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Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Marina Otero, la bailarina argentina que lleva al límite el cuerpo y la provocación

Una hernia de disco interrumpió su carrera. Ahora dirige montajes con marcado sello autobiográfico. La intérprete y coreógrafa ha presentado en Madrid, donde ahora vive, sus dos últimas obras: ‘Fuck me’ y ‘Love me’

Marina Otero
Marina Otero. Ilustracion suplemento Ideas 27/11/22Luis Grañena

En 2019 el cuerpo de la bailarina y coreógrafa argentina Marina Otero (Buenos Aires, 1984) se rompió. El diagnóstico: una hernia de disco. El dolor la paralizó. Tuvo que someterse a varias operaciones. Cojeaba. No podía bailar. La lesión la hizo tomar conciencia de la vulnerabilidad del cuerpo y la obligó a renunciar a su protagonismo escénico. Al año siguiente, cinco bailarines interpretaron aquello que ella ya no podía en Fuck Me, un potente proyecto biodramático que quedó interrumpido por la pandemia en Argentina, pero, en cambio, le ha abierto las puertas de Europa — acaba de estrenarse en el Festival de Otoño de Madrid—. Hasta ese momento, Otero no había tenido demasiada conciencia de la pérdida de la juventud ni de los límites del cuerpo. Obsesiva y metódica, entrenaba a diario. Se exigía más, más.

“Cómo no excederse cuando una sabe que es la última vez que va a hacer algo”. Era 2012, era la primera obra de Marina Otero, Andrea, pero en esa reflexión arrojada desde el escenario al público se veía ya uno de los pilares sobre los que construye su universo creativo esta coreógrafa que se ha convertido en uno de los referentes de la nueva generación de la escena artística argentina en el exterior. Bailaba en esa obra unipersonal con las vértebras sin aire. Lloraba. Se golpeaba. Se rompía. Se pervertía. Se avergonzaba. El cuerpo era allí un objeto de trabajo compartido por la bailarina y por la prostituta que representaba. Un cuerpo sobreexigido, llevado al límite, esta vez por decisión propia y no por la de un director de los que antes y después la dirigieron, como Pablo Rotemberg, al que Otero se acercó porque se veía tan reflejada en él que lo consideraba un alma gemela. “Lo da todo en escena, con gran inteligencia y con un bagaje técnico formidable”, afirma Rotemberg. El director asegura que es una intérprete “única e inolvidable” por todo lo que te genera cuando la ves. Hay espectadores que se enojan. Otros se horrorizan. Otros agradecen. “Puede gustarte o no, pero no hay forma de que te deje indiferente”, dice una crítica teatral argentina.

Otero dice que la danza ha estado presente en su vida desde que era niña. “Como mi madre bailaba, me llevaba a ver clases de danza. En la escuela, en las reuniones familiares, siempre estaba coreografiando a mis primas, a mis amigas…”. En un primer momento pensó en ser antropóloga y comenzó esa carrera, pero la abandonó. Después cursó en la Universidad Nacional de las Artes (UNA), pero tampoco concluyó los estudios. Comenzó entonces a formarse con distintos maestros y maestras y de forma autodidacta.

El salto de la interpretación a la dirección lo dio en 2012. Argentina entraba en un periodo de estancamiento económico que derivaría en una nueva crisis, y nadie llamaba a Otero para bailar. Decidió armar “algo sola, por necesidad”. Andrea fue el germen de un proceso artístico que tiene a su cuerpo y su vida como objetos de investigación; un trabajo en construcción permanente donde realidad y ficción se funden en un abrazo que los hace indistinguibles. De esa idea nació Recordar 30 años para vivir 65 minutos (2015), en la que su cuerpo en movimiento dialogaba con vídeos caseros, fotos, canciones, relatos vividos y otros ficcionalizados. Un vídeo musicalizado con la canción Nada es para siempre, de Fabiana Cantilo, cerraba esa obra.

Ese primer proyecto biodramático dio a Otero una voz propia como directora. Su consagración nacional llegó con 200 golpes de jamón serrano (2018), protagonizada por el actor televisivo Gustavo Garzón. “Me di cuenta de que yo era un hombre sin cuerpo. Pura mente. Pura palabra. Un actor sin cuerpo. Y me dije: ‘Quiero hacer algo desde el cuerpo’. Quiero bailar, quiero cantar y quiero decir lo que se me cante el ojete. Quiero hacer una obra que surja de esta necesidad, de este desgarro emocional que siento. Donde no me importe la plata ni el cartel”, dijo Garzón tras ponerse en las manos de Otero. Ella guio a Garzón para reapropiarse de su cuerpo; en Fuck Me guía a los bailarines para que se expresen en su lugar. Exhiben la potencia de su danza, la desnudez de sus cuerpos, la fragilidad por el paso del tiempo y la vulnerabilidad que implica someterse.

“Siempre lo sentí y lo vi al revés, con mi propio cuerpo y el cuerpo de todas las mujeres. Lamentablemente fuimos, somos y seremos cosificadas; se opina y se opinará sobre nuestros cuerpos. Los hombres están más despojados de eso y me produce placer esa venganza, que se haga justicia por una hora, dar la posibilidad de imaginar que sea al revés”, opina la directora sobre el impacto que genera ver a cinco hombres bailar desnudos sobre el escenario.

Su última obra, Love Me (2022) —programada esta noche en el Festival de Otoño—, es una continuación de Fuck Me. “Primero cogeme [fóllame], después hablemos de amor. El sexo es cuerpo. El amor no es tanto cuerpo como tiempo. O quizás el amor sea un cuerpo sosteniendo el tiempo cuando la novedad queda a un lado. El permanecer, la paciencia”. La obra, creada con el director Martín Flores Cárdenas, habla de amor, pero también de violencia, y es a su vez una despedida del lugar donde nació y creció. Desde marzo, Otero vive en Madrid, la ciudad que le resulta más parecida a Buenos Aires.

Cárdenas la describe como una intérprete y coreógrafa apasionada. Una máquina sensible. Rota. Fallada. “Su creatividad brota de esos cortes, de esas heridas”, asegura. El mismo estallido que la destruye, a su vez la inspira y la libera.

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