Los diez pensadores que más influyen en la derecha
La derecha vive en ebullición ideológica. Junto a los liberales y los conservadores de siempre, emergen nuevas derechas. Treinta expertos (políticos, historiadores analistas) eligen a sus intelectuales clave. Friedrich Hayek, Edmund Burke y Carl Schmitt encabezan la lista
Hace un año Ideas realizó una encuesta para dilucidar quienes eran los pensadores más influyentes en la izquierda actual. Las primeras posiciones fueron para Karl Marx y Judith Butler, que venían a representar, respectivamente, la raigambre clásica de la izquierda material y las nuevas tendencias de la izquierda posmaterial. Otros nombres fueron Hannah Arendt, Antonio Gramsci, Michel Foucault o Thomas Piketty.
Ahora llega el turno para la derecha, en la que, en un momento de crisis civilizatoria, se vive cierta ebullición ideológica y movimientos telúricos entre la rama liberal-conservadora tradicional y la emergencia de unas muy diversas nuevas derechas, replicando el modelo tradicional entre moderación y radicalidad.
Treinta expertos, entre políticos, académicos, periodistas o editores, de diferentes ámbitos ideológicos, han votado para hallar los treinta pensadores más influyentes en la derecha actual. La lista resume su diversidad ideológica, entre liberales, conservadores o teóricos de la nueva derecha. Los nombres resultantes, por orden de importancia, son estos: Friedrich Hayek, Edmund Burke, Carl Schmitt, Alexis de Tocqueville, Roger Scruton, Michael Oakeshott, José Ortega y Gasset, Ayn Rand, Raymond Aron y Alain de Benoist. Fuera de la lista de los 10 primeros, aunque cerca de sus límites, han resultado otros nombres de peso como Francis Fukuyama, Isaiah Berlin, Murray Rothbard, Milton Friedman, Ludwig Von Mises, Adam Smith, Joseph de Maistre, Joseph Ratzinger o Jordan Peterson.
Friedrich Hayek
(Viena, 1899-Friburgo, 1992). Nobel de Economía en 1974, de la Escuela Austriaca, defendió el liberalismo. Su obra cumbre es Camino de servidumbre, donde dice que el socialismo es un peligro para la libertad individual y conduce al totalitarismo.
Por Juan Ramón Rallo Economista, profesor universitario, ex director del Instituto Juan de Mariana y autor de obras como Una revolución liberal para España (Deusto) o Anti-Marx (Deusto).
La relación entre individuo y sociedad constituye el principal objeto de estudio de las ciencias sociales: qué significan ambos conceptos, cómo se entrelazan y cuándo entran en conflicto. La respuesta puede afrontarse desde dos enfoques extremos: colectivista e individualista. El primero entroncaría con la “izquierda” y el segundo, con la llamada “derecha” liberal y parte de la derecha conservadora. De ahí que no sea casualidad que Karl Marx, el intelectual que ha proporcionado una cosmovisión comunal más completa a estas preguntas, sea, según este mismo periódico, el pensador más influyente en la izquierda; y tampoco es casualidad que Friedrich Hayek, el científico que ha ofrecido una cosmovisión individualista más completa a estas preguntas, sea escogido como el pensador más influyente en la derecha.
Hasta cierto punto, Hayek fue el reverso anticolectivista de Marx. Allí donde Marx diagnosticaba alienación deshumanizante por someternos al mercado, Hayek demostraba que el hombre sólo puede ser libre dentro de una sociedad ordenada espontáneamente mediante reglas impersonales (cosmos) y no dentro de una organizada cartesianamente mediante mandatos coactivos (taxis); allí donde Marx denunciaba la naturalización del fetiche mercancía, Hayek celebraba la conquista civilizatoria y cooperativa que supone el intercambio global de bienes; allí donde Marx observaba anarquía productiva capitalista, Hayek descubría una engrasada coordinación productiva derivada de la eficiente transmisión de información por los precios de mercado; allí donde Marx atribuía racionalidad a la planificación colectiva, Hayek denunciaba fatal arrogancia descoordinadora e inconsciente de sus propias limitaciones cognitivas.
Hayek fue el gran teórico moderno de la individualidad: quien mostró por qué la sociedad, tratándose de mucho más que la suma de individuos, no es —ni debe ser— el resultado de la planificación central y teleocrática de un grupo de ingenieros sociales, sino el fruto evolutivo, emergente y no intencionado de las interacciones voluntarias de millones. Cómo la libertad individual sólo florece en el orden espontáneo de la Gran Sociedad y del mercado.
