La subjetividad del insulto
Ni siquiera para el sistema judicial está claro. La última muestra de lo subjetivo del problema la ha dado la Fiscalía
La abundancia de los insultos entre políticos es insultante… para los ciudadanos. La libertad de expresión no ampara los insultos (sentencias del Constitucional 105, de 1990; y 336, de 1993). Pero se antoja difícil impedirlos, porque ni los políticos ni los tribunales españoles parecen ponerse de acuerdo sobre qué se considera un insulto. (En España solamente podemos ponernos de acuerdo en que nadie nos gana a no ponernos de acuerdo).
El problema parte de lo que enten...
La abundancia de los insultos entre políticos es insultante… para los ciudadanos. La libertad de expresión no ampara los insultos (sentencias del Constitucional 105, de 1990; y 336, de 1993). Pero se antoja difícil impedirlos, porque ni los políticos ni los tribunales españoles parecen ponerse de acuerdo sobre qué se considera un insulto. (En España solamente podemos ponernos de acuerdo en que nadie nos gana a no ponernos de acuerdo).
El problema parte de lo que entendemos por “insultar”, verbo que el Diccionario define así: “Ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”. La cuestión se centra, pues, en si el aludido se ofende y se irrita, y no en lo que se le diga.
Obviamente, en los contenciosos cotidianos todos esos casos quedan a la interpretación del juez, en función del también ambiguo artículo 208 del Código Penal. Pero los jueces no siempre lo tendrán tan fácil como en el juicio del soldado que le dijo a un cabo, ante la tropa: “Maricón de mierda, en la calle vas a saber lo que es un hombre de verdad, te voy a follar, te voy a reventar el culo”. Y aun así, el abogado defensor sostuvo que eso no alcanzaba la gravedad suficiente porque se trataba de un diálogo coloquial. La condena, ya en lenguaje menos coloquial, le propinó tres meses y un día de prisión (sentencia del Supremo 1/2015).
Los códigos legales no incluyen un diccionario específico que pueda guiarnos. Sería una tarea inabarcable, porque suman miles los improperios recogidos en libros como el Inventario general de insultos (Pancracio Celdrán, 1995) o el Diccionario de la injuria (Bujano y Perednik, 2006); y se inventan otros cada día. Además, esos improperios congelados en los libros dependerán de cómo se perciban sus intenciones cuando se cocinen. O cuando se expresen con frases como “su único mérito es haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”, dirigida por una diputada de Vox a la pareja del exvicepresidente, la ministra Irene Montero; o “ustedes forman parte de la cultura de la violación”, lanzada a su vez por la ministra contra la derecha.
Porque ambos exabruptos tienen defensa subjetiva. Para los partidarios de Podemos, la cultura de la violación es un concepto acuñado en la sociología al abordar la culpabilización de las víctimas; y para la derecha, la referencia al vínculo entre Iglesias y Montero está en línea con lo declarado por Iglesias el 8 de marzo de 2014 en La Sexta contra la entonces alcaldesa de Madrid, Ana Botella, esposa del expresidente José María Aznar: “Encarna el ser esposa de, nombrada por, sin preparación. (…). Una mujer cuya única fuerza proviene de ser esposa de su marido y amiga de los amigos de su marido”.
Y ese PP que brama ahora contra Montero por sus palabras se quedó tan campante cuando el 13 de abril de 2013 su dirigente Dolores de Cospedal dijo que los escraches por los desahucios eran “nazismo puro”.
Con ese panorama, ¿cómo objetivaría un nuevo Reglamento del Congreso lo que es o no un insulto? La decisión tampoco podría recaer en una presidencia de la Cámara que, por muy ecuánime que se pretenda, habrá sido elegida en alguna candidatura.
Ni siquiera para el sistema judicial es un asunto claro. Una última muestra de lo subjetivo del problema la ha dado la Fiscalía al archivar la denuncia por los cánticos que decían “Vinicius, eres un mono” en el estadio Metropolitano el 21 de septiembre pasado, porque “no integran un delito contra la dignidad del futbolista” y además se dieron en el fragor de un derbi madrileño.
Pero que pruebe alguien, en el fragor de un juicio, a decir que el fiscal es un mono, a ver qué pasa.
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