La democracia ni “retrocede” ni se “desliza” en el mundo: hay que defenderla caso por caso, país por país
Decir que los sistemas liberales están “en regresión” no solo nos confunde, también aleja nuestra atención de caminos que conducen a un nuevo autoritarismo
Parece que 2023 será otro año aciago para la democracia. África ha sido escenario de varios golpes. Túnez (al que siempre se presentó como único ejemplo de éxito democrático de la Primavera Árabe) ha visto consolidarse un régimen autoritario (y xenófobo). Y Donald Trump parece encaminado a conseguir la nominación como candidato presidencial del Partido Republicano para la elección de 2024 en Estados Unidos.
Cómo describamos estos hechos es importante, porque las palabras tienen consecuencias. Por desgracia, una parte del vocabulario empleado para analizar la recesión democrática global está siendo contraproducente. Un buen ejemplo es el término backsliding (retroceso o regresión), que ha favorecido una curiosa pasividad entre las fuerzas prodemocracia.
El mundo no está yendo hacia “atrás”, en dirección a regímenes conocidos del pasado, y ni siquiera hacia una dinámica y unas circunstancias que hayamos visto antes y podamos comprender fácilmente. Siempre se ha dado por sentado que aunque las democracias cometen errores, también aprenden de los tropiezos y hacen los ajustes necesarios, y que esta característica las diferencia de los demás sistemas políticos. Pero ahora los autoritarios han mostrado que ellos también pueden adaptarse y aprender de los errores (los propios, los de sus antecesores y los de sus pares).
De hecho, los autócratas modernos han elaborado un nuevo manual para consolidar, ejercer y conservar el poder; y este manual depende en gran medida de mantener ciertas apariencias de democracia. Como han demostrado los sociólogos Sergei Guriev y Daniel Treisman, los nuevos “dictadores de la manipulación” son muy distintos de los “dictadores del miedo”, violentos o incluso genocidas, que dominaron el siglo XX. Rehuyen usar la represión declarada como medio para fortalecer su posición; y también evitan cometer violaciones obvias de la ley; incluso la emplean al servicio de sus propios objetivos, algo que los estudiosos denominan “legalismo autocrático”.
Los nuevos autócratas basan su acción en manipular la opinión pública, al tiempo que van debilitando las normas e instituciones democráticas de las que dicen derivar legitimidad. Por ejemplo, en vez de practicar una represión indiscriminada a la vieja usanza, procurarán identificar a posibles disidentes usando tecnologías de vigilancia modernas como el spyware. Y en vez de mandar a los servicios de seguridad a golpear la puerta de los disidentes en mitad de la noche, enviarán a las autoridades impositivas a inspeccionar una ONG o un periódico.
Los nuevos dictadores también crean “hechos” consumados. Por ejemplo, el populismo de ultraderecha en Polonia y Hungría consiguió engañar a la Unión Europea el tiempo suficiente para reestructurar las instituciones locales y modificar la composición de su personal con el objetivo de consolidar el poder. Aunque deshacer el daño no es imposible, se torna cada día más difícil.
No quiere decir esto que los autócratas modernos sean magos de la política capaces de engañar a todo el mundo todo el tiempo. También cometen muchos errores que ponen en riesgo su poder; y mantienen en reserva el uso de la violencia y otros medios de represión declarada. El presidente ruso, Vladímir Putin, abandonó sin más toda imagen de legalidad o tolerancia al disenso tras ordenar la invasión de Ucrania. Pero la tesis central se mantiene: no estamos regresando a una clase de autoritarismo que hayamos visto antes.
Si el “atrás” (back) del backsliding es engañoso, lo mismo es el “deslizamiento” (sliding). Igual que la expresión “erosión de la democracia”, hablar de deslizamiento hace pensar que estamos frente a una especie de accidente, o incluso, frente a un proceso cuasinatural. Pero muchos aspirantes a autócrata tienen un plan, y es común que ese plan incluya elementos copiados de otros. Bastó que el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, demostrara de qué manera engañar a la UE y comprar tiempo mientras consolidaba su autocracia para que a otros les resultara fácil imitarlo (como ha hecho el partido gobernante en Polonia).
La idea de backsliding también hace pensar que la recesión democrática actual es un proceso lineal. Pero como observan Seán Hanley y Licia Cianetti, esto “plantea el riesgo de reproducir, al revés, las restricciones intelectuales del paradigma de la transición de los noventa”. En ambos casos, el supuesto ha sido que todos los países siguen una misma senda inexorable. Pero lo que en un caso era optimismo infundado (todos van rumbo a una democracia más fuerte) ha dado paso a un pesimismo infundado (hay una “erosión” universal de las democracias).
En realidad, el mundo no está experimentando una transición general (ni mucho menos inevitable) hacia la autocracia, como tampoco experimenta el rescate definitivo de la democracia. El hecho de que a veces (aunque no muy a menudo) el populismo autoritario deba ceder el poder tras perder las elecciones lo deja bien claro.
Los ejemplos de República Checa y Polonia
Esta dinámica fluctuante puede verse en acción en la República Checa y Eslovaquia. En esta última, tras un periodo de resistencia liberal al autoritarismo y a la corrupción, el archipopulista putinista Robert Fico ha sido el candidato más votado en las elecciones del pasado 30 de septiembre. Tal vez más que de backsliding habría que hablar de careening (bamboleo), término que proponen Hanley y Cianetti para expresar una trayectoria zigzagueante, y a menudo impredecible.
Si damos por sentado que las democracias se encuentran en una senda lineal y prácticamente inevitable hacia un autoritarismo de la vieja escuela, no tendremos una reflexión adecuada sobre posibles modos de salir del autoritarismo del presente. Antes de una elección contra un partido gobernante autoritario (como la de Hungría el año pasado o la de Turquía este año), los observadores liberales conocen con claridad el resultado que desean; pero raras veces tienen algo parecido a un plan para el día después de la votación.
Esta carencia se podría atribuir al fatalismo (que en realidad nadie creyera que el poder fuera a cambiar de manos). Pero también puede ser señal de pereza intelectual: tal vez los observadores dan por sentado que es posible aplicar tal cual las enseñanzas de transiciones del pasado (con lo que muestran escasa consideración a los elementos novedosos de los sistemas autocráticos modernos). Sería mucho mejor que reconozcan que los simpatizantes de los nuevos autócratas pueden tener incentivos y motivaciones muy distintos a los de la nomenklatura de la era comunista, por poner un ejemplo. Quien se beneficia con la continuidad de un estado mafioso cleptócrata o un ejército corrupto mal querrá sentarse a una mesa a negociar.
Generalizaciones de esta naturaleza (lo mismo que las basadas en la experiencia pasada) pueden ser engañosas, pero de eso se trata. Para preservar, restaurar o promover la democracia en todo el mundo, necesitamos un análisis cuidadoso de casos individuales en vez de supuestos amplios sobre “tendencias globales”.
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