Edmund Burke
(Dublín, 1729-Beaconsfield, Reino Unido, 1797). Padre del liberalismo conservador británico y religioso, fue contrario a los cambios radicales. Lo demostró en Reflexiones sobre la Revolución Francesa.
Por Ignacio Peyró Escritor y periodista, director del Instituto Cervantes de Roma, colaborador de EL PAÍS y autor de obras como Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (Libros del Asteroide) o Un aire inglés (Fórcola).
De Tocqueville a Churchill, el elenco de prohombres que ha alabado a Burke es tan abrumador que casi resulta más elocuente que lo criticara Karl Marx. Una primera mirada, en todo caso, alimenta el desconcierto: es un pensador ajeno a toda sistematización, inasequible al resumen, volcado en polémicas de su tiempo. Solo una segunda mirada nos permite ya intuir que con Burke el conservadurismo es más un temperamento, una predisposición, un conjunto de intuiciones, que un corpus o una teoría.
Eso no implica que Burke no dé titulares. Sujeción del poder. Respeto a las instituciones. Primacía de la ley. La política como adecuación de los principios a la medida de la realidad. Crítica de “la ligereza y ferocidad” de los ardores revolucionarios. Parlamentarismo frente a las ilusiones de la democracia directa. Y una dosis de modestia epistemológica —y de recurso al caudal de la experiencia humana— frente a la utopía.
Una serie de azares ha subrayado la lectura conservadora de Burke frente a la liberal. Ese liberalismo es obvio en su tolerancia, su apelación a la virtud o su defensa del libre comercio. Su milagro, en todo caso, es mostrar la viabilidad de la síntesis liberal-conservadora. Sabía que “un Estado sin medios para impulsar cambios es un Estado sin medios para su conservación”. Él mismo había estado toda su vida buscando reformas en la institucionalidad de su país para —tras la Revolución Francesa— ser su defensor más razonado. La mayor obra de Burke será esa: el largo siglo de primacía británica —de Waterloo al Catorce—, herencia de sus ideas.
Melancoliza pensar que Burke ha tenido poco eco estas décadas entre sus destinatarios del centro-derecha: no hay mucho Burke en el programa neocon, ni en los liberalismos meramente economicistas, ni en la marejada populista antitodo. Al menos siempre podemos consolarnos leyendo su extraordinaria prosa inglesa.
Carl Schmitt
(Plettenberg, Alemania, 1888-Plettenberg, 1985). Intelectual tradicionalista, escribió sobre el ejercicio efectivo del poder político. Fue activista nazi de 1933 a 1936.
Por José María Lassalle Doctor en Derecho, consultor y profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pontificia de Comillas. Fue Secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital. Es autor de El liberalismo herido (Arpa).
Nada de lo que nos pasa puede entenderse sin Carl Schmitt. Sobre todo, si tratamos de analizar por qué la derecha sufre un brote extremista en su psique política que le lleva a arrebatos furiosos de populismo que impugnan la aspiración consensual y pactista de la democracia liberal. Para acertar la diagnosis hay que releer a Schmitt. En su obra se explican las causas de la polarización amigo-enemigo, de la inevitabilidad de la geopolítica o el auge del decisionismo. También aborda los motivos que llevan a los liderazgos por aclamación, a la sustitución de la democracia liberal por la populista o la derrota de la racionalidad deliberativa ante la emocionalidad, entre otros factores que concita nuestra realidad cotidiana. En todos ellos, Schmitt tiene algo que decir.
Pero nos equivocaríamos si pensáramos que lo que dice es algo que cae dentro de la dogmática derecha-izquierda. No, Schmitt la trasciende, aunque fue el teórico más importante de la llamada Revolución Conservadora del periodo de entreguerras en Alemania. Su reflexión es revolucionaria. Cuestiona el liberalismo como fundamento de la democracia y la racionalidad como el presupuesto moral de la estructura organizativa de la comunidad política. Para Schmitt, el liberalismo no sirve en momentos de excepción. Es decir, cuando la normalidad del mundo es sacudida por la complejidad de este y se precipita en la ruptura de la paz social. En realidad, Schmitt es el profeta del populismo y de la agitación emocional que arrastra a los pueblos a echarse en brazos de líderes abrasivos que les hablan desde el sentimiento y las vísceras políticas. Por eso, lo invocan todos los críticos de la democracia liberal. No importa el color político ni la latitud geográfica. Él siempre está ahí. Vivo y coleando. No falla cuando alguien dispara contra ella.
