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Tribuna
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¿Una revuelta o un movimiento social?

En Estados Unidos se abre una brecha en el consenso sobre que el capitalismo es la única vía al paraíso

La Edad Media europea estuvo llena de revueltas campesinas y disturbios urbanos. Los franceses llamaban a la agitación en el campo jacqueries, por su protagonista simbólico, el imperturbable campesino Jacques, que se veía abocado a la violencia por las exacciones de la nobleza. En las ciudades, los italianos tenían dos nombres: el popolo grasso frente al popolo minuto, es decir, los gordos, los ricos, frente a los pobres y más flacos. Desde luego, estos antagonismos eran específicos de cada nación y cada región, tenían unas causas y unos resultados complejos y, a menudo, tenían elementos de imaginería religiosa e ideas de justicia. El difunto héroe de la resistencia polaca Bronislaw Geremek era historiador de los movimientos sociales medievales antes de utilizar sus conocimientos como asesor de Solidarnosc y, posteriormente, como ministro de Exteriores.

A primera vista, pareció que todos estos movimientos habían fracasado. Para que hubiera representación política y un mínimo de justicia distributiva hubo que esperar a la aparición del concepto de ciudadanía. Los nobles y sus homólogos urbanos perdieron importancia ante la formación de Estados nacionales fuertes, en los que unos monarcas absolutistas utilizaban los nuevos poderes centralizados para supeditar tanto a nobles como a campesinos, a burgueses acomodados y esforzados artesanos. A su vez, las nuevas capas sociales (pequeños agricultores independientes, prósperos comerciantes urbanos y fabricantes) utilizaron los Parlamentos para controlar la arrogancia real. Las jacqueries se convirtieron en un recuerdo del pasado en manos de los historiadores. La industrialización acabó engendrando un proletariado mucho más amplio y con posibilidades de ser más peligroso incluso que los más desesperados de los pobres en las ciudades medievales.

La historia no avanza en línea recta. Al fin y al cabo, Inglaterra decapitó a un rey siglo y medio antes de que lo hicieran los franceses. Todavía hace unos días, un columnista del Financial Times, en un artículo positivo sobre las protestas en Wall Street, hablaba de una secta británica del siglo XVII, los Excavadores (Diggers), que, durante la Revolución Inglesa, se resistieron al cierre de las tierras que hasta entonces habían sido comunes. Es muy poco frecuente que el Financial Times publique referencias favorables a una revolución. Recuérdense las energías intelectuales y morales empleadas por los británicos a partir de 1792 para denunciar a los jacobinos. Unas denuncias que iban acompañadas de un relato de lo más orgulloso (y absurdamente distorsionado) en el que la historia británica era una historia de acuerdos y concesiones sin fin. Tal vez los que ocupan una mínima parte de Wall Street (y sus colegas de otras ciudades de Estados Unidos) han tocado fibras sensibles de la memoria en otros lugares. Desde luego, han abierto una brecha en las teorías irrefutables de que en Estados Unidos existe un consenso fundamental sobre que el capitalismo es la única vía al paraíso. ¿Qué capacidad de influir a largo plazo tiene el grupo amorfo que ocupa en estos momentos un pequeño rincón del distrito financiero de Nueva York, con el riesgo constante de sufrir la agresión de una policía brutalizada? El grupo que inició la ocupación está formado por personas que trabajan en el sector de las artes y la cultura. Se formó, en un principio, para crear y defender los derechos de los artistas en materia de contratos, empleo, seguros médicos y vivienda. Lo que les empujó a una acción colectiva fue la búsqueda de la seguridad individual. Utilizo el término "artista" pero, en realidad, el grupo incluye también a personas que trabajan en las nuevas tecnologías. Si la afinidad entre creatividad artística y protesta social, que comenzó hace dos siglos, se extiende ahora a los innovadores en las comunicaciones electrónicas, eso debe hacernos reflexionar. Al grupo se unieron enseguida estudiantes, desempleados de todas clases, miembros de sindicatos (que aún tienen una gran presencia en Nueva York) y personas llegadas desde el interior.

Como es natural, los medios de comunicación, como por instinto, han dicho que los manifestantes son desechos sociales o jóvenes sin educar. Su desprecio recuerda a la reacción de las clases dirigentes ante las primeras protestas contra la guerra de Vietnam. Si no lo hubieran mostrado, habría sido prueba de que Estados Unidos está de verdad en el umbral de una revolución.

No es así, ni mucho menos. Es más, pese a su tendencia a actuar como si fuera el presentador de un programa de variedades, el presidente puede atribuirse en parte el mérito de la protesta. Al alterar por completo su retórica en las últimas semanas, al empezar a reconocer la división de clases, ha empujado a quienes criticaban su frustrada reconciliación con los republicanos a emprender sus propias iniciativas. Ahora tendrá que aceptar que insistan en que siga él también la lógica de ese nuevo rumbo.

¿Podrán los manifestantes unirse con los demócratas que se oponen, en Wisconsin y Ohio, a unas asambleas estatales y unos gobernadores entregados a la soberanía de los mercados? Es posible que la conciencia despertada por las protestas haga que muchos ciudadanos estén más dispuestos a abandonar la pasividad.

Uno de los recursos más valiosos de los movimientos sociales es la memoria. La memoria social no es una investigación histórica minuciosa. Es una destilación moral del pasado. Muchos de los comentarios entusiastas sobre las manifestaciones hacen referencias a Estados Unidos durante el New Deal y las décadas posteriores, cuando la economía estaba regulada, la tercera parte de la fuerza laboral pertenecía a sindicatos y las expectativas, tanto individuales como colectivas, no dejaban de crecer. Los participantes más cultos habrán estudiado el New Deal en sus clases de la Universidad. Otros tendrán recuerdos familiares de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, transmitidos por unos abuelos ya fallecidos. De lo intensos que sean esos recuerdos puede depender la suerte de las protestas. Pueden convertirse en una jacquerie moderna. O, tal vez, puedan renovar la persistente y profunda tradición de protesta en Estados Unidos y marcar el inicio de una nueva etapa en la política.

Aunque sean efímeras, por lo menos, han acabado con la atrofia actual de la cultura estadounidense. Al final, las jacqueries medievales proporcionaron elementos imaginativos a las revoluciones modernas. La historia contemporánea de Estados Unidos ha estado llena de sorpresas, en su mayoría decepcionantes. Cualquier mejoría, por pequeña que sea, sería de agradecer.

Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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