El fin del occidentalismo: doble moral, cinismo y narrativas fosilizadas
El discurso occidental de los derechos humanos choca con su apoyo a Israel en la guerra de Gaza. Mientras, la arquitectura de paz que nació tras la II Guerra Mundial hace agua
Berlín es una ciudad cargada de memoria, llena de placas recordatorias de nuestra historia reciente, o al menos de algunos de sus capítulos más trágicos. Pero la memoria europea es algo más que Alemania. Al este, a más de 2.000 km, en Durrës, un pequeño pueblo de Albania, toma la forma de una estatua de inspiración soviética que se alza sobre varios escalones de hormigón. Es un soldado no identificado, un partisano que mira al Adriático con el fusil apuntando hacia Italia. Es el monumento comunista a la resistencia de Albania frente a la invasión fascista durante la Segunda Guerra Mundial. Estatuas y placas de frío bronce de dos ciudades distantes nos aleccionan sobre la historia de nuestro continente aunque, estando a la vista de todos, casi no nos detengamos a mirarlas.
La memoria es un asunto complejo. La escritora y ensayista Masha Gessen ha descrito recientemente cómo opera la política de la memoria en las calles berlinesas, en un controvertido texto publicado en The New Yorker donde compara Gaza con un gueto nazi. El atrevimiento casi le ha valido la cancelación del galardón que la fundación alemana de pensamiento político Heinrich Böll le había otorgado: nada menos que el premio Hannah Arendt. La imagen de la estatua partisana aparece en un texto publicado en la revista El Grand Continent por la pensadora y escritora Lea Ypi, autora de uno de los fenómenos literarios del año, su novela Libre, que va precisamente de memorias.
Los crímenes contra la humanidad se suceden mientras abandonamos el multilateralismo
Ambas son nombres destacados de este 2023 que termina, y ambas apuntan a un fenómeno que quizá resuma lo que ocurre en Occidente, donde las narrativas sobre lo que somos inspiran hoy nuevas herejías. El artículo de Gessen es un ejemplo de que salirse de la ortodoxia puede tener sus costes. A este respecto, Samantha Rose Hill, una de las mayores expertas internacionales en la obra de Hannah Arendt, ha descrito en The Guardian la trágica paradoja de que el premio que lleva su nombre no se concedería hoy a Hannah Arendt. ¿La razón? Su posición política sobre Israel y sus opiniones sobre el sionismo, una herejía que sacudiría, hoy como ayer, el statu quo de la opinión europea respecto a la política bélica de Israel. Hill explicaba, por ejemplo, que tratar el Holocausto como una excepción histórica tiene el extraño efecto de situarlo fuera de la historia, un fenómeno que permite al Gobierno alemán dar un apoyo incondicional a Israel sin responsabilizarse de lo que ese apoyo significa.
Pero traslademos el ejemplo de la narrativa alemana sobre la memoria del Holocausto a todo Occidente, y pensemos sobre nuestra narrativa, esa que dice que los valores democráticos y la voluntad de concordia son lo que nos define frente al mundo, la razón que nos permite arrogarnos una suerte de liderazgo internacional natural sobre la universalidad de los derechos humanos, al igual que Alemania dicta lecciones sobre cómo interpretar la Shoah. Hoy, cabría preguntarse si nuestros relatos justificativos funcionan como grillete reflexivo, dificultándonos entender el mundo en el que vivimos. Convirtiendo nuestros valores en dogma, ¿nos hemos hecho menos porosos a la realidad? Solidificamos nuestra memoria plasmándola en piedra o en metal, o afirmándola categóricamente como razón de Estado, como ha hecho el vicecanciller verde Robert Habeck, pero eso no nos vuelve más permeables al mundo. ¿No hay matiz posible al tan mencionado derecho de Israel a defenderse? ¿Qué caminos de solución ofrece nuestro apoyo incondicional? Gessen se ha atrevido a mencionar al elefante en la habitación: en algún momento, el voluntarioso esfuerzo alemán por mantener viva la memoria “empezó a parecer estático, acristalado, como si se tratara de un esfuerzo no solo por recordar la historia, sino también por garantizar que solo se recordará esta historia en particular, y solo de esta manera”. Algo que habría firmado la mismísima Arendt.
¿Cuántas renuncias está dispuesta a hacer la Unión Europea para convertirse en un bloque geopolítico?
Alemania es el ejemplo paradigmático de un síntoma que, en cierto modo, vemos reflejado en el desequilibrio de la guerra de Israel contra Hamás y la posición europea ante esta insoportable tragedia. La forma en la que las democracias occidentales nos atrevimos a abordar las injusticias históricas que han sucedido con nuestra aquiescencia, como el colonialismo o el imperialismo, mirando de frente nuestros crímenes (“nuestro peor yo”, de nuevo en palabras de Gessen), parece haberse marchitado. Fuimos nosotros quienes decidimos que la imposibilidad de cambiar el pasado generaba en el presente la responsabilidad política de encauzarlo como memoria, y lo hicimos a través de una narrativa que construía un sentido de comunidad: Europa como casa común, como espacio de derechos y libertades. Pero al solidificarla así, nuestra memoria se ha convertido en un grillete mental que nos impide entender el presente. No es casualidad que, en un momento de crisis política, presupuestaria y diplomática, y con la ultraderecha en alza, Alemania se agarre a su memoria como salvaguarda de su propio sentido nacional. Tampoco lo es que, al perder influencia sobre el mundo, en Occidente nos agarremos a la narrativa sobre nuestros valores, algo que nos dota de identidad, pero que nos impide ver cómo, a ojos externos, nuestra posición resulta contradictoria, incoherente e interesada.
