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Ejecutores del Holocausto: los había fervorosos e incluso perfeccionistas

Raul Hilberg, el gran historiador de la Shoah, traza el perfil psicológico de los perpetradores de la masacre del pueblo judío. ‘Ideas’ adelanta un extracto de un libro que permanecía inédito en español

Adolf Eichmann, segundo por la derecha, sonríe mientras oficiales alemanes le cortan el pelo a un prisionero judío en el campo de concentración de Bergen-Belsen.
Adolf Eichmann, segundo por la derecha, sonríe mientras oficiales alemanes le cortan el pelo a un prisionero judío en el campo de concentración de Bergen-Belsen.AFP (AFP via Getty Images)

La personalidad de los culpables no era siempre igual. Quienes llevaron a cabo la labor destructiva diferían no solo en su origen, sino también en sus atributos psicológicos. Cuando la dominación alemana de los judíos se acentuó y diversificó, cada culpable asumió su rol de forma muy diferente. Algunos de ellos mostraron fervor; otros, “exceso”; y otros afrontaron su misión con reservas y recelos.

El puro entusiasmo englobaba diferentes categorías. Para empezar, estaban los promotores, convencidos de que todo dependía de ellos. También había voluntarios que buscaban formas de participar en las actividades contra los judíos. Y por último estaban los perfeccionistas, que definían ejemplos y criterios para todos. El prototipo del azacán resuelto e incansable es Adolf Eichmann, que escribía informes, viajaba y provocaba a la gente sin cesar. El austriaco Hanns Rauter, máximo responsable de las SS y de la Policía en los Países Bajos y autor de informes repletos de estadísticas, fue otro de los triunfadores. Convencido de su destreza, logró deportar a más de 100.000 de los 140.000 judíos del país, el porcentaje más alto de Europa occidental (…). El experto del partido en materia racial, Walter Groβ, estaba consumido por una idea: aparear a personas solteras con un 25% de sangre judía con la esperanza de que algunos descendientes de esas uniones reunieran los suficientes rasgos judíos para justificar su exterminio. El sector ferroviario también tuvo a sus idealistas. Otto Stange era un amtsrat de 60 años que trabajaba solo en su despacho, chillándole al teléfono, mientras la sección de Eichmann le enviaba solicitudes para que gestionara plazas en los transportes. Bruno Klemm fue un funcionario del Generalbetriebsleitung Ost que organizaba programas de transportes hacia el este. Parece que recalcaba constante y persistentemente la necesidad de encontrar vagones y tiempo para enviar a judíos a los campos de exterminio.

Algunos fanáticos eran entusiastas que buscaban oportunidades de intervenir en el proceso. El teniente general Otto Kohl, que controlaba todos los desplazamientos ferroviarios en los territorios ocupados de Bélgica y Francia, recibió en una ocasión a un representante de bajo rango de Eichmann en París. Describiéndose a sí mismo como un enemigo acérrimo del judaísmo y un creyente en la solución racial, instó al representante de las SS a pedir más trenes, fuera para 10.000 judíos o para 20.000. Kohl proporcionaría el equipo, aun a riesgo de que algunas personas lo tildaran de “desalmado”.

En los Einsatzgruppen, el sturmbannführer de las SS Bruno Müller comandaba el Sonderkommando 11b, que en 1941 operaba en la zona más meridional como parte del Ejército rumano. Cuando los rumanos capturaron el puerto de Odesa en el mar Negro, iniciaron la matanza de decenas de miles de judíos de la ciudad. En esta vorágine, obra de numerosas unidades del Ejército y de la Gendarmería Rumana, Müller y su destacamento fueron una presencia simbólica, pero no pudieron resistir a la tentación de poner su granito de arena. Durante la noche del 22 de octubre de 1941, cuando supo que los rumanos habían empezado a ejecutar a gente, Müller negoció con ellos para que les cedieran a trescientos judíos ya arrestados. Luego llevó a las víctimas a un pozo seco y ordenó que se las fusilara. Arrojaron los cuerpos desnudos o medio desnudos de los hombres, las mujeres y los niños al pozo, y luego lanzaron granadas de mano para rematar a los malheridos.

