41 ciudades, 96 camas y mi cepillo de dientes: todo lo que descubrí al abandonar mi casa para vivir de hotel en hotel
Ya lo habían hecho antes Oscar Wilde o Agatha Christie. Y el autor de este texto se decidió tras una ruptura sentimental que creyó que se amortiguaría con la emoción de alternar entre varios países y habitaciones. Acertó solo a medias.
Hace más o menos tres años abandoné la búsqueda de un piso de alquiler en Madrid y me fui a vivir de hoteles. Todavía no he decidido si fue una buena idea, pero creo que al menos ahora entiendo mejor qué tiene de particular esta especie de vida vicaria a la que, viéndose en apuros, se dieron también algunos de mis escritores preferidos. Por ejemplo Oscar Wilde, que después de tres años de exilio en los hoteles de Francia e Italia murió peleado con el feo papel pintado de su pensión de París (hoy un hotel de lujo). O Agatha Christie, que tras descubrir que su marido la engañaba con otra mujer se escondió en el Old Swan Hotel de Harrogate durante los 11 días en que los detectives de Scotland Yard, 15.000 voluntarios, el coronel Christie, varios aviones y una médium a la que Arthur Conan Doyle entregó uno de sus guantes estuvieron buscándola por todas partes.
En mi caso, el detonante de mis años de hotel fue la mezcla explosiva entre una ruptura sentimental, la dificultad de encontrar otro piso en la capital y la posibilidad que tengo de ganarme la vida desde cualquier parte donde pueda conectarme a internet.
¿Por qué demonios darle todo mi dinero a un casero de Lavapiés que escatimará cada céntimo cuando se me estropee el frigorífico en vez de al conserje de un hotel de Palermo que me da los buenos días y me llama señor al verme? Convencido por este tipo de ocurrencias, en septiembre de 2018 aterricé en Siracusa (Sicilia) para hospedarme en uno de esos hoteles con angelotes pintados en el techo de la sala del desayuno. Fue la primera parada de mi grand tour, ese viaje que los jóvenes de la Ilustración emprendían durante varios meses o incluso años para completar su formación, y que, más que para aprender a emitir un juicio consumado acerca de una pintura de Tintoretto, a veces creo que yo simplemente realicé para tener una manera ordenada con la que concatenar mis estancias en hoteles. Recientemente hice números: en los últimos tres años, he dormido en 96 camas de hotel.
Ya sé que despachar con unas cuantas reservas hoteleras dado el problema que sufre mi generación para acceder a una vivienda suena bastante chiflado. Lo es, y así me lo advirtieron varios amigos que saben que no soy ningún millonario cuando al hablarles por primera vez de mi grand tour lo compararon con un chusco truco de escapismo. Sin embargo, ahora estoy convencido de que en muchos aspectos la vida de hotel es más auténtica que la doméstica. Para alguien que ha sufrido una decepción tan grande como la de Agatha Christie y ya no se fía de la palabra hogar, diría que incluso es recomendable.
Pienso en la casa que compartí con mi ex: nos mintió haciéndonos creer que duraría para siempre, y así fuimos llenándola de cosas. Los hoteles no me han engañado nunca, ni le engañan tampoco a nadie.
Por muy a gusto que estuviera en aquel primer hotel del sur de Sicilia, nada en mi habitación me urgió a llenarla de plantas y jarroncitos, y no encontré en ella más espacio vacío que el necesario para colocar mi ropa, mi neceser, y el libro que estaba leyendo, cosas todas estas que se transportan fácilmente de aquí para allá y que no le atornillan sentimentalmente a uno a ningún sitio concreto. El último día, cogí mi maleta y me marché. El conserje no armó un escándalo cuando al despedirme de él le devolví la llave, ni monté yo una escena al ver que luego se la entregaba a un italiano con mejor planta que yo.
Las propias habitaciones de hotel saben todo esto y tampoco se dejan engañar por unos huéspedes que acabarán abandonándolas más pronto que tarde. Todas tienen algo gatuno que no se deja domesticar.
Si por ejemplo cambio de sitio una mesita de noche que me estorba, al día siguiente regreso de la visita al museo tal y me encuentro con que ha vuelto obstinadamente a su sitio. La habitación tampoco tolera mi desorden, ni permite que mis gustos o manías influyan en ella. Escondo en el armario el horrible cuadro que cuelga encima de la cama y a mi habitación se la trae al pairo esta crítica artística, porque lo vuelve a colocar allí en cuanto se le presenta una oportunidad. Finalmente, llega el momento de la partida y dejo la habitación. El cisne de toallas que desarmé el primer día resurge entonces para dar la bienvenida al siguiente huésped y el vaso de agua del baño vuelve a enfundarse su trajecito de plástico para estar presentable al recibir su cepillo de dientes. ¿Acaso se fiaría de una manera de proceder distinta alguien al que acaban de romper el corazón?
Por supuesto, los hoteles prefieren venderse como lugares de evasión antes que como una especie de spa para almas en suplicio. Tal vez lo sean realmente cuando solo se pasa en ellos el fin de semana o el puente de la Constitución. Sin embargo, al vivir de hotel en hotel no se escapa de la realidad. De hecho, creo que de ninguna otra manera se experimenta más intensamente el gran torbellino del mundo que yendo de hotel en hotel, y no me refiero solo a esa idea ya manida de que todo hotel es como un Babel en miniatura donde a uno le despiertan los gritos de un matrimonio danés una noche y los ronquidos de un suizo a la siguiente.
