Wikileaks y la fuerza desaparecida
La prensa ya no es capaz de enfrentarse al poder porque carece de la fuerza que le otorgaban millones de lectores
Cuando una empresa periodística, pongamos por caso la sociedad editora de un periódico, dice estar al servicio de sus lectores, tómense la cosa con un sano escepticismo. Las empresas se dedican a ganar dinero (o a perder lo menos posible), a satisfacer los objetivos políticos y comerciales de sus principales accionistas y, en último extremo, a sobrevivir. Una buena empresa periodística es la que, en términos generales, permite que sus periodistas mantengan la independencia y honestidad que cada uno quiera otorgarse a sí mismo y sirvan al lector hasta donde les sea posible. No hay más.
Por eso las redacciones miran de reojo los movimientos empresariales pero se atienen al termómetro de la dirección: si esa figura que engarza los dos mundos, el de los propietarios y el de los periodistas, es capaz de mantener un equilibrio soportable, vamos tirando. Se trata de un trabajo difícil. Requiere en ocasiones rechazar lo que exigen los contables, resistir presiones internas y externas y proteger (o saber simular que protege) a esa peña a la vez fatua y sacrificada que compone cualquier redacción.
Este ejercicio de hipocresía controlada, tan humano (recuerden que no habría convivencia posible si todos dijéramos en todo momento lo que pensamos en los términos con que lo pensamos), muestra en ocasiones sus límites. Una empresa obsesionada por sobrevivir a cualquier precio (cuando hablamos de empresa hablamos, más que de los accionistas, de un grupo de ejecutivos extremadamente bien pagados) tiende a elegir un mal director y provoca un desastre.
Pero hay algo peor que eso: la falta de credibilidad, un mal de alcance planetario especialmente grave en España. De ese mal emana la escasez de lectores. Que, para el negocio del que hablamos, es el mal supremo.
En 1971, The New York Times y The Washington Post empezaron a publicar los llamados Papeles del Pentágono, un vastísimo documento secreto sobre la guerra de Vietnam. El presidente Richard Nixon intentó frenar la publicación por todos los medios a su alcance, incluyendo las amenazas más groseras. El Tribunal Supremo acabó dando la razón a los periódicos. Por la primera enmienda, que garantiza la libertad de expresión. Y, no nos engañemos, porque los periódicos eran fuertes gracias a millones de lectores.
Ahora, Julien Assange, factótum de WikiLeaks, la plataforma que reveló una cantidad ingente de documentos secretos (recogidos en este periódico) y demostró una vez más que el poder delinque y encubre celosamente sus delitos, está pendiente de la extradición a Estados Unidos. Lo que valía para los “papeles del Pentágono” no vale para WikiLeaks. Assange lleva una década de encierro. Y la prensa no hace nada. Bueno, sí hace: informa sobre el caso. No puede hacer más. Ya no es capaz de enfrentarse frontalmente al poder porque carece de su antigua fuerza, la que le otorgaban millones de lectores, la que le permitía emprender cruzadas justas (y no tan justas, de acuerdo) con el respaldo de la llamada “opinión pública”.
Hay quien piensa que así es mejor. Tengo mis dudas. A menos lectores, más sectarismo y más dependencia de factores espurios. A menos lectores, más gobiernos estrafalarios y perniciosos. A menos lectores, ganan los contables y pierden los periodistas. Lo vemos a diario.
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