Desde el autodenominado Sur Global, esa parte del planeta que aún miramos con desconfianza como alteridad, nos dicen que mientras nos hacemos pasar por férreos defensores del derecho internacional en Ucrania, nuestra defensa casi numantina de la alianza con Israel muestra nuestro verdadero rostro. Es el efecto de la errática diplomacia, casi cantonal, que estamos desplegando desde Occidente frente a la guerra en Gaza y Cisjordania. “Doble rasero”, señalan, y aciertan, aunque lo hagan (ellos también) con más cinismo que principios. ¿Qué países del Sur Global apoyan realmente a Palestina? ¿Qué alternativa democrática proponen para la gobernanza global?
Mientras en Europa aceleramos la ampliación más arriesgada de nuestra historia y nos autoconvencemos de la necesidad de hablar el lenguaje del poder, de ser realmente un bloque geopolítico, Israel nos muestra a las claras las consecuencias de renunciar a una política genuinamente kantiana. Porque es Kant y su paz perpetua la narrativa desvencijada por la que transitamos y desde la que miramos al mundo, aunque operemos políticamente de forma distinta según nos convenga. Poco Kant y demasiada Realpolitik. Los principios filosóficos fundacionales que aparentemente mantienen unido nuestro orden político se han transformado en meros fetiches, en objetos de una política onanista que ha perdido su permeabilidad para entender el presente. ¿De verdad promovemos el respeto a los derechos humanos y el cumplimiento de la legalidad internacional? En lugar de apoyar, con medios y presión diplomática, una solución para Israel y Palestina, optamos por el Conflict Management (gestión de conflictos), como si el lenguaje corporativo fuera algo más que cáscaras vacías. Como si no hubiese vidas en juego. En lugar de apostar por el multilateralismo y el derecho internacional, Occidente ha elegido las razones de Estado, la ley de la selva y el apartheid.
En el último Consejo Europeo del año, hemos sido testigos, en riguroso directo, de la elocuente contradicción entre lo que afirmamos ser y lo que hacemos. ¿El protagonista? El astuto Viktor Orbán, quien no pudo evitar la apertura de conversaciones para la entrada de Ucrania y Moldavia en la UE, pero sí bloquear una ayuda de 50.000 millones de euros a Kiev al ausentarse durante la votación sobre la adhesión. Lo más formidable del asunto es que, para forzarle a elegir entre la UE o Putin, la Comisión Europea se resignó a liberar 10 de los 30.000 millones de euros asignados a Budapest y bloqueados por sus violaciones del Estado de derecho. ¿Cuántos sobornos y renuncias está dispuesta a hacer la UE para convertirse en bloque geopolítico? ¿Cuántas veces se impondrán las decisiones geoestratégicas sobre la salvaguarda de la limpieza democrática? Todo esto, además, ocurre en un momento de brutalización del orden internacional, cuando más necesaria es la defensa decidida de un marco multilateral representada en una ONU adaptada a los nuevos actores y equilibrios globales. La alternativa es la ley del más fuerte, y se está imponiendo en muchos contextos. Miren la propuesta de Nicolás Maduro de organizar un referéndum para anexionarse Guyana, similar al camino trazado por Putin en 2014. Sin pretender simetría alguna, la anexión de Crimea y la ocupación del Donbás recuerdan a la pretensión aniquiladora de Israel respecto a la Franja para anexionársela saltándose toda legalidad internacional. “La Gran Rusia y el Gran Israel” hermanados, como ha dicho Lluís Bassets.
¿Qué países del Sur Global apoyan realmente a Palestina? ¿Qué alternativa democrática proponen?
El triángulo de la brutalización lo completa el gran conflicto olvidado dentro del perímetro euromediterráneo, el de la provincia de Nagorno-Karabaj, en Azerbaiyán, vaciada en escasas semanas de su mayoría armenia mediante una limpieza étnica de libro. Los crímenes de guerra y contra la humanidad se suceden mientras dejamos marchitarse el multilateralismo, la premisa de un orden global basado en reglas racionales y éticas. Porque Occidente y el Sur Global no encuentran el modo de entenderse, pero mientras algunos hablan del cuestionamiento de la arquitectura de la paz posterior a 1945 como un síntoma claro de nuestro declive, de la desoccidentalización del planeta, ¿no sería más útil verlo como el descubrimiento de nuestra posición relativa en el mundo? Tal perspectiva nos obligaría a escuchar y abrirnos a la crítica, a mirar de frente nuestro doble rasero sin renunciar a liderar o defender un orden global basado en principios democráticos.
Convertir en fetiche las narrativas políticas tiene, además, otra derivada: el intento desesperado por aferrarse a algo, dice Wendy Brown, es siempre reaccionario, pues abre el paso a la melancolía. Atrapados en el pasado, nos vemos incapaces de imaginar el futuro y construirlo juntos. Pero mientras sigamos comportándonos así, la ultraderecha y la reacción seguirán creciendo dentro y fuera de nuestras blindadas fronteras. Nuestro juicio político está preso de la ansiedad por lo que creemos estar perdiendo: por eso nuestra respuesta es regresiva. Alemania y Europa, acaso sin saberlo, actúan así, empujadas por esta corriente de fondo. Es el epítome de un Occidente medroso que se resiste a explorar fuera de las líneas trazadas por sus propias verdades políticas, cuando, paradójicamente, ese es el único camino ético para seguir pareciéndonos a lo que somos.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.