Perdió el Diablo, perdió el sacerdote
Un pandillero y un cura mediador recibieron a EL PAÍS cuando la tregua aún vivía Hoy el primero está muerto y el otro en libertad condicional
El martes 21 de enero a las diez de la mañana, el Diablo aún no estaba muerto. Hizo de guía para EL PAÍS en una colonia controlada por su pandilla, la Mara Salvatrucha. Cuando apareció no daba una impresión mala. Traía una gorra y una playera de manga larga. Se presentó: “Óscar Armando Díaz Sigarán”. Me llaman el Diablo, dijo. Era bajo, flaco, educado. Habló pero no bromeó. Tenía 29 años. Era un pandillero importante en su zona. Por entonces la tregua de las bandas estaba debilitada pero en pie. El Diablo murió 386 días después, el 11 de febrero pasado. Un policía le dio un tiro en la cabeza. Hacía tiempo que había terminado la tregua.
Era un delincuente pero también partícipe del proyecto de pacificación de un cura español, Antonio Rodríguez. Díaz Sigarán parecía uno de sus chicos de confianza: maduro, espabilado, con un perfil más intelectivo que otros como El Abuelo, un tipo de expresión embotada al que le llamaban así por la proeza de haber llegado vivo a los 40.
Rodríguez era en ese momento uno de los civiles de más peso en el proceso de contención de la violencia entre pandillas. Sonriente, confiado, fresco, con la barba recortada en forma de candado. Hoy, con el proceso roto, es un sacerdote de 39 años en libertad condicional, aunque mantiene el tono resuelto. Este domingo atendió la llamada desde San Salvador: “Aquí estoy, ¡estudiando!”. Su detención fue una bomba inesperada, el 29 de julio, cuando apenas quedaba nada en pie de la tregua.
Le imputaron tráfico de influencias, agrupaciones ilícitas, introducción de teléfonos en las cárceles. Estuvo en un calabozo hasta el 4 de septiembre. Lo juzgaron y lo condenaron a dos años y medio. Confesó lo de los teléfonos, pero sostiene que lo “forzaron” a ello. Lo han dejado en libertad condicional hasta 2016 con medidas cautelares: no puede entrar en calabozos ni prisiones ni estar en contacto con pandilleros. Mientras tanto estudia una maestría en “Conflictología”.
El cura que negociaba con las pandillas mantiene su discurso contra la mano dura: “Nos está gobernando la cultura del odio. Aquí hay un discurso de guerra agudo. Ha vuelto la propuesta tradicional: más fuerza para la policía y para las fuerzas armadas”. Él defiende el diálogo con las bandas y la estrategia de reinserción y desarrollo socioeconómico en los barrios.
El Diablo también defendía la tregua. Pero no concebía la paz. Decía: “Aquí desde que se firmó la tregua no ha habido homicidios papá. Vamos a hacer una vida cabal pues, como tiene que ser. No vas a convivir con ellos [con las otras bandas], pero vas a respetar una línea”. Esa era su expectativa: cada banda en su zona. Hacia el final del recorrido se quitó la playera para la foto. En el pecho llevaba dos letras: Eme–Ese. Mara Salvatrucha, o la guerra tatuada en la piel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.