Cuando Hannah Arendt cruzó España
La pensadora alemana huyó de los nazis pasando por la península ibérica, aunque apenas escribió sobre aquella experiencia. Un filósofo del CSIC reconstruye ahora lo que pudo ser el paso de la intelectual por la España franquista de los años cuarenta
Aunque la vida de Hannah Arendt ha sido biografiada repetidas veces y también narrativamente recreada y llevada al cine, incluso al cómic, el episodio de su paso por la España de Franco a comienzos del año 1941, en un “viaje de tránsito” que era en realidad de fuga, no había merecido un mínimo interés de los estudiosos. Las dos grandes reconstrucciones biográficas, la de Elisabeth Young-Bruehl y la de Laure Adler, se extienden largamente en el laberinto de trámites que permitieron a una judía de origen alemán y que no se había registrado ante las nuevas autoridades de la Francia de Vichy salir de esa trampa que pronto iba a ser mortal. Pero una vez alcanzada la frontera española de Portbou y una vez traspasada —no era lo mismo—, ambas biógrafas suben de inmediato a Arendt a un tren directo con destino Lisboa, sin una palabra adicional al respecto. Por supuesto, semejante tren no ha existido nunca, y menos que nunca, si se me permite, en el año en cuestión.
El itinerario probable de Arendt, y de su segundo marido, Heinrich Blücher, se compondría más bien de cuatro o cinco enlaces consecutivos: Portbou / Barcelona / Zaragoza / Madrid / Cáceres-estación de Valencia de Alcántara. Y el trasbordo no era en absoluto inmediato. Los billetes de cada trayecto parcial sólo podían adquirirse en la estación de partida y había, además, una enorme demanda de ellos; la frecuencia del tráfico ferroviario era baja e irregular, ya que las infraestructuras habían quedado seriamente dañadas en la reciente guerra y la maquinaria mermada. En este otro escenario, las esperas forzosas en las sucesivas estaciones llegaban a prolongarse varios días, y un trayecto Portbou-Lisboa podía requerir de más de una semana… si todo lo demás iba bien.
De boca o de pluma de Arendt conocíamos sólo dos detalles concretos a propósito de este puñado de días a través de España, de tren en tren. El primer dato es que visitó el cementerio marino de Portbou, en busca infructuosa de la tumba de Walter Benjamin; el lugar le pareció de hecho, dijo, “uno de los más fantásticos y hermosos que haya visto jamás en mi vida”. La segunda noticia es que en su maleta viajaban las Tesis de filosofía de la historia, el manuscrito del amigo que alcanzó Portbou y que no traspasó la frontera. Arendt debía de estar al corriente de que Benjamin había enviado otra copia del preciado texto a Gershom Scholem, pero, así y todo, dadas las incertidumbres de un envío postal a Jerusalén con la guerra mundial ya en curso, la preocupación por la suerte que corriera el manuscrito de su maleta se sumaría a la inquietud que producía cruzar un país amigo de los nuevos amos del continente. Siendo una etapa imprescindible en su larga huida de la cruz gamada, el viaje de tránsito por España no estaba exento de riesgos.
Por una serie de testimonios de fechas relativamente próximas a enero de 1941, a saber: al menos tres de los recogidos por Jacobo Israel Garzón y Alejandro Baer en España y el Holocausto (1939-1945), y también las memorias de Lisa Fittko De Berlín a los Pirineos, es posible enriquecer, con base sólida, algunas otras circunstancias del fragmento español de la biografía de Arendt. La política oficial de España hacia emigrantes y refugiados en tránsito era en aquel momento la que Serrano Suñer dio en trasladar a términos teológicos: “Que pasen por el país como la luz por el cristal”. En las fronteras españolas, Hendaya o Portbou, se interrogaba al viajero, con todo, acerca de la religión que profesaba y en el formulario de entrada quedaba constancia escrita: “Religión: israelita”. Esto comportó en ciertos casos el que un individuo o un grupo de viajeros resultara a su vez rechazado en la frontera portuguesa, pese a tener la documentación en regla; se producía entonces un penoso peregrinaje de vuelta, con pernoctas en calabozos, hasta llegar a Madrid, donde se había habilitado una cárcel para extranjeros con problemas de pasaporte o delitos de no-declaración de divisas. Las personas afectadas quedaban separadas de su equipaje y podían tener que deshacerse de joyas u objetos de valor para afrontar tasas y multas sobrevenidas. Contaban con la ayuda ocasional de Cruz Roja, pero pervivía la amenaza de acabar en un campo de internamiento español (Miranda de Ebro, Nanclares de Oca, Figueras). Arendt sabía sin duda de lo que hablaba cuando en la carta que ya desde Lisboa escribió a su amigo Salomon Adler-Rudel en Londres hacía balance: “Me he quedado aquí varada, junto con mi marido. Desde septiembre tenemos los visados de emergencia [de entrada en EE UU], con los cuales, como apátridas, no podíamos ni salir de allí [Francia] ni atravesar España. Finalmente las cosas han encajado. En términos comparativos no nos ha ido mal. Apenas se nos ha molestado”.
A estos viajeros judíos que escapaban de la persecución racial y de un continente en guerra les impresionaba la miseria de la población española, que saltaba a la vista en las multitudes de niños mendigando por las estaciones y en la profusión de mutilados de guerra ejerciendo de limpiabotas o vendiendo lotería —”hay más en las Ramblas de Barcelona que en todo París”, comentaba uno de ellos—. Ese invierno de 1940-1941 resultó, en efecto, el más dramático de la terrible posguerra, en el límite mismo de la hambruna. Llamaba su atención asimismo la devastación aún patente de las ciudades españolas, en especial en Madrid. Pero en el deprimente panorama, una singular posibilidad de gozo sí se repite en varios testimonios. Son las horas vividas en el Museo del Prado, apenas a 20 minutos de paseo de la estación de Delicias —de la que partía la conexión portuguesa—. Sin ninguna otra base que la coherencia con el conjunto de las circunstancias referidas, cabe por ende la conjetura de que también Arendt tuviera ocasión de contemplar Las meninas o El perro de Goya. Para lo que no hacen falta cábalas es para afirmar que en artículos de la década de los cuarenta, así como en Los orígenes del totalitarismo (1951), la pensadora judía hizo una serie de lúcidas referencias a la guerra civil española y al régimen del general Franco que reflejan bien su singular vocación de comprender sin prejuicios. Tampoco estas alusiones de quien atravesó España hacia la vida y hacia la libertad habían atraído la atención de los estudiosos.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.