Alexis de Tocqueville
(Verneuil-sur-Seine, 1805-Cannes, 1859). Teórico del liberalismo conservador, es autor de La democracia en América, sobre el sistema político de EE UU.
Por Javier Zarzalejos Eurodiputado del PP y director de la Fundación Faes. Es autor de No hay ala oeste en la Moncloa (Península) y coordinador de Geografía del populismo (Tecnos).
Pocos clásicos tan contemporáneos. Su pronóstico de las sociedades democráticas vale por el mejor diagnóstico del presente. Sus vaticinios sobre el sentido de la historia, que anticiparon realidades sociales dos siglos antes, son título más que suficiente de bien ganada influencia.
El cotejo entre Marx y Tocqueville es tópico desde que Aron lo propuso. El primero, promotor de un movimiento que llegó a dominar una vasta extensión, una cárcel totalitaria. El segundo, de talante melancólico —un derrotado —, sobrevivirá en su obra y acabará prevaleciendo. La pretensión de Marx consistió en movilizar el prestigio de una ciencia mitificada. En las antípodas, Tocqueville atendió a los hechos, sin deformar la realidad con abstracciones; no idolatró ninguna mayúscula. Supo usar bien la razón: conocía sus límites. Combinó el sentido de la continuidad histórica con la disposición para estimar el futuro. Lúcido e implacable expositor de la obra revolucionaria de 1789, comprendió los valores permanentes de viejas instituciones como la monarquía y la arrolladora fuerza “providencial” del espíritu democrático. Concilió herencia y libertad.
Tras su viaje americano redactó su obra maestra. Escrita para una Francia convaleciente tras la sangría revolucionaria y napoleónica, estudia cómo edificar una democracia en libertad, sin tutelas de la guillotina y el sable. Paz, repudio de convulsiones frenéticas: es su propuesta. Es difícil ser amigo de la democracia, pero necesario. Solo con el principio democrático puede mantenerse la libertad. Moderación en todo, también en el entendimiento de la democracia. Ni con quienes rechazan su principio, la igualdad, por contrario a una desigualdad elevada de hecho a valor. Ni con sus amigos desmedidos, que deducen del principio de igualdad el imperativo de lograrla a martillazos. Tocqueville debería ser un referente de la derecha. Los liberales se reconocen en quien denunció la posibilidad de una “tiranía mayoritaria” sobre multitudes infantilizadas; los conservadores aprecian al teórico de la continuidad; los democristianos ven, en su asociacionismo voluntario, un esbozo de subsidiariedad y descentralización. Conjuga todas las voces de la derecha. No explayaré la salvedad sobre su deformación populista. Basta con leerle.
Roger Scruton
(Buslingthorpe, Reino Unido, 1944-Brinkworth, 2020). Defensor del tradicionalismo político, editó la revista política conservadora The Salisbury Review.
Por Mariona Gumpert Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra y columnista en varios medios y autora de Infodemics, posverdad y la sociedad que viene (Ciudadela).
Es el filósofo referente del pensamiento conservador británico y, desde hace unos años, de los conservadores de habla española. Existen otros muy relevantes, como Alasdair MacIntyre (proveniente del marxismo), Robert Spaeman, Joseph Pieper o Alejandro Llano que, por su abordaje más profundo de diferentes cuestiones son conocidos en la academia y no tanto por el público general. Quien desee profundizar en el pensamiento conservador deberá acudir a ellos, pues de este tipo de filósofos beben quienes, como Scruton, saben llegar al público general.
Una de las cosas más destacables de Scruton es su independencia de pensamiento: por sus ideas llegó a ser detestado tanto por los progresistas como por los políticos conservadores ingleses de su tiempo. Casi toda ideología halla puntos de encuentro con este pensador, motivo por el que el poeta y ensayista Enrique García-Máiquez (uno de los mejores conocedores de Scruton en España) lo ha calificado como el “máximo común conservador”. Los pensadores de izquierdas aprobarán su redefinición de la palabra economía. Partiendo de su etimología (oikonomía, donde oikos es casa o nación), hace hincapié en no olvidar que la economía tiene como objetivo el bienestar de la casa, de quienes la habitan.
