Transfuguismo, mociones de censura, insultos. El bucle vicioso de la política española no tiene fin
Los ciudadanos asisten a un espectáculo político bronco y desconcertante que en las últimas dos semanas ha alcanzado nuevas cotas. Mientras avanzan la crisis humana y la económica, el desencanto corre el peligro de calar. ¿Adónde nos puede conducir esta deriva?
Cada época tiene las crisis que se merece. Del catastrófico recorrido de nuestro joven siglo se puede deducir que esta es una época que parece llamarnos desde la otra orilla del abismo, si no fuera porque somos la generación más saludable, rica y longeva de la historia. Saludables, ricos y longevos, pero también cada vez más asustados: en 2008 los excesos del capitalismo nos trajeron una de esas crisis que se dan una vez en un siglo, y 2020 nos dejó una de esas pandemias que se dan, de nuevo, una vez en cada siglo, aunque entre siglo y siglo hayan pasado apenas 10 años. Las heridas económicas están a simple vista; las políticas son más borrosas, pero no menos profundas: una de las leyes de los últimos 2.000 años es que todo terremoto socioeconómico de gran calibre acabará teniendo su correlato en forma de crisis democrática. Entre la niebla hace un tiempo que viene sacando la cabeza la madre de todas las crisis, un malestar que resquebraja la escurridiza relación entre gobernante y gobernado. Hay una mezcla de desencanto y desafección entre la ciudadanía. Y hay una clase política tronante, que protagoniza una especie de sainete trágico de espaldas a las preocupaciones de la gente, con sobredosis de mociones de censura y elecciones a destiempo e insultos en sede parlamentaria y Tonis Cantó saltando de un partido a otro, y un puñado de partidos sometidos a hiperliderazgos y a luchas intestinas que los dejan completamente fuera de foco en el peor momento, en plena pandemia, en plena crisis, cuando más necesaria es la política.
Malestar, desencanto, desapego, desafección, polarización, cortoplacismo y crispación son las declinaciones de ese estado de ánimo que deja en las playas de la política un oleaje bravío y multiforme: ese léxico aparece machaconamente en las 15 conversaciones mantenidas para elaborar esta crónica. El historiador José Álvarez Junco habla simple y llanamente de “cabreo”. “Desde hace un tiempo tengo un cabreo tremendo con los políticos de este país. Es lógico, son un subproducto de esta época cabreadísima”, sostiene. Algo así sucede en medio mundo, pero el caso de España es espectacular: desde hace años, políticos y política aparecen regularmente entre los tres primeros problemas percibidos por los españoles, exactamente en el lugar que hace años ocupaban el terrorismo o la droga. Los partidos son, con mucha diferencia, la institución peor valorada. “El despelote político español”, según lo definía el escritor Mario Vargas Llosa en una tribuna reciente, “nos obsequia a diario con mucho ruido y poquísimas nueces”.
La Gran Reclusión ha acrecentado el desánimo que apenas habíamos logrado olvidar de la Gran Recesión. De la indignación de hace un lustro pasamos a la perplejidad: “La relación ciudadanos-políticos se ha convertido en una especie de caja negra de la democracia”, según el filósofo Daniel Innerarity. Lo que sigue, un diagnóstico del problema con un puñado de politólogos, trata de buscar también explicaciones con un grupo de científicos sociales relativamente alejados del mar de los sargazos de la política.
Diagnóstico politológico
“Hay en la política española una tendencia que viene de lejos, una onda larga: una combinación tóxica de corrupción, ineficacia por la dificultad para llegar a acuerdos en asuntos clave y transfuguismo”, analiza el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca. Y hay, opina, una onda corta que viene de la Gran Recesión, del 15-M (del que se van a cumplir 10 años) y de la ruptura del bipartidismo: “la entrada de nuevos partidos ha fragmentado el espectro político, ha agudizado la polarización, aboca a continuos episodios de inestabilidad y está aderezada con una sobredosis de relato, de storytelling [narración de historias] y tacticismo”. Desde 2015, año de la irrupción de Ciudadanos y Podemos, se acumulaban años sin presupuestos, continuas elecciones y dificultades para renovar las instituciones: en parte porque el bloque de la derecha se acercaba a un divorcio con lanzamiento de platos a la cabeza, y en parte porque el de izquierdas no era capaz de aliñar una mayoría alternativa. Hasta la moción de censura de 2018, el PSOE dudaba entre la gran coalición, el sueño húmedo del ala socioliberal, las grandes empresas y alguna institución europea, y una mayoría de izquierdas apoyada por los nacionalistas. “Pedro Sánchez se decantó finalmente por el bloque izquierdas-nacionalistas, a regañadientes por las obvias dificultades que después se han confirmado. Es un equilibrio inestable: hay sacudidas incluso con el Presupuesto aprobado. Cada vez que Sánchez tiene la tentación de arrimarse a Ciudadanos, como hemos visto en Murcia, vuelve el lío en la izquierda, con la abrupta salida de Pablo Iglesias del Consejo de Ministros, y en la derecha, con esa larga lucha por la hegemonía”, añade Sánchez-Cuenca.
