Hombres blancos empeñados en salvar Afganistán
El complejo del salvador blanco tiene sus derivadas geopolíticas: ¿es aceptable que una fuerza exterior acuda a rescatar a una población como la afgana?
Las dos décadas transcurridas desde que los aviones asesinos destriparan las Torres Gemelas provocan desconcierto. El sentido de la incursión occidental en Afganistán ¿era para acabar con Bin Laden y controlar Al Qaeda o para sustituir al régimen talibán y fomentar la construcción de un país a imagen de Occidente? El dilema no es menor, nos lleva de una guerra justa a una guerra absurda propia de quien piensa que puede salvar el mundo.
Hace 20 años, un poco antes de los atentados en Nueva York, hacía escala en Jalalabad, punto neurálgico en el mapa talibán, al este de Afganistán. Quería entender hasta qué punto el compromiso de mi organización humanitaria, para socorrer a los afganos que sufrían, no era más que una estrategia en beneficio del avance de un Gobierno salvaje. Una noche de toque de queda impidió a nuestro personal afgano volver a sus casas y fue la oportunidad de compartir con ellos la angustia de vivir bajo un régimen bárbaro y opresor. Mi sorpresa fue comprobar cómo ellos no temían tanto a su propio Gobierno hostil como la incertidumbre de que Occidente pudiera pensar en salvarlos. “Si no votamos al presidente americano, ¿por qué él puede decidir nuestro futuro en igual medida que los mulás?”. El dilema cuestionaba nuestra presencia, tanto entonces como después, y el despliegue de miles de soldados, así como la legitimidad de una intervención. Incluso quienes nos veíamos como simples humanitarios no dejábamos de proyectar la ilusión de ser parte de su solución. Nada más lejos de la realidad. Asumir que no podemos parar un conflicto sino solo paliar sus peores males está bien lejos de una propuesta salvadora. La contundencia de aquel testimonio resultaba sorprendente, pero no era nuevo. La había comprobado en otras zonas de conflicto, especialmente en aquellos instigados por fuerzas occidentales. Las guerras que se llaman justas y las intervenciones militares que se pretenden humanitarias han sido siempre un fracaso. Miremos donde miremos, las guerras declaradas en defensa de unos valores pretendidamente universales han acabado en desastre. Somalia lleva 40 años en el limbo, tras una invasión justificada por razones humanitarias; Irak es un espectro de país, deshecho y dividido en clanes; Libia sigue la misma senda, incapaz de liberarse de la tensión sectaria que desangra sus ciudades… ¿Qué tienen en común? El fracaso de la mirada blanca. Una actitud de superioridad, capaz de imponer el bien por la fuerza.
Como el racismo, o la dominación de género, lo que ha ocurrido en Afganistán no es más que la constatación de un nuevo error construido sobre esa sensación de superioridad para establecer jerarquías y creernos salvadores. Una mirada de la que no estamos exentos periodistas y organizaciones de ayuda. Occidente no tiene rival para iniciar guerras y derribar gobiernos enemigos. Puede generar la ilusión de convertir un país en un subproducto occidental. Pero incapaces de reconstruirlo, como en Afganistán, esa ilusión es efímera.
Rafael Vilasanjuan es periodista, trabajó durante 12 años en Médicos Sin Fronteras. Su último libro es ‘Las fronteras de Ulises. El viaje de los refugiados a Europa’ (Debate)
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