Scruton se opone a los “conserva-duros”, concepto rescatado hace poco y motivo por el que se prefiere hablar ahora de “conservatismo” en lugar de “conservadurismo”. Como cuenta la fábula de Esopo, para que una persona se quite el abrigo es más sencillo que el sol caliente de forma agradable a que el viento sople sin piedad. El calor que ofrece el pensamiento de Scruton radica en su reivindicación del in medio, virtus, de la responsabilidad moral, de la defensa de la dignidad humana ante todo, las virtudes morales y cívicas y la belleza.
Michael Oakeshott
(Chelsfield, Reino Unido, 1901–Kent, 1990). Filósofo e intelectual conservador heterodoxo británico, es heredero de la tradición escéptica europea. Su obra fundamental es La política de la fe y la política del escepticismo.
Por María Blanco Economista, profesora de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad CEU-San Pablo y autora de Las tribus liberales (Deusto) o Hacienda somos todos, cariño (Deusto).
Michael Oakeshott fue un filósofo británico que dedicó su trabajo a la filosofía política, la filosofía de la historia y la estética, entre otras cosas. Por definirlo en una sola palabra, era un pensador. Más allá de los temas estrictamente filosóficos, y especialmente a partir de 1940-1950, dedicó sus ensayos a analizar el mundo de la política. Y es aquí el campo en el que la derecha política occidental encuentra en Oakeshott un punto de apoyo, a su pesar.
¿Por qué a su pesar? Por dos razones.
En primer lugar, porque para Oakeshott la visión de lo que es el conservadurismo, etiqueta que se negó a aceptar, y la tradición no se corresponde necesariamente con el pensamiento de derecha. Se trata de una definición basada en el sentido común, y con alguna arista sobre la que reflexionar. La esencia del talante conservador que él propugnaba es la capacidad de disfrutar del presente, de vivir la vida tal y como nos llega día a día y de dedicarnos a actividades intrínsecamente valiosas. Y la tradición es simplemente una conversación con el pasado, para valorar lo bueno de lo heredado y mantenerlo. Es decir, no está en contra de la modernidad sino de la modernidad a toda costa y a cualquier precio.
En segundo lugar, porque para Oakeshott los partidos políticos no deben ser el fin último de la política. Defiende que es necesario ser consciente de los límites de la política y advierte repetidamente del peligro de que la política se imponga a todos los demás ámbitos de la experiencia humana. Lo más valioso en la vida humana no es la influencia, el poder, los logros o la carrera, sino el desarrollo de una sensibilidad personal que llega a través del aprendizaje.
En resumen, Oakeshott es un pensador escéptico que merece la pena ser leído.
José Ortega y Gasset
(Madrid, 1883-1955). Filósofo y catedrático de metafísica, es quizá el intelectual español de referencia del siglo XX. Escribió La rebelión de las masas y La España invertebrada.
Por Pedro Carlos González Cuevas Historiador y profesor del Departamento de Historia Social y de Pensamiento Político de la UNED, y autor de Historia de la derecha española (Espasa).
Como ha señalado el historiador israelí Tzvi Medin, la figura de José Ortega y Gasset se ha convertido en un referente identitario de lo español. A ese respecto, la interpretación de su pensamiento político sigue siendo objeto de controversia. En nuestra opinión, el filósofo madrileño fue, sin duda, un liberal conservador, en permanente diálogo intelectual con las nuevas tendencias filosóficas e ideológicas nacidas de la crisis finisecular del racionalismo. En sus escritos se expresa la mayoría de los motivos del pensamiento conservador: el realismo político e histórico, el sentimiento del valor de la continuidad frente a los planteamientos revolucionarios; la crítica al racionalismo político; una teoría de la nación como empresa integradora, abierta a planteamientos europeístas y, finalmente, un sentimiento fuertemente elitista de la sociedad en el que las minorías están llamadas a dirigir a las masas. Sin embargo, su pensamiento tuvo dificultades de difusión entre el conjunto de las derechas por el proclamado agnosticismo religioso del filósofo.