En la ciudad alemana de Darmstadt, un oficial de rango relativamente bajo, el kriminalsekretär Georg Dengler, tomó los mandos de la sección de asuntos judíos en la sede local de la Gestapo el 15 de enero de 1943. Por entonces ya se había deportado a la mayoría de residentes judíos y apenas quedaban los cónyuges de matrimonios mixtos. Dengler recibió una directiva según la cual también podía solicitar la deportación de esas personas, pero necesitaba otros motivos aparte de la condición de judío. Interpretó esa autorización como una oportunidad para deportar a unas cuantas ancianas, algunas de ellas viudas especialmente vulnerables. Una mujer de 69 años, cuyo marido alemán seguía vivo, no se había inscrito con el nombre obligatorio adicional de Sara. Además, había usado un cupón para jabón de su hija, que tenía el mismo nombre de pila que ella. Murió en Auschwitz, aunque sus cenizas se ofrecieron a la familia gentil [no judía]. Otra viuda de 76 años también se olvidó de añadir el nombre de Sara a la cartilla de racionamiento. Dengler le dijo a su ayudante: “Con eso basta”.

El sturmbannführer Müller y el kriminalsekretär Dengler tuvieron roles relativamente pequeños en una operación de gigantescas proporciones. Los resultados de sus actos no estuvieron a la altura de su fervor; habrían hecho más de buena gana. Los perfeccionistas, en cambio, sí tenían suficiente trabajo. Esos fanáticos eran los auténticos pilares del aparato administrativo. Su reto era cualquier cosa que quedara por definir o por resolver. Su lema era la precisión y la minuciosidad. Esos burócratas pululaban por todas partes, en cualquier organismo. (…) En el Ministerio de Finanzas trataban de recaudar los pagos de las pensiones privadas que se habían hecho a los deportados. En la red de ferrocarriles contaban los deportados y los kilómetros, a fin de cobrar a la Policía de Seguridad el transporte de los judíos hasta los centros de exterminio. En Auschwitz iniciaban procedimientos de expropiación para ensanchar el perímetro del campo.

A diferencia de los fanáticos, cuya labor era siempre funcional, hubo hombres que se encarnizaron adrede con las víctimas, que las torturaron o que se alegraron o divirtieron al ver su destino. Esta clase de conducta no se fomentaba, es cierto, pero tampoco se perseguía estrictamente hablando.

Por lo común, el abuso era síntoma de la impaciencia. Se podía detectar entre los veteranos de las ejecuciones, para quienes las continuas redadas, los fusilamientos y los gaseamientos se habían convertido en el pan de cada día. En agosto de 1942, un miembro alemán del Gobierno General manifestó que se había visto a personal de las SS y de la Policía propinar golpes con la culata del fusil a mujeres embarazadas. Los guardias a las puertas de las cámaras de gas usaban látigos o bayonetas para hacer entrar a las víctimas. Proliferaban los testimonios que afirmaban haber visto a niños pequeños siendo arrojados por la ventana, o metidos en camiones como si fueran sacos, o lanzados contra la pared, o echados vivos a hogueras de cadáveres en llamas.

En algunos casos, el sadismo era puro. Este patrón de conducta aparecía en los contactos con los hombres que querían mostrar su dominio sobre los judíos. Básicamente, lo que hacían era jugar con las víctimas. Al principio les daban cepillos de dientes para que limpiaran las aceras. En los poblados recién ocupados de Polonia, les cortaban la barba a los judíos devotos o los montaban como caballos. En el permisivo ecosistema del campo, utilizaban a los judíos para hacer puntería o escogían a las mujeres como esclavas sexuales. En Auschwitz, el gran sádico Otto Moll prometió a un prisionero que le perdonaría la vida si podía cruzar descalzo dos veces un foso de cuerpos en llamas sin caerse.

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