Marlene Dietrich, flores muertas y la edad dorada de las revistas: nada escapaba al foco de Irving Penn
La monumental exposición ‘Irving Penn: Centennial’ se inaugura este mes en la Fundación MOP de A Coruña con 200 fotografías que abarcan las seis décadas de su carrera
La foto que ilustra este artículo es una flor muerta, pero no es así como uno describiría esa suntuosa imagen de tallo verde y pétalos rojos y negros a punto de caerse: en manos del fotógrafo estadounidense Irving Penn (1917-2009), la naturaleza muerta se convertía en cualquier cosa menos una colección de cadáveres.
Retrato, moda, publicidad, desnudo, bodegón, fotografía de viajes. Penn lo hizo todo y, durante las seis décadas que duró su carrera, prácticamente refundó cada disciplina. La mayor y mejor prueba de ello se pudo ver en 2017, en la monumental exposición Irving Penn: Centennial del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Hasta ahora, de aquello solo quedaba el catálogo, también monumental, pero el 23 de noviembre las casi 200 imágenes de aquella muestra volverán a estar a disposición del público en el Centro MOP: el espacio coruñés de la Fundación Marta Ortega Pérez dedicado a la fotografía de moda.
“El virtuosismo de Irving Penn está fuera de lo común”, escribió Thomas P. Campbell, director del Met, en la introducción del catálogo que ahora se reedita. Sus antecesores ya lo consideraban un artista de pleno derecho: la primera exposición individual de Penn en este museo ocurrió en 1977. Formado como diseñador gráfico junto al legendario director de arte de Alexey Brodovitch, fue fichado a los pocos años por otro director de arte mítico, Alexander Liberman, recién aterrizado en Vogue. Liberman lo contrató como diseñador, pero le animó a hacer fotografía; la cabecera publicó en portada su primera imagen en color, un bodegón, en 1943.
Desde este momento se suceden series merecedoras, cada una, de su propia exposición: los retratos “existenciales” (Dalí, Le Corbusier, Hitchcock, O’Keeffe, Capote); los desnudos femeninos en blanco y negro y sin rostro, capturados en ángulos y contorsiones casi barrocas; los retratos de la población local de Cuzco y de trabajadores de Londres con sus herramientas y uniformes; aquellos bodegones donde integraba la huella humana —un cigarro a medias, la marca del carmín—, y por supuesto esas imágenes publicitarias sobrenaturalmente perfectas, casi clínicas (Clinique fue uno de sus grandes clientes, perdonen el juego) pero a la vez muy vivas. En 1961, Penn se quejaba de que su trabajo comercial era “muy pulido y no muy atractivo”, aunque al tiempo admitía que tenía un “poder creativo” que lo hacía evolucionar. Sería imposible decir algo parecido de la fotografía de las actuales campañas de coches, por poner un ejemplo.
Y luego está la moda. Penn no solo vivió y fotografió la explosión de la alta costura en el París de 1950 sino que se casó con Lisa Fonssagrives, su más querida top model (y, a la sazón, la mejor pagada). El estadounidense se deshizo de los frufrús románticos y las lujosas localizaciones de la fotografía de moda de preguerra para aplicar a las prendas el mismo tratamiento que le dispensaba a una flor moribunda, a tres colillas mojadas o a Marlene Dietrich: un fondo neutro. Los títulos de sus fotos eran escuetos, como de estudio científico: Gran manga o Vestido de Balenciaga color chocolate (los pliegues y volúmenes del costurero español eran sus favoritos). Pero su fotografía no solo era gráfica o escultórica: el perfil de la modelo Mary Jane Russell quitándose una hebra de tabaco de la punta de la lengua (1951) o la imagen un poco desenfocada de Jean Patchett con la barbilla sobre la nariz de un modelo que parece ser su pareja (1949) captan momentos más difíciles de retratar que una manga jamón.
Irving Penn tenía voluntad de captar la belleza, pero con lo que alguien ha descrito como “distancia crítica”. A este respecto, el crítico Hilton Als escribió en 2017 que Irving Penn parecía darle un poso de gravedad a asuntos que, a priori, carecían de ella. También que hay partes de su trabajo, como los proyectos etnográficos, que delatan la cara oscura del sistema: en su momento, el ojo de Penn era la casi la única manera de ver personas racializadas en una revista de moda. El reinado de Penn coincide con la edad de oro de las revistas, ese medio siglo en el que la página impresa ostentó una influencia cultural, una relevancia entre el publico y unos ingresos (y unos presupuestos) que, casualmente, se desplomaron nada más morir el fotógrafo. Ocurrió en 2009, a los 92 años. Todavía publicaba en Vogue.
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