El interés por la política se desató a mediados de la pasada década y coincidió con la irrupción de nuevas formaciones. Pero el supuesto espíritu renovador no termina de funcionar: el regeneracionismo de Ciudadanos va camino de desintegrarse y Podemos empieza a asumir que le cuesta ir más allá de su papel como socio minoritario del PSOE. Vox es otro cantar: es capaz de recoger parte del malestar estancado con frases del tipo “los políticos son el problema”. Ese desengaño con la nueva política es otro ingrediente de la desafección, en sí “un síndrome viejísimo”, explica el politólogo Pablo Simón, que se produce cuando hay altos niveles de apoyo a la democracia, un bajo interés por la política y una mala opinión sobre los partidos. España es uno de los países de Europa Occidental con más desconfianza hacia las formaciones políticas, lo que acrecienta la sensación de naufragio: “Nos encontramos con una larguísima pandemia, un prolongado estado de alarma, una crisis económica larvada, una visible fatiga acompañada de lógica frustración… y una clase política que parece vivir de espaldas a esa realidad, ocupada en maniobras para ganar el poder o retenerlo pensando en las siguientes elecciones, la supervivencia de partidos o liderazgos particulares y el control de las narrativas”, enumera el profesor de Políticas Manuel Arias Maldonado. Un banco de ira parece acumularse a la espera de encontrar gestor. ¿Corresponderá esta vez ese papel a la derecha, en particular a la contestataria representada por Vox? ¿Lo asumirá un Podemos que se revuelva contra la socialdemocracia? ¿O la angustia de jóvenes y autónomos dará lugar a una réplica del 15-M? “Es una disyuntiva interesante: esta es una crisis exógena y no endógena, como la de 2008, y puede que el rebote económico diluya el malestar o al menos limite significativamente el número de quienes lo sienten y quieren expresarlo”, apunta Arias Maldonado. Pero el 15-M no puede repetirse, opina, porque ya ha sucedido y fracasado; igual, por cierto, que el procés. Así que no cree que ahora pueda nacer una nueva fe regeneracionista en España. “Quizá esto sea lo peligroso, porque la deriva psicopolítica puede entonces estar marcada por el nihilismo o la agresividad. Ahora bien, me parece más probable que continúe por el camino de una lenta decadencia”, cierra.
Sociología
La política española es un montón de remiendos de varios colores mal cosidos. Últimamente hay aún más remiendos y de más colores: en 2012, Belén Barreiro, expresidenta del CIS, predijo que la fractura derecha-izquierda estaba dando paso a un conflicto político entre ciudadanía y élites; poco después llegó el 15-M y el amanecer de Ciudadanos, Podemos y, en última instancia, de Vox. Barreiro cree que parte del problema es que esos nuevos partidos no han cumplido las expectativas de regeneración. E identifica tres grandes problemas: crispación (en forma de fenomenal bronca política), polarización (con partidos cada vez más alejados: ni siquiera la pandemia consigue mover votos en las encuestas porque los bloques son cada vez más rígidos) y desafección. “Crispación y polarización son responsabilidad directa de los partidos; la desafección es un achaque más complejo, fruto de la sucesión de crisis, la desigualdad, los efectos secundarios de la globalización, el miedo a la robotización. Lo peligroso es que confluyen las tres cosas en un momento de deterioro de las instituciones: la crisis de la Monarquía, el conflicto territorial no resuelto, el camino preocupante que está tomando el debate sobre la libertad de expresión o las dificultades para renovar órganos como el Poder Judicial o el Constitucional. Los estallidos de la ciudadanía son impredecibles, pero las señales de alerta se acumulan”.
Economía
“La política es como la cúpula del panteón romano: de la sociedad sale un malestar difuso, que reverbera en la cúpula política y nos llega amplificado, con un ruido ensordecedor”, comenta Antón Costas, maestro de economistas, divulgador y flamante presidente del Consejo Económico y Social. Ve un enorme cabreo entre los perdedores de estos 10 años de crisis, y malestar entre quienes temen perder estatus porque le ven las orejas al lobo. “De repente se cruza la pandemia y, con decenas de miles de muertos, la política se mete en líos y no deja de escupir bilis. Cuidado con las reverberaciones: los más pobres suelen hacer rebeliones, pero cuando el ruido se instala en las clases medias, el peligro es esa palabra en desuso llamada revolución”, advierte. Su receta es rehacer el contrato social. “Es imprescindible un cambio en la distribución de rentas —llevamos décadas con los beneficios aumentando su parte del pastel en detrimento de los salarios— para evitar sociedades aún más alteradas y políticas aún más ruidosas. Lo estamos viendo en los EE UU de Joe Biden, que va a inyectar casi dos billones de dólares en la economía, va a dar más capacidad de asociación a los trabajadores y promete romper oligopolios tecnológicos. A ver qué es capaz de hacer Europa”. Andreu Mas-Colell, exconsejero de la Generalitat y economista formado en las grandes universidades de EE UU, apunta que la democracia, como el capitalismo, “acumula problemas porque ha cerrado todas sus crisis recientes en falso”. Y no conviene volver a equivocarse, subraya: vienen años difíciles como para jugársela con esta mezcla de ruido, polarización y desencanto.
