Miguel Díaz-Canel, el albacea revolucionario
En manos del actual presidente de Cuba está corregir el rumbo político de la isla
Al atracón de ropa vieja con frijoles negros del almuerzo habanero siguió una abundante ingesta de ron y el descubrimiento de las claves para conciliar imperialismo yanqui, socialismo real y democracia representativa. El picadillo ideológico de aquella sobremesa entre un responsable de zona de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y el arriba firmante se desarrolló en vida de Fidel Castro con el atrevimiento y la lucidez de los achispados.
—Usted lleva un tiempito con nosotros, ¿qué opina de la revolución? —¿Yo? Pues que así no tiene futuro. —Eso creo también, pero el caballo (Fidel) reaccionará.
La representante demócrata Nancy Pelosi y sus compañeros de delegación preguntaron algo parecido a Miguel Díaz-Canel en 2015, para conocer al desconocido vicepresidente de Cuba. La elusiva respuesta definió un aspecto fundamental de su perfil: la cautela. “Nací en 1960, tras la Revolución. No soy la mejor persona para contestar sus preguntas sobre el tema”, según publicó The New York Times. Cuatro años después, Raúl Castro lo sacramentó presidente de un país jaqueado por el desabastecimiento, el descontento y la ausencia de democracia.
El hombre que convocó al combate contra una insurrección civil sin precedentes ascendió en el escalafón del Partido Comunista de Cuba (PCC) sin estridencias, hincando los codos sobre el pensamiento martiano, el antimperialismo y los manuales soviéticos de marxismo; cursó con aprovechamiento el vademécum del comunismo isleño: la crítica del capital, la dictadura del proletariado, el papel clasista del Estado, el ateísmo científico y las revisiones doctrinarias del Comandante.
Al servicio de la causa toda su vida, las elucubraciones sobre el sociólogo Max Weber, el filósofo marxista húngaro Lukács, la cultura burguesa y la amenaza yanqui jalonaron su instrucción en las escuelas del partido, cauce único en la realización de las ideas. La afabilidad y rectitud, el pelo largo, el pantalón corto, el rock, la bicicleta y el baloncesto de sus años mozos contrastaban con la grisura oficial. Díaz-Canel irradiaba tolerancia e ideas propias.
Su defensa de un club LGTBI pionero no era moco de pavo cuando todavía reverberaban los rebuznos del Primer Congreso de Educación y Cultura, cuyos delegados acuchillaron la educación y la cultura al reducir la homosexualidad a la categoría de patología social, sin derecho a participar en la escolarización de los niños ni a ostentar representación artística alguna en el extranjero. De ascendencia asturiana, Díaz-Canel acudía al club con sus hijos cuando se programaban actividades infantiles. Populista a su manera, se manifestaba austero y solidario, y visitaba a los enfermos ingresados en los hospitales asfixiados por los apagones de los noventa; también, la habitación del contrarrevolucionario Fariñas. Escuchaba mucho, hablaba lo justo y procesaba todo. Compaginaba la contención con una lealtad revolucionaria irrestricta, sin veleidades disolventes, a las órdenes del ideario de la Sierra Maestra.
Ingeniero electrónico, especialista en comunicaciones durante el servicio militar, oficial en el Colegio de Defensa Nacional, internacionalista treintañero en Nicaragua, fue secretario provincial del partido en Santa Clara y Holguín. Admitido en el Comité Central del partido en 1991, nunca se bajó del elevador que le hizo ministro de Educación Superior y le condujo hasta el Buró Político en 2003, a los 43 años, donde compartió mesa, mantel y confidencias con Fidel, Raúl, Ramiro Valdés, Machado Ventura y la vieja guardia comunista. Cubría la vacante del ex canciller Roberto Robaina, destituido por “deslealtad” y “deshonestidad”, al igual que el ex vicepresidente Carlos Lage, el exministro de Exteriores Pérez Roque, y el ideólogo del partido Carlos Aldana, que cometieron la temeridad de coquetear con el capitalismo y porfiar con la apertura política.
El nuevo jefe de Gobierno y primer secretario del partido acumula cargos porque nunca sobrepasó los límites de su autonomía como dirigente, y no incurrió en audacias castigadas con el destierro en el cuarto de las escobas. Su apuesta por el trabajo colectivo, la capacidad organizativa y la solidez ideológica fueron cualidades destacadas por sus padrinos, convencidos de que no han investido a un Gorbachov o un Adolfo Suárez encubierto, sino a un protector de la unidad ejecutiva en la cúspide del poder que garantizará la obra revolucionaria. El uncido prometió continuarla, pero las recientes protestas han demostrado que el continuismo sin la integración del pluralismo solo afianzará frustraciones y turbulencias.
El conservadurismo de Díaz-Canel no le invalida como partero de la democracia si la gerontocracia que le observa entre bambalinas asumiera la inevitabilidad de un viraje hacia las libertades políticas y económicas. El presidente puede pilotar el cambio si persuade al aparato militar y de seguridad y Estados Unidos renuncia al embargo y al intervencionismo. Mi compañero de ron y discrepancias pretendía una reacción del caudillo contra la cronicidad de las crisis. Tras el derrumbe la URSS, el caballo reaccionó atrincherándose. El albacea elegido por su hermano puede corregir el rumbo autorizando la participación de todos en los asuntos que a todos compete.
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