Epílogos en la selva
Los huesos de las víctimas contarán las historias de la guerra interna de Perú
Cuando era niño, en mi país se llamaba montaña a la selva y en la escuela nos enseñaban una geografía redundante en la que Perú tenía tres regiones: costa, sierra y montaña. Esta última evocaba una lejanía de difícil retorno, el naufragio sin rastro en bosques hostiles. Una antigua canción, de las que aquí se llaman de la guardia vieja, lo lloraba así: “Qué triste, qué triste es la vida en la montaña / sin luz en la cabaña / sin nadie a quien amar…”.
Luego, en las décadas desarrollistas y cepalianas, la selva, en especial la selva alta, se representó como la nueva frontera por colonizar, el desafío para espíritus intrépidos y pioneros vigorosos. El dos veces presidente, Fernando Belaunde, cuya memoria toponímica era prodigiosa, ensoñaba en sus discursos la feracidad