Ventajas e inconvenientes de ser el malo de ‘Al salir de Clase’ (y bisnieto de Enrique Jardiel Poncela)
Puede que su nombre no le suene, pero que su rostro le resulte familiar. Darío Paso lleva 30 años trabajando en películas y series que ya son parte del panorama sentimental de varias generaciones
Puede que le recuerde como el malvado Bolo de La Banda Del Bate que, junto a un Dani Martín pre-El Canto Del Loco, atormentaba a los protagonistas de Al salir de clase. O le identifique como uno de los esbirros reclutados por Torrente en la primera película de la saga. Tal vez para usted sea Fonti, el fontanero que se hace amigo de la familia en Ana y los siete, el Chemita de ¡Ala... Dina!, el dependiente del supermercado en Tapas, o el Josito de La que se avecina. O puede que su rostro le sea familiar aunque no sepa identificar exactamente en dónde le ha visto, porque Darío Paso lleva treinta años trabajando en películas icónicas, series que forman parte del panorama sentimental de varias generaciones y premiadas obras de teatro. También ha dirigido cortos y videoclips, y está intentando sacar adelante su primer largo. Junto a sus papeles más recordados hay muchísimos otros que no han llegado a ser vistos por el gran público, imprescindibles en una carrera tan prolífica como la suya. “No me importaría quedarme en el eterno secundario bien reconocido, que se me recuerde como qué buen actor o director era este tío, y ya está”, cuenta a Icon.
Darío sabe que es uno más de todos esos nombres que rara vez alcanzan el estatus de estrellas. Por cada intérprete famoso que puede decidir sus proyectos, firma contratos publicitarios y aparece de forma constante en prensa, hay decenas que se quedan por el camino y unos cuantos afortunados como él, profesionales que trabajan de forma constante pero a los que los medios rara vez hacen caso. “Tengo una deuda moral y ética con muchos compañeros y compañeras que no son conocidos, no se les ha dado la oportunidad o no han tenido la suerte de conseguir proyección”, afirma. “Como director, querría saltarme las normas de contratar actores jóvenes, guapos, con cuerpos perfectos, e irme al otro lado. Tengo un guion totalmente interpretado por mujeres que además superan la cuarentena, porque en nuestra profesión, si eres mujer, no cumples el canon de belleza y encima tienes cierta edad, no existes”.
Lo afirma con propiedad, porque desde que debutó en 1994 en la serie Los ladrones van a la oficina no ha parado de trabajar. “El único autógrafo que he pedido en mi vida fue, de niño, a José Luis López Vázquez”, nos explica. “Solo estuve un capítulo, coincidí con él durante la comida, le pedí el autógrafo y él me lo dio encantado y superfeliz. Con los otros [entre la plana mayor del cine español que desfilaba por la serie estaban Fernando Fernán Gómez o Manuel Alexandre] no rodé, pero unos días antes fui para hacer pruebas de vestuario y pude verles grabar. Era envidiable la facilidad con la que se lo tomaban todo. Soy un actor muy nervioso. Cada vez que empiezo un proyecto nuevo es como si arrancase de cero. Ellos estaban allí con tanta calma, no sentían presión, tan profesionales… No hacían lo que querían, respetaban mucho el guion y lo que les pedía el director, pero se lo tomaban con muchísima ligereza. Amigos de mis padres que no eran grandes figuras afrontaban igual la interpretación, como quitándole importancia. Después de todo, no es una operación a corazón abierto. Es algo que con los años no he conseguido aprender”.
Si Darío habla con naturalidad de amigos actores de sus padres es porque él desciende de la clásica saga profesional que da sentido a la expresión “la gran familia del espectáculo español”. Su bisabuelo era el escritor, cómico y guionista Enrique Jardiel Poncela. Su abuelo, Alfonso Paso, exitoso autor teatral al que tampoco llegó a conocer. “Nunca he tenido la suerte de trabajar con un texto de Jardiel. Me apasionaría, porque además ese humor en mi casa lo hemos mamado todos”, nos explica. “Y aún me encantaría más dirigir una de sus obras, tal vez adaptar alguno de sus pocos textos narrativos, o Angelina o el honor de un brigadier, tan divertida, muy crítica, con mucha mala baba. Era un personaje muy conservador, muy controvertido, tenía facetas que yo no comparto y que hoy podrían rechinar, como su misoginia, pero es muy actual. Casi siempre, los que me hablaban de Jardiel eran gente madura, aunque de unos años para aquí muchísima gente joven me dice que lo ha descubierto, que se ha reído muchísimo con él y han alucinado con lo moderno que es. En mi familia hay un buen recuerdo de él, pero sobre todo sabemos diferenciar a la persona del autor y sentimos muchísima admiración por su obra literaria. La de Alfonso Paso también, aunque no fue tan innovadora ni de una calidad tan grande como la Jardiel. Quizás si yo fuera autor teatral me pesaría que me compararan con ellos o con la herencia que dejaron. En general, estar relacionado con ellos ha pasado totalmente desapercibido o la gente ha mostrado curiosidad, nada más. Luego, a nivel popular, hay muchos que no tienen ni la más remota idea de quiénes son. Y vamos, ¡ningún problema!”, ríe.