Filosofía e historia
El filósofo Gregorio Luri arquea metafóricamente una ceja ante la supuesta excepcionalidad española. “La política no es una balsa de aceite, pero tampoco lo es más al norte. Ni siquiera me parece que la situación actual sea peor que la de los últimos 40 años: ese mito del espacio público como lugar de diálogo celestial es un cuento infantil. La política española tiende a vociferar, al regate corto, a la polémica: me temo que la sociedad también”. Pau Luque, ensayista y profesor de Filosofía del Derecho, apunta que venimos de años de gran efervescencia política, pero de desafección con los partidos, que alumbraron formaciones nuevas. “A la vista de que los resultados son grises, el movimiento pendular nos trae desapego con la política y cierta vuelta a los partidos tradicionales”.
Periodismo
¿El tono y el contenido de los debates en el Congreso son peores que los de otras épocas? Lucía Méndez, experimentada corresponsal política de El Mundo, ve “una deriva peligrosa” con una política “dominada por personajes como Iván Redondo, Pablo Iglesias y Miguel Ángel Rodríguez, amantes del efectismo y agarrados al cortoplacismo”, pero también en toda la sociedad. “Hace 10 años los españoles decidieron que lo que veían no les gustaba y en medio de una profunda crisis económica y territorial cambiaron los liderazgos. Esa nueva clase política tampoco ha sabido estar a la altura: los hiperliderazgos no están funcionando, y sus asesores, antes hombres de Estado, ahora son consultores electorales. Falta institucionalidad, estrategias cooperativas en un Estado autonómico al que le estamos viendo las costuras, y sobran follones”. Soledad Gallego-Díaz, exdirectora de El PAÍS, critica que estemos dando paso a una especie de democracia sin política, un contrasentido de primera magnitud: “El debate político ha desaparecido: en el Congreso se parlotea, se insulta y se agrede, pero sobre los grandes asuntos hay un vacío alarmante. La ausencia de política tiene a los ciudadanos desconcertados”. “Las instituciones han aguantado sorprendentemente bien las sucesivas sacudidas. El problema no son las instituciones: es el uso que los políticos hacen de ellas. Y lo que me preocupa es que tanta gente se mantenga al margen de esa deriva: la sociedad civil tiene que obligar a los partidos a acabar con este secuestro del debate público”.
Recetas y literatura comparada
Las democracias son resistentes como juncos: saben ingeniárselas para desafiar la ley de la gravedad cuando hay ventoleras. “Proteger la democracia exige algo más que temor e indignación: hay que empezar a exigir a los partidos respeto por las instituciones, tolerancia con los adversarios y algo parecido a la contención, a la moderación. Y pedirle a la gente que no se desentienda del debate político”, reclama el historiador Álvarez Junco. El economista Antón Costas insiste en su receta de “un renovado contrato social” pospandemia. Y el politólogo Arias Maldonado da cuatro consejos para tratar de salir del laberinto: “Mejorar las oportunidades de los jóvenes; es necesario devolver a España a la senda de la modernización, frenando la deriva peronizante de nuestro sistema político; que los políticos den un giro hacia lo sustantivo y defiendan proyectos en lugar de atacar al contrario; y los medios de comunicación tienen que abandonar el clickbait [golpe de clic] tribal”.
Más allá de las recetas, conviene hacer un poco de literatura comparada para saber si ese bucle melancólico, fatalista y vicioso en el que anda metida la política obedece al socorrido Spain is different. Sergei Guriev, economista de la Facultad de Políticas de París Science Po, recuerda las posibilidades de la ultraderechista Marine Le Pen en las elecciones francesas y afirma que el mal español es un mal muy europeo, “fruto de las cicatrices de la crisis y del ruido que generan las redes sociales, que están transformando la política en spam [correo basura]”. Charles Kupchan, exasesor de Obama, deja un último apunte desde su casa, a menos de 10 kilómetros del Capitolio de Washington, asaltado hace tres meses por partidarios de Trump: “Las incertidumbres económicas asociadas a la globalización y el malestar con la migración han erosionado el centro político en muchas democracias occidentales. Las redes sociales han empeorado las cosas. Agregue a todo eso la pandemia y tenemos algo parecido a uno de esos cócteles tóxicos. Aunque recientemente las cosas han mejorado en EE UU: el péndulo está en el lado oscuro y los Trump de este mundo difícilmente van a desaparecer, pero los péndulos van y vienen”. Hace tiempo que las democracias dan señales de desquiciamiento; y sin embargo siempre nos quedará aquello de Paul Auster en la maravillosa 4 3 2 1: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse. Pero no se acabó”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.