Quedarse en casa en vacaciones: huir de la ciudad es un fracaso colectivo
Ojalá hubiera un cambio hacia la habitabilidad de las urbes para que nadie se quisiera ir al llegar los días de descanso
Por azares de la vida (o por la forma en la que la infancia y sus escenarios se repiten de forma circular, repetitiva y rítmica a lo largo de la edad adulta) he acabado residiendo en el pueblo donde siempre veraneó mi familia. Mi casa es un cuarto sin ascensor en un edificio centenario de madera, en la Puebla Vieja de Laredo (Cantabria), con vistas a esa urraca (siento que siempre es la misma) que hace equilibrios sobre el tejado de la iglesia románica, y dista unos tres kilómetros y todo un mundo de la urbanización frente a la playa en la que mi abuelo se compró un apartamento en los años setenta “por dos millones de pesetas”, como repetía incansablemente desde el estupor y el convencimiento de que aquella cifra seguía significando algo, lo que fuera. Yo también he tomado la costumbre de dictarle a quien me escuche el importe inferior a los 100.000 euros por el que adquirimos este hogar, como si fuera el número mágico que explica por qué estoy aquí, que me justifica y arraiga, cuando lo cierto es que, al margen de mi ciudad de origen, no hay lugar donde haya vivido más tiempo que aquí en Laredo. La casa que, hasta la muerte de mi abuelo, perteneció a mi familia, fue el primer refugio de mi madre cuando esta se separó y se vio en la calle conmigo, y pronto inauguró mi fobia social durante aquel mes de julio en el que la urbanización estuvo tomada por una mancha de niños ávida por expandirse que me obligaba a esconderme en el baño para no escuchar sus timbrazos ni esa vocecita colectiva y exasperante que me repetía por el telefonillo: “¿Por qué no bajas?”. En esa casa y en este pueblo he convivido con dos maridos distintos y varios amantes, me estrené y jubilé como técnico de luces en una obra que montamos en la casa de cultura, comencé a tramar La línea del frente y escribí mi tesis doctoral y Cambiar de idea, pero, a pesar de ello, no me sentí vinculada a Laredo, propiamente una vecina, hasta que salí de la notaría con las escrituras de mi casa inclinada, cada día un poco más a merced de la duna sobre la que cruzamos los dedos. Y es que, hasta entonces, no había vivido en el pueblo, sino en el simulacro que lo rodea. Había permanecido en los márgenes del privilegio y el turismo, donde la gente que sí es de aquí trabaja para que tú que no lo eres descanses.
Ahora que formamos parte del censo, durante el invierno jamás nos adentramos en ese ecosistema que corre paralelo a la playa y parece el decorado de un musical, uno cuya temporada solo corre en temporada alta, quiero decir. Pero en verano, coger un autobús para visitar la zona en la que estaba el apartamento de mi familia es casi una excursión interestelar, una forma de irse de vacaciones sin salir de tu propio pueblo, o sea, un carnaval de clase. Laredo, que cuenta con 10.000 habitantes empadronados, casi multiplica su ocupación por 10 (que no sus servicios) durante el mes de agosto, y el exceso de población se aloja en esta ciudad durmiente que resucita como un vampiro a mediados de junio, con las primeras gotas de sangre cálida. Aquí todo nace y muere con el cambio de las estaciones y tiene el encanto de lo que es efímero. Sabemos que la mitad de los nuevos locales que han brotado esta temporada no sobrevivirá al invierno, porque es imposible que resulte rentable un negocio que solo funciona tres meses al año y está sujeto a alquileres siempre en alza. También sabemos que la sustitución de estos vecindarios playeros es casi absoluta; si alguien paseaba al perro por sus calles en octubre, es improbable que siga haciéndolo en julio. En Laredo, la mayoría de los alquileres son de septiembre a junio; los dueños echan a los inquilinos de larga duración para sacarse en tres meses de Airbnb lo mismo que los expulsados les han abonado en nueve.
A principios de agosto, quedo para comer con una amiga en la principal zona hostelera de este entorno estacional, para sentir por unas horas que el pueblo se ha puesto de gala también para mí, y después de casi una hora esperando a que se libere una mesa en la terraza, tomamos asiento, recibimos la comanda, y la perra de mi amiga empieza a ladrar a los rottweilers idénticos de una familia nórdica que ya estaba ahí cuando llegamos. Sale el dueño como un basilisco y nos obliga a abandonar el local únicamente a nosotras, diciendo que no se admiten perros. Es todo tan confuso que no sé si debo enfadarme mucho o poco; no sé si, como buena vecina, debo entender que agosto es un mes de excepción para cualquier hostelero y que ningún ataque de estrés o violencia ha de ser tenido en cuenta, o si debo achacar lo sucedido a que, precisamente yo, tengo demasiado aspecto de lugareña. Que todo el esfuerzo invertido en decoración ibicenca y aspersores de agua no era para mí, que este no es mi sitio. De pronto, fugazmente, siento que debería estar en otra terraza, en otro pueblo, en otro lugar: contribuyendo a los atascos de una hora en las rotondas de acceso a otra playa, yendo a urgencias por una insolación en el ambulatorio sin médicos de refuerzo de otra comunidad autónoma, acabando con el papel higiénico de otro supermercado, alimentando la rueda de este turismo tóxico a cambio de sentirme con pleno derecho al mojito de después, al descanso del guerrero. Porque, ¿acaso son vacaciones esto que yo hago? Quedarte en casa y transformar el escritorio en un salón de yoga, dedicarles tiempo a las plantas, jugar por fin con tu hija a todos los juegos que le han regalado durante el año, dejar el coche aparcado durante un mes. Qué espanto, ¿no? Claro que es un privilegio vivir de junio a junio en un entorno bello y fresquito, y no pretendo dar lecciones a quienes solo sueñan con la huida, pero qué mal, qué fracaso colectivo que las ciudades en las que vivimos nos resulten tan insoportables que el verano no sea verano si no sucede fuera de la casa que, por otro lado, apenas pisamos durante el periodo laboral. Ojalá un cambio hacia la habitabilidad tan fuerte que nadie quiera irse a ningún sitio cuando llegue, por fin, el descanso. O mejor aún: ojalá el descanso como lugar de residencia, y el viaje, únicamente, como requisito del trabajo. Sepan ustedes que rezo por ello.
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