Hijo y sobrino de actores –sus padres son César Sánchez y Rocío Paso Jardiel-, Darío ha sido sin embargo el único de sus cuatro hermanos que ha continuado en una profesión que no identifica como nada glamourosa. “Mi familia, más allá de mis abuelos y las generaciones hacia atrás, ha sido una familia muy precaria, de obreros del teatro. Vengo de una casa de clase trabajadora, muy humilde. Tenía muy claro que este es un trabajo muy complicado con muchos altibajos. Un día puedes estar haciendo cuatro cosas a la vez, teatro, una película, una serie y doblaje, y al día siguiente no estar haciendo absolutamente nada, desesperado, y que eso se prolongue mucho tiempo”.
“A muchos compañeros les ha pasado lo de pegar un enorme pelotazo, no parar de trabajar durante cinco años y de pronto desaparecer. Es una experiencia muy dura”, continúa. “Además, se ha proyectado una imagen del trabajo artístico como si fuera algo muy fácil, y no es así, es una profesión que requiere muchas tablas, experiencia, formación, y hay un punto de suerte que influye mucho. Ahora, por desgracia, hay otro factor que se valora mucho: cuánta gente te sigue en redes sociales y si tienes relevancia a la hora de vender un producto. El problema de todas las artes, sobre todo cuando no están apoyadas desde las administraciones, es que acaben convirtiéndose exclusivamente en productos mercantiles. Yo creo mucho en el arte en sí mismo, como un elemento esencial para el crecimiento intelectual y espiritual del ser humano, igual soy un poco ingenuo en este sentido. Entiendo que tenga que haber productos, pero lo que no puede ser es que la mentalidad comercial sea el modus operandi de toda la industria. Además, con otras ramas artísticas no ocurre: si no eres una buena directora de fotografía, por muchos seguidores que tengas en Instagram, no te van a coger. Algunos actores y actrices se han convertido en caras, como quien hace publicidad. Eximo de total responsabilidad a esos compañeros, por supuesto, culpo a lo que pide el sistema”.
Desde luego, la progresión de su carrera no obedeció a ningún golpe de marketing o azar publicitario. En 1998, después de pequeños papeles en series como Querido maestro, Pepa y Pepe o A las once en casa, Darío hizo el casting para dos películas que obtendrían éxitos a niveles muy distintos. Le cogieron en ambas. Eran Mensaka y Torrente. “Yo tenía 18 o 19 años, estaba en un momento en el que tenía mis dudas sobre si seguir con esto o no, si valía… Ese año fue decisivo para saber que quería continuar. Me dio visibilidad y aprendí muchas lecciones, tanto vitales como profesionales. Mensaka me cambió. Salvador García Ruiz, un director excepcional, me ayudó a renovar mis ilusiones”. Además de García Ruiz, que en los últimos años se ha centrado en dirigir series de televisión como La señora, Gran reserva o Isabel, Darío menciona como referente al director Jesús Ponce, con el que rodó Déjate caer o la tv movie Diamantino.
“El fenómeno de Torrente fue el primer golpe de popularidad masiva, aunque lo viví como algo raro, porque incluso en los noventa, cuando mucho público acudía a ver cine español, no tenía la relevancia que tenía la tele. Era lo que de verdad te ponía en órbita de forma, a veces, insólita. En la época en la que estaba haciendo Al salir de clase rodaba también una película llamada Aunque tú no lo sepas. Estábamos en plena toma, en la calle, cuando se acercó una señora y me dio un bolsazo porque había dejado paralítico a Rodolfo Sancho”.
“Con todo, el papel por el que más me ha reconocido la gente por la calle fue el Fonti de Ana y los siete. Era un papel bastante relevante que además le caía bien a mucha gente porque era un personaje de barrio. La serie estuvo muchos años en emisión. Entonces existía muchísima menos competencia. Me he encontrado con situaciones rocambolescas, como estar en urgencias en un hospital y de repente acercarse otro paciente y empezar a decirme: “Tú eres de la tele, ¿no?”. Yo doblado del dolor murmurando: “Igual no es el mejor momento…”. Dejé de hacer cosas básicas como ir en metro o comprar en el súper. Luego me di cuenta de que eso era una chorrada como un piano. Cuanto más cercano y normal te ven, menos te mitifican, y eso es bueno. Siempre recuerdo una vez en la que iba por la Gran Vía de Madrid en la época en la que Milos Forman estaba rodando Los fantasmas de Goya, y me encontré caminando por la calle a Gael García Bernal y Natalie Portman. Sin gafas de sol, sin gorras, con total normalidad. Me quedo con eso, sin compararme con ellos, por supuesto, pero si dos personas de Hollywood hacen esto por la Gran Vía, ¿cómo no vamos a poder hacerlo nosotros? También entiendo a los compañeros a los que les persiguen los paparazzi, que tienen que llevar otra vida”.
“Además, lo peligroso de este tipo de fama es que, cuando dejas de salir en la tele, es como si desaparecieras. Tú puedes estar haciendo ocho películas o dos obras de teatro, pero si no sales en la tele, la gente te dice: ‘Ya no haces nada, ¿no?’. Yo mismo me he encontrado justificándome ante una persona a la que ni conocía: ‘Pero acabo de hacer esto en cine, estoy en el teatro, dentro de dos meses voy a hacer tal cosa…’, contándole mi currículum. Y piensas: ‘¿Soy idiota o qué?’ Si no lo tienes muy asimilado te puede llegar a hacer mucho daño. Al final, en mi familia me dejaron muy claro que no había que perseguir la fama ni ese concepto de éxito tan equivocado que tenemos. Lo más bonito en cualquier trabajo artístico es llegar al final de tu vida y poder decir: ‘He comido de esto’. Aguantar hasta el final, ese es el éxito”.
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