En realidad solo tenemos cinco amigos. La pandemia nos ha ayudado a verlo
Un estudio del psicólogo de Oxford Robin Dunbar asegura que los humanos podemos mantener, de media, solo un puñado de relaciones realmente íntimas
Priscilla Chan conoció a su marido, Mark Zuckerberg, haciendo cola para ir al lavabo en una fiesta en Harvard. Era 2003 y Zuckerberg tenía problemas en la universidad por culpa de Facemash, un programa de selección y descarte de imágenes de mujeres que, bajo la pregunta “¿Cuál está más buena?”, usaba ilegalmente las fotos del archivo universitario de las estudiantes. Años antes, el pequeño Mark había creado un sistema de mensajería instantáneo llamado Zuckernet, que avisaba a su padre cuando llegaban los pacientes a su consulta de dentista. Desde muy joven, el fundador de Facebook, rey Midas del siglo XXI, supo que la conexión entre las personas lo es todo.
Durante la pandemia, uno de los más impactantes experimentos sociales ha ocurrido delante de nuestras narices. El coronavirus nos ha obligado a cartografiar el mapa de nuestras conexiones. En este nuevo atlas refulge, como una piedra antigua, la noción de amistad. Sabemos que es muy importante, y sabemos también que es un misterio. Por ello, desde hace unos años la antropología, la sociología, la psicología y también la zoología, la biología y la neurociencia estudian el funcionamiento y el efecto de las relaciones de amistad en nuestro periplo vital. Y una y otra vez, la conclusión es que, si tenemos las mínimas necesidades cubiertas, el vigor y el número de nuestras relaciones personales son determinantes para vivir una buena vida. En este mundo perdidamente materialista, esta constatación es un tsunami científico que debería llevar a replantearnos muchas cosas.
No es fácil entender el impacto de los lazos de amistad. El sistema social de relaciones humanas es una selva de símbolos y es difícil dar con el código. Pero hay algunas pistas. En 1993 el zoólogo, antropólogo y psicólogo Robin Dunbar de la Universidad de Oxford publicó un artículo en la revista Behavioural and Brain Sciences en el que afirmaba que hay una correlación directa entre el número de neuronas neocorticales y el número de relaciones sociales que podemos gestionar. Según este argumento, basado en sus estudios de observación en primates, los humanos podemos llegar a relacionarnos de forma cercana y personal con un grupo de aproximadamente 150 individuos. Este planteamiento —algo polémico y rebatido por otros estudios como el reciente del profesor Johan Lind, de la Universidad de Estocolmo, según el cual no hay límite numérico cuando hablamos de relaciones humanas— tiene ahora una segunda parte.
En su nuevo estudio, Friends: Understanding the Power of Our Most Important Relationships (amigos: entender el poder de nuestras relaciones más importantes), Dunbar concluye que los humanos tenemos capacidad para mantener una media de cinco amistades íntimas. “Son los amigos más cercanos, pero en esta cifra pueden entrar también familiares a los que nos sentimos muy unidos. Incluso se puede dar la circunstancia de que esas cinco personas sean todos familiares”, explica el antropólogo británico por correo electrónico. La escasa cifra deriva del hecho de que crear y mantener este tipo de relaciones es muy costoso, tanto en términos de tiempo empleado —les dedicamos el 40% de nuestro tiempo social— como de mecanismos cognitivos: son relaciones que exigen constancia, atención y el manejo de información abstracta y relacional, no factual. Es un acto recíproco de entrega, dado que estos cinco magníficos son aquellos con los que contactamos más, en los que pensamos más, de los que esperamos mucho y queremos saberlo todo.
Para Dunbar, la irrupción del virus ha cambiado nuestra red de relaciones, pero no tanto como pensamos. “Algunas amistades individuales pueden desaparecer y pueden crearse otras nuevas, pero no es tanto por las burbujas y las distancias sociales, sino debido a no poder ver a alguien tan a menudo como solíamos hacerlo antes. Las amistades se mantienen estables mientras vemos a la persona con la frecuencia que necesitamos”, dice. Quizás hemos hecho nuevas amistades, pero no es probable que estas desplacen a nuestros mejores amigos. Sí podrían desplazar a los amigos de “segundo nivel”, aquellos que no están tan cerca, concluye.
“Creía que era el único”
Las amistades cambian perspectivas de vida. Los escritores C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien se hicieron amigos paseando por la Universidad de Oxford, la misma en la que trabaja Dunbar. “La amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: ‘¿Cómo? ¿Tú también? Creía que era el único”, escribió Lewis. En una noche de conversación, Tolkien convenció a Lewis de que debía confiar en su imaginación, y Lewis animó a Tolkien a dar a conocer sus relatos en el club de lectura, lo que le dio fuerza para escribir sin miedo.
La amistad es beneficiosa, incluso desde el punto de vista biológico. Un encuentro entre amigos puede modificar la presión sanguínea, la secreción de adrenalina, el sistema inmunológico y las pautas de sueño. “La amistad está asociada con todo tipo de sustancias químicas que nos hacen sentir bien en nuestro cuerpo, como la serotonina y la dopamina, que son la forma en que nuestro cerebro nos recompensa por un comportamiento que es bueno para nosotros”, explica por correo electrónico la etóloga Lauren Brent, de la Universidad de Exeter. Son relaciones de reciprocidad positivas para nuestra salud, nuestro bienestar y nuestra longevidad. Por ello duele tanto perder a alguien cercano y querido. Ahora que la pandemia no perdona, se multiplican los que viven en sus carnes las palabras del poeta Miguel Hernández dedicadas a su amigo muerto Ramón Sijé: “No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos”.
Un espejo
Pasa el tiempo, el mundo cambia, pero los lazos sociales siguen siendo nuestro espejo. También en tiempos de pandemia. Un grupo de investigadores británicos analizó a más de 6.600 personas en 114 países, y la conclusión es que aquellos que pensaban que su círculo social cercano se adhería a las pautas de distanciamiento tenían más probabilidades de hacer lo mismo. “Lo que vemos es que las personas no siguen las reglas por sentirse vulnerables o convencidas personalmente, sino que la elección se da en función de la influencia social”, argumenta vía correo electrónico Bahar Tunçgenç, investigadora de la Escuela de Psicología de la Universidad de Nottingham. Tunçgenç reconoce que le sorprendió el impacto y la fuerza de estos lazos familiares y de amistad al afrontar el virus, una pista muy importante a la hora de planificar políticas públicas sociales.
Queda claro que familia y amigos —si la relación es en positivo— nos ayudan a vivir más y mejor. Con unos y otros tenemos un compromiso social y personal, un contrato de reciprocidad firmado en tinta invisible. Por eso es complejo moverse por los meandros de las reglas no escritas de una amistad. Pero nunca hay que tirar la toalla. Como en la película Ghost World, donde el personaje de Enid (Thora Birch) quiere que su amiga Rebecca (Scarlett Johansson) vea el mundo igual que ella haciéndole escuchar la crudeza del blues del Delta, poniéndole discos como Devil Got My Woman, de Skip James. No lo consigue, pero pronuncia la frase mágica: “Pase lo que pase, sé que puedo contar contigo”.
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