A ojos de las derechas confesionales, que eran la mayoría, Ortega era un conservador heterodoxo, a quien se alababa por sus planteamientos antirrevolucionarios, pero se criticaba su desdén hacia el rol social de la Iglesia católica. No obstante, su influencia en la ideología de Falange Española fue reconocida por el propio Ortega. Durante el régimen de Franco, sufrió críticas de los sectores eclesiásticos y tradicionalistas, pero fue defendido por sus discípulos conservadores: del Corral, Maravall, Julián Marías, Laín Entralgo, o, desde la derecha tradicional, por Fernández de la Mora. Sin embargo, tras el Concilio Vaticano II y la crisis epistemológica y política del nacional-catolicismo, los planteamientos orteguianos pudieron gozar, y gozan, de más influencia en las derechas españolas.
Ayn Rand
(San Petersburgo, 1905-Nueva York, 1982). Filósofa y escritora, defensora de la libertad y del laissez faire. Considera el egoísmo una virtud y el altruismo un pecado.
Por Antonella Marty Politóloga y diplomada en Física. Autora de El manual liberal e Ideologías (Deusto).
Abiertamente atea, defensora del aborto como un derecho moral de la persona gestante, partidaria de la eutanasia y de la legalización de las drogas. Si Ayn Rand estuviera viva, los conservadores y la nueva derecha le colocarían el título de “zurda”, “marxista cultural”, “bruja”, “hereje” o “liberprogre”. No me quedan dudas.
El objetivismo, nombre que Rand le puso a su conjunto de ideas, es una filosofía que defiende la realidad objetiva, la razón como forma de conocimiento, el interés individual en la ética y el libre mercado en economía. Tal vez sea solamente por esto último y por sus críticas al comunismo soviético que algunos partidarios confundidos de la nueva derecha la “usen” (y luego la desechen o la excluyan, como hizo su círculo “liberal” en su época).
Por eso para defender su legado creo importante remarcar que Rand fue abiertamente crítica con los conservadores, sosteniendo que estos abogan por el control gubernamental sobre el ser humano, sobre su conciencia, ya que defienden un derecho estatal a determinar unos valores morales “ideales”, a implementar un establishment gubernamental de la moralidad. Rand los llamó “místicos del espíritu”.
En su último discurso, en el año 1981, Ayn Rand hizo una enfática crítica a Ronald Reagan, el gurú de la nueva derecha, y a la llamada “mayoría moral” a la que apelaba el expresidente estadounidense, incluido lo que la autora llamó “el más falso de sus lemas”, que era la afirmación de que son “provida”.
Rand fue crítica no solo con la unión entre la religión y la política (esa relación que hoy obsesiona a Javier Milei), sino también con la religión como tal. Si, como decía Ayn Rand, Estados Unidos es el primer país basado en el concepto de libertad, Donald Trump no lo representa ni lo entiende. Y no cabe duda que hoy sería la primera en levantar la voz contra todos los populistas de derecha que con nacionalismo y religión están brotando en Europa y a lo largo del mundo, al estilo de Santiago Abascal, Marine Le Pen o Giorgia Meloni, comenzando por la frase que plasmó en su obra La virtud del egoísmo (1964): “El racismo es la forma más baja y primitiva del colectivismo”.
Raymond Aron
(París, 1905-1983), Sociólogo, filósofo y comentarista político, sobre todo en la segunda posguerra mundial, es autor de Democracia y totalitarismo (1965).
Por Aurora Nacarino-Brabo Periodista, politóloga y diputada del Partido Popular, es coautora de Anatomía del Procés (Debate) y El porqué de los populismos (Deusto).
Fue una boutade muy del gusto de la intelligentsia marxista repetir que era mejor equivocarse con Sartre que acertar con Aron. La ideología ya había sido la excusa antes, para eludir el compromiso con una democracia que pedía auxilio en Weimar y que finalmente sucumbió a los fascismos, mientras en los salones de la izquierda burguesa se escuchaba aquella frivolidad, “ni nazismo ni capitalismo”, primero desde esa buena fe protegida por la ignorancia, después ya sin desconocimiento del horror que pudiera eximir de culpa.
Se podría defender que Aron se alejó de la izquierda sin dejar de ser nunca otra cosa que un hombre de izquierdas. Traicionó a los “clérigos” de la militancia, pero no por conservador, sino por liberal. No podía ser su izquierda aquella que gritaba con Sartre: “Las derechas son los salauds (cabrones)”. Prefirió siempre la travesía sin puerto de arribada que impone la persecución de la verdad a esa moral que prefigura una verdad sin búsqueda: una revelación. Groethuysen dijo de él que quería “arrancarle a la Historia el secreto”, y cuánto impresiona hoy, en los días de la posverdad y el relato.
