a apreciar lo novedoso como fuente de valor económico, abrazara en sus inicios la oportunidad que suponían los NFTs. Pero en este punto conviene aclarar que los NFTs no son una tipología de arte (como puedan serlo el arte conceptual, el arte povera o el informalismo), ni una disciplina (como la pintura o el videoarte), ni tampoco una herramienta creativa (como lo son un pincel o un ordenador). Un NFT ni siquiera tiene por qué corresponderse con un activo digital, ya que, por ejemplo, se han puesto a la venta obras de arte físicas de Picasso o Warhol, previa tokenización. Nada intrínseco distingue, por tanto, una obra de arte NFT de otra que no lo es.
Un NFT (siglas de Non-Fungible Token, cupón no fungible, es decir, no intercambiable por otro de su misma categoría), es un identificador único, un sistema para certificar la propiedad sobre un activo mediante la tecnología blockchain. Por su propia naturaleza, no son sustituibles, y el sistema permite identificar a su propietario y trazar la cadena de propietarios anteriores, lo que en principio aporta un grado de seguridad a las transacciones que se realicen con ellos. No solo se aplican a las artes visuales, aunque en este campo encontraron una acogida especialmente calurosa. Mucho se ha escrito sobre las implicaciones de su auge y posterior declive, aunque rara vez con la precisión de una columna de opinión de la crítica Ángela Molina en este medio, que entre otra cosas sugería que parte de ese éxito pudo deberse a la dificultad de la mayor parte del público para entender en qué consistía realmente un NFT.
Este año, el fenómeno ha cumplido una década, ya que fue el 3 de mayo de 2014 cuando el dúo de artistas Jennifer y Kevin McCoy, junto con el emprendedor tecnológico Anil Dash, realizaron una demostración pública en el New Museum de Nueva York que incluyó la generación del primer NFT, su asignación a una obra de videoarte y la compraventa correspondiente. En 2017 Travis Uhrig, Thomas Hunt y Rhett Creighton lanzaron las Curio Cards, la primera colección de NFTs en la blockchain Ethereum, que ya se componían de imágenes bastante banales y con un limitado valor artístico, lo que después constituiría la tónica general. Las restricciones impuestas por la pandemia de la Covid-19 incentivaron el comercio digital, y con ello a los NFTs. Instituciones como el Museo de Orsay, la Galería Uffizi, el British Museum o el Museo de Bellas Artes de Boston han generado y mostrado o vendido NFTs a partir de sus colecciones. En octubre de 2021, el ICA –el Instituto de Arte Contemporáneo de Miami- fue el primer museo que sumó un NFT a su colección, una obra de la serie CryptoPunk, del colectivo Larva Labs, donado por uno de sus patronos. Más tarde, el MoMA de Nueva York se hizo con otro NFT, una instalación de vídeo con tecnología IA del popular artista turco-americano Refik Anadol.
A finales de 2021, la prestigiosa revista especializada ArtReview puso los NFTs en la primera posición de su lista anual The Power 100, que identifica a las personalidades internacionales más poderosas del mundo del arte. El editorial de la revista afirmaba, no sin cierto tono épico: “Sin duda, las NFT ofrecen una alternativa a las formas en que se distribuye y circula el arte, al mismo tiempo que lo presentan a nuevas redes y nuevas audiencias. Ya que las galerías y museos comerciales luchan por entrar en este territorio emergente, se trata definitivamente de una fuerza disruptiva en el entorno artístico tradicional”. Aquella fue la cumbre y el inicio de una caída igual de vertiginosa que la ascensión: de ocupar el número 1, los NFTs pasaron al desaparecer de la lista en solo un año, y desde entonces no han vuelto a hacer acto de presencia. Ya en febrero de 2022, la casa de Sotheby’s había tenido que cancelar una subasta de CryptoPunks, a pocos minutos del inicio previsto, por la retirada del vendedor, que consideró que los ingresos iban a quedar muy lejos de los 20 o 30 millones de dólares inicialmente estimados. La comunidad de expertos en tecnología blockchain y finanzas DappGambl ha publicado un informe que concluye que el 95% de las colecciones de NFTs poseen en la actualidad un valor nulo. A todo este se suma la mencionada pérdida de valor simbólico y su caída en desgracia social.
Hay varias razones que pueden explicar la velocidad de este desplome. La más evidente es la previa rapidez de la subida: todo activo cuyo precio crece muy deprisa sufre en cierto momento un descenso igual de drástico a no ser que sea extraordinariamente sólido, lo que no es el caso. Desde luego no puede obviarse la escasa calidad artística de la mayoría de las obras, a menudo simples memes o ilustraciones digitales poco sofisticadas. El perfil de los compradores también es relevante, ya que por lo general no se trataba de auténticos coleccionistas de arte, sino de meros especuladores, lo que aporta volatilidad al entorno. Una volatilidad propia del mercado de las criptomonedas, inseparable del de los NFTs. Asimismo, a medida que iban dejándose atrás los paradigmas del mundo pandémico, se ha enfriado el interés por las inversiones en activos digitales. Y también se ha cuestionado la tecnología subyacente por su elevado impacto medioambiental. Sin embargo, muchos expertos aseguran que se trata de una tecnología útil, y que los NFTs siguen constituyendo un medio viable y con futuro para certificar la unicidad y la propiedad de los activos a los que se asocian. Mientras, la inteligencia artificial parece haberles sustituido como tema de conversación privilegiado en los corrillos artísticos.
Un último apunte: tras la cancelación de la subasta de NFTs que Sotheby’s iba a realizar en 2022, los organizadores animaron a los inversores frustrados y al resto del público asistente a asistir a la fiesta posterior, que sí tuvo lugar, y en la que se bailó al ritmo de un DJ, como si todo hubiera ido sobre ruedas. Cada cual puede atribuir a este hecho el valor metafórico que considere oportuno.
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