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Columna
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Escalada de crueldad

Hay una puja en la atrocidad que busca difusión, más reclutas y disuadir al adversario

Lluís Bassets

No hay límites para una imaginación perversa. La muerte del piloto jordano Moaz Kasasbeh, quemado vivo dentro de una jaula, supera en brutalidad la práctica ya habitual del Estado Islámico de decapitar a sus prisioneros. Al régimen genocida norcoreano de Kim Jong-un también se le atribuye un método similar, el del lanzallamas, para deshacerse el pasado abril de varios dirigentes —un viceministro, su hermana y el esposo de esta última, un exembajador en Cuba—, acusados de complicidad con Jang Son-thaek, el tío del dictador caído en desgracia, en su caso lanzado según las mismas fuentes no verificadas a una fosa llena de perros hambrientos.

No hay testimonio directo ni documentos que acrediten las salvajadas del déspota norcoreano. En cambio, las bárbaras ejecuciones del Estado Islámico vienen documentadas por los propios asesinos, que producen las grabaciones de sus crímenes con esmero artístico, las editan en alta definición y las difunden en el momento más oportuno, es decir, cuando pueden hacer más daño.

No hay duda de que la cúpula del poder en Pyongyang vive aterrorizada por la determinación y la saña con que el Nerón coreano al que deben obediencia se deshace de sus enemigos o simplemente de aquellos a quienes tiene ojeriza. Más que una escalada en la crueldad, en su caso hay variaciones en la leyenda truculenta con la que acompaña su poder personal.

No es el caso del califato, donde la puja en la crueldad está destinada, sobre todo, al gran público. Hay un impulso en su raíz ajeno al terrorismo y común a los contenidos de todos los medios digitales: la demanda cae con la repetición y aumenta con la originalidad. Tratándose de la difusión vírica de sus grabaciones a través de las redes sociales, saben que sus ejecuciones alcanzarán mayor difusión si consiguen superar en crueldad las difundidas anteriormente.

Pero ahora estamos hablando de armas. Esos vídeos donde vemos las decapitaciones y ahora la inmolación por fuego son parte del arsenal del califato. Y son armas de impacto múltiple. De entrada, instrumentos para encontrar reclutas, a los que se convoca al asesinato y a la barbarie, causas que nunca han dejado de tener clientela en la historia de la humanidad, pero que últimamente quizás encuentran una acogida inhabitual. Son también instrumentos disuasivos: junto al vídeo de la hoguera humana han difundido las listas con los nombres de los pilotos jordanos que bombardean el territorio del Estado Islámico.

La exhibición de estas ejecuciones quiere sembrar la discordia en las opiniones públicas árabes, divididas entre los apaciguadores que prefieren que sus Gobiernos se inhiban y los intervencionistas que consideran indispensable la derrota del califato. El objetivo es debilitar la coalición de 60 países que ahora tiene en frente y alejar a socios como Japón que no participan en los bombardeos pero proporcionan ayuda.

Son las razones del mal. La capacidad infinita de una imaginación perversa al servicio de un objetivo racional de poder.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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