El respeto que guardo por Marx es legatario del respeto con que Aron nos lo explicó: sin los ardores del creyente y sin la aversión del que creyó y ha perdido la fe. Y su democracia sigue siendo la mía: la que exige la constitucionalidad del poder y sabe que la voluntad que no está sometida a un entramado de instituciones y leyes conduce a la tiranía. O dicho de otro modo: la que entiende que democracia y Constitución son inextricables, simbióticas, como el alga y el hongo que forman el organismo único al que llamamos liquen. La democracia no es mejor por el poder con que bendice a los vencedores, sino por la dignidad que brinda a los perdedores.
Qué puedo decirles: Aron me acompaña, en cada titular de prensa, en cada sesión parlamentaria, aunque no me proporciona ningún consuelo; acertar con Aron sigue dando miedo.
Alain de Benoist
(Saint-Symphorien, Francia, 1943), Autor de La nueva derecha, impulsó la derecha francesa siguiendo postulados de Antonio Gramsci, pero contra la izquierda.
Por Antonio Ribera Catedrático de Historia Contemporánea en la UPV y exdiputado socialista en el Parlamento Vasco, es autor de Historia de las derechas en España (Catarata).
Si la Nueva Izquierda se internacionalizó coincidiendo con la crisis cultural de 1968, algo similar ocurrió con la Nueva Derecha, particularmente en Francia. En ese contexto se destacó la reflexión filosófica de Alain de Benoist (1943), convencido también de la primacía de la parapolítica sobre la política tradicional. Si el poder se disputaba en este segundo ámbito (electoral, partidario, putschista), el influjo permanente sobre la sociedad se resolvía en la capacidad para ser hegemónico en las convicciones cotidianas. Un pensador tradicional, de derechas, abrazaba las viejas tesis del comunista Antonio Gramsci sobre la cuestión. Porque lo que entablaron Benoist y la Nueva Derecha entonces fue un combate por los valores, eso que llamamos hoy “batalla cultural”. Convencidos de que la izquierda jugaba ahí con ventaja, procedieron a cuestionar la unanimidad progresista liberal poniendo en la picota verdades indiscutibles para sus opositores como el progreso, el utilitarismo, el cosmopolitismo, los derechos humanos universales, el liberalismo y el capitalismo. Y todo desde la intención de sustituir argumentalmente a la izquierda, no de compartir criterios con ella, de lo que acusaban al conservadurismo tradicional.
Se trataba de desplegar una estrategia moderna y abierta para sostener el bloque de valores de la derecha histórica. Una corriente difícil de encapsular porque ni era la reacción providencialista y pasiva clásica ni el conservadurismo liberal de siempre, pragmático, poderoso y descreído. Por eso Benoist no ha encajado como intelectual en los partidos franceses (o europeos) de la extrema derecha y algunos de sus postulados les rechinan (su ajenidad religiosa). Sin embargo, no por ello deja de celebrar la crisis de la democracia liberal y la emergencia del populismo iliberal, los soberanismos estato-nacionales y una cólera desde abajo que acabe con la vieja civilización occidental anglosajona.
El método y el jurado
La encuesta de Ideas se realizó pidiendo a 30 expertos de diferentes ámbitos (academia, política, edición, periodismo) que eligieran a los que, a su juicio, son los 10 pensadores (de cualquier época) más influyentes en la derecha hoy en día. Los hemos ordenado en función del número de votos obtenidos.
El jurado estuvo compuesto, en orden alfabético, por: Pablo Batalla, María Blanco, Paloma de la Nuez, Alicia Delibes, Roger Domingo, Joaquín Estefanía, Steven Forti, Pedro Carlos González Cuevas, Cecilia Güemes, Mariona Gumpert, Pedro Herrero, José María Lassalle, Gregorio Luri, Máriam Martínez-Bascuñán, Valentina Martínez Ferro, Antonella Marty, Rocío Monasterio, Aurora Nacarino-Brabo, Macarena Olona, Ignacio Peyró, Elena Postigo, Manuel Quesada, Miguel Ángel Quintana Paz, Juan Ramón Rallo, Antonio Rivera, José Luis Rodríguez Jiménez, Edurne Uriarte, Fernando Vallespín, Jorge Vilches y Javier Zarzalejos.
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