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PENSÁNDOLO BIEN...
Columna
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Oficio de tinieblas

Los políticos se habitúan a las pequeñas, medianas y grandes transgresiones hasta necesitarlas como el aire que respiran

Jorge Zepeda Patterson

Dicen que un cirujano es un asesino sublimado, alguien con la inclinación necesaria para tomar un instrumento afilado y acuchillar al prójimo. Nada reprochable, desde luego, si la acción tiene como propósito extirpar un tumor maligno. De igual forma, un periodista es un chismoso sublimado, alguien para quien todo secreto supone un desafío. Primero para descubrirlo, después para divulgarlo. En el alma del periodista anida el impulso soberbio y embriagador que supone saber algo que los demás ignoran y, acto seguido, disfrutar mostrando al mundo lo que sólo él sabe.

Con los políticos el tema es un poco más complejo. Es una vocación que entraña un impulso hacia el servicio público, el deseo de ser objeto de la admiración y del agradecimiento unánime, el anhelo de trascender. Por lo menos esa es la motivación que aparece en los perfiles autobiográficos. Pero a medida que los he conocido advierto que en la mayoría de ellos el verdadero motor simple y sencillamente es el apetito por el poder. Peor aún, ni siquiera cualquier tipo de poder sino aquél que incluye una fuerte dosis de transgresión.

El poder y la posibilidad de transgredir están íntimamente vinculados. Es fascinante saber que los destinos de otros dependen de la propia voluntad, pero es mucho más adictiva la sensación de estar por encima de las restricciones que afectan al resto de los mortales. No es sólo el acceso a determinados privilegios; después de todo, el dinero de los millonarios también permite gozar de muchos de esos privilegios, e incluso de otros.

Sólo los políticos pueden darse la satisfacción de utilizar con fines personales o familiares una aeronave que pertenece al patrimonio público

Cualquiera que sea suficientemente rico puede rentar o incluso poseer un helicóptero para desplazarse por la ciudad sin necesidad de amargarse la existencia en un embotellamiento interminable. Pero sólo los políticos pueden darse la satisfacción de utilizar con fines personales o familiares una aeronave que pertenece al patrimonio público. El poder es una droga que sólo tiene efectos cuando es ejercido, y pocas maneras más potentes de ejercerlo que utilizarlo para realizar todo aquello que a los demás les está prohibido.

Es por eso que la corrupción política y la función pública muestran vínculos casi simbióticos en todas las sociedades en que la rendición de cuentas no está arraigada. Tener más dinero del que se puede gastar es un placer que se agota pronto. "Un político pobre es un pobre político", sigue siendo un lema que por el que se rigen nuestros funcionarios, pero es apenas el punto de partida. Consideran un derecho asegurar el patrimonio familiar de la siguiente generación, pero la fascinación por el poder va mucho más allá de eso. Puedo imaginarme obscenamente enriquecido al ex gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, y al mismo tiempo profundamente infeliz por carecer del poder que antes le permitía satisfacer caprichos estuviesen o no permitidos por la ley.

Mandar sobre otros, decidir ascensos y descensos, posibilitar o rechazar proyectos es una atribución que pronto se convierte en rutina. Para los de libido alborotada, el acceso a hombres y mujeres de atractivo otrora inalcanzables resulta una tentación irresistible. Por ello es que el sexo constituye una de las recompensas esenciales en el ejercicio del poder. Pero incluso eso tiene límites.

El verdadero goce del poder se alimenta de la capacidad de acometer impunemente lo que otros no pueden

El verdadero goce del poder se alimenta de la capacidad de acometer impunemente lo que otros no pueden. Y no necesariamente se trata de los pecados capitales, salvo en sus versiones más salvajes. Hay gobernadores que consideran que desaparecer a un periodista incómodo o despojar a un vecino de un rancho apetecido forma parte de sus atribuciones. En otros casos simplemente se trata de violaciones de primer grado: extender a voluntad el horario del bar en el cual se festeja, obtener un pasaporte en fin de semana, amedrentar a un antiguo rival con policías judiciales, cerrar el negocio de alguien por mera inquina personal, abrir asientos en un vuelo comercial ya saturado, levantarle la falda a una muchacha en un acto público, y un largo etcétera. Convertirse en senador es algo que muchos desearían, pero no tanto por la naturaleza de sus actividades como por el estatuto que se le atribuye: "Gozar de influencias", "estar por encima de la ley".

Los políticos terminan habituándose a las pequeñas, medianas y grandes transgresiones hasta terminar necesitándolas como el aire que respiran. No sé cuál sea el oficio que subliman; ellos están convencidos de ser dioses del Olimpo.

Twitter: @jorgezepedap

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