No es el euro
La crisis de fondo es de carácter político: faltan alternativas reales para la ciudadanía
El pasado domingo este periódico dedicó la portada y una serie de artículos a una grave cuestión: la UE salva el euro pero pierde el apoyo de los ciudadanos. Los datos aportados son demoledores, en particular la caída acelerada de la confianza en la UE en los países periféricos del Euro, hasta hace poco entre los más europeístas. Sería tentador concluir que el problema de fondo es la mala gestión de la euro-crisis y el fracaso, a ojos de los electores, de las políticas de austeridad impuestas por Alemania y sus socios en la Eurozona (Finlandia, Países Bajos y Austria) como condición indispensable para los rescates concedidos, disimulados o insinuados. Basta con abrir el foco hacia los países de la UE más allá de la Eurozona para darse cuenta de que el problema es más amplio y, desgraciadamente, más profundo.
No hay país europeo más alejado en su estado de ánimo de la moneda común que el Reino Unido. Y, sin embargo, este mismo fin de semana las encuestas de opinión nos señalaban un fenómeno familiar: mientras los partidos de la coalición de gobierno (conservadores y liberales) insisten en que no hay alternativa a la austeridad, el 58% del electorado cree que la actual política económica es perjudicial para el país. El apoyo a los partidos de la coalición anda en niveles cada vez más bajos mientras UKIP, el partido del nacionalismo inglés eurófobo y populista, alcanza el 17% de intención de voto.
Bulgaria se encamina hacia elecciones anticipadas tras la caída del gobierno forzada por una revuelta popular contra los altos precios de la electricidad y las medidas de austeridad. Sofía venía siendo incluida por los economistas partidarios de la consolidación fiscal en el grupo de los alumnos aventajados, los BELL (Bulgaria, Estonia, Letonia y Lituania), conocidos por su estabilidad fiscal y su bajo endeudamiento, en contraposición con los díscolos PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España). Las repúblicas bálticas son regularmente presentadas como ejemplo de los efectos beneficiosos de una austeridad radical, temprana y sin cortapisas para recuperar la senda del crecimiento. Poco importa que estos países tengan las mayores tasas de emigración de la UE, con el consiguiente envejecimiento de la población, que la pobreza haya subido hasta niveles intolerables (con un 40% de su población en riesgo de pobreza, Letonia solo es superada por el 49% de Bulgaria) o que el 80% de letones y lituanos califiquen la situación económica de mala o muy mala. Letonia (a la cual Hillary Clinton apodó como “el segundo país favorito de Angela Merkel”), tras cumplir a rajatabla el credo de la austeridad, presentó la semana pasada su candidatura a formar parte de la Eurozona, para deleite de los halcones de la consolidación.
En Europa Central y Oriental la cantinela del no hay alternativa —o de considerar cualquier alternativa como antieuropeísta y populista— tiene ya dos décadas de existencia. Allí, al bagaje de derechos humanos y Estado de derecho que representaba la UE, se le añadió un modelo económico claramente a la derecha del imperante en Europa Occidental. En la propia Alemania, pocos cuestionan la Agenda 2010 que consolidó hace una década el actual modelo social de extrema contención salarial y dependencia de las exportaciones, un modelo que no solo ha resultado en una reducción del 10% de la clase media sino que además ha contribuido a los desequilibrios de la Eurozona al financiar, e incluso incentivar con la gestión monetaria común, el endeudamiento en la periferia de la Eurozona.
Por todo ello, no nos encontramos ante una crisis económica que se convirtió en política por la mala gestión en la Eurozona. Tampoco la desafección ciudadana es con el Euro per se. El paradigma ideológico que el grupo de la Triple A ha impuesto para salir de la eurocrisis tiene un recorrido mucho más largo y amplio en la UE. La crisis de fondo es política: faltan alternativas reales. La ciudadanía puede elegir austeridad o expansión, cargar con sus errores (y los de sus políticos), entender que los tiempos difíciles requieren decisiones dolorosas. Pero lo que no parece sostenible a largo plazo es asociar a Europa con una política económica única, con un reparto desigual de los costes de la crisis, con una tecnocracia terca, arrogante y alejada de la realidad de millones de ciudadanos europeos. La mayoría de ciudadanos sabemos distinguir el proyecto europeo de esta asfixiante obcecación. Pero urge corregir el rumbo ante las elecciones europeas de 2014, que amenazan con destapar la caja de los truenos del populismo antieuropeo, pero son a la vez la oportunidad de oro para abrir un debate mucho más inclusivo sobre cómo gestionamos nuestra economía y nuestra interdependencia.
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