¿Quién dijo, por ejemplo, aquello tan bonito de que la historia no es más que el sonido de unas zapatillas de seda bajando las escaleras mientras unas botas claveteadas con tachuelas y manchadas de barro las suben estruendosamente? Pues esta verdad que Luis XVI no supo hasta que ya era demasiado tarde yo la aprendí en menos de 12 la única vez que conseguí hospedarme en un hotel bueno de Venecia.
Fue aquella semana de octubre de 2018 en la que el acqua alta inundó tres cuartas partes de la ciudad.
Al ver que a la gente le llegaba el agua por los tobillos, salí del café donde estaba escribiendo y regresé a mi hotel, primero empapado hasta esa misma altura de la pierna, luego hasta debajo de las rodillas, y después hasta la mitad de los muslos.
Mi hotelito con vistas al Gran Canal también estaba inundado. Desde el otro lado de esa persiana metálica con la que los negocios venecianos protegen sus locales del acqua alta pedí a gritos mi maleta y cancelé el resto de mi estancia. Luego me marché con 20 kilos de equipaje sobre la cabeza y el iPhone entre los dientes a la estación de Santa Lucía. Allí me monté en el primer tren que pude. Se dirigía a Milán.
Durante el trayecto me dediqué a buscar un hotel en el que pasar la noche. Recuerdo que todos estaban carísimos (creo que era la víspera del Día de Todos los Santos) y que tardé tanto en decidirme por uno que me gustase y no desbarajustara mi presupuesto que al final se me acabó la batería del móvil, así que al llegar a Milán no me quedó otra que presentarme directamente en el primer hotel que no parecía demasiado caro. Quizás me pasé un poco al asegurarme esto último, y aquí viene la lección de vida que recibí aquella noche de otoño: había empezado el día despertándome en una habitación con cortinas de seda y lo acabé acostado en una cama con quemaduras de cigarrillo en la colcha, en un cuartucho apestado por el olor a humedad de mis pantalones pringados de la laguna de Venecia.
Algo similar me ha ocurrido muchas veces en las que, al tratar de prolongar una estancia en un hotel, coincidía que ese día se celebraba en la ciudad un partido de fútbol o un congreso de médicos, físicos, etcétera y los precios se habían puesto por las nubes. Tenía entonces que irme a otro destino más asequible, como si mis acciones de bolsa se hubiesen desplomado. Otros días ocurría lo contrario: llegaba fuera de temporada a una ciudad cara como Biarritz y me convertía en El Gran Gatsby. La vida de hotel me ha acostumbrado así a los golpes de suerte. A tener que despedirme de todas partes. A que el viejo ascensor de madera al que he cogido cariño quizás no vuelva a llevarme a la cama nunca más.
Yendo de hotel en hotel, ocurre además un fenómeno muy beneficioso para quien sufre una pena muy grande.
Antes de llevar esta vida errabunda, yo creía como casi todo el mundo que las novedades y la diversión aceleran las horas, mientras que la monotonía y el aburrimiento las ralentizan. Es una idea que, ahora que lo pienso, se le mete a uno en la cabeza cuando al volver a casa de vacaciones le da la impresión de que se ha ausentado solo dos segundos, y que durante su viaje el tiempo ha pasado volando. Sin embargo, ahora sé que cuando esas novedades se suceden continuamente y no quedan interrumpidas por una vuelta al hogar, ocurre exactamente lo contrario: el tiempo se espesa y un año con muchos cambios nos parece que ha durado el doble que uno monótono. Por lo tanto, al despertar cada vez en un sitio distinto ese espacio de tiempo que todos los expertos recomiendan poner de por medio con aquello que nos hace daño va ensanchándose, y creo que si Agatha Christie se montó en el Orient Express poco después de firmar su divorcio no fue solamente porque Bagdag estuviera muy lejos del coronel Christie, sino porque con cada semana de viaje ganó dos de olvido.
En febrero de 2020, estaba siguiendo los pasos de Lord Byron y otros viajeros por España y Portugal cuando la peor gripe que me he agarrado nunca me dejó clavado en la cama de un hotel de Lisboa durante casi una semana. Reconozco que esos días de fiebre eché de menos tener una cocina a mano, porque fue bastante penoso tener que arrastrarme por las empinadas calles de la ciudad para ir a comprar plátanos y yogures sin azúcar. Unas semanas después, comenzó el confinamiento. Mi gran viaje por Europa se convirtió en una estancia de varios meses en casa de mis padres, triste destino para cualquiera que se haya ido de aventuras. “Es que soy imbécil. En cuanto se pueda, me vuelvo a Madrid a buscar piso”, pensé muchas noches acostado en la camita de 90 que aguantó mi adolescencia. No obstante, ahora que están a punto de vacunarme, me parece que pasaré un tiempo más de hoteles. Después de tantos meses sospechando de todo el mundo y temiendo cada estornudo ajeno, merecerá la pena regresar a esas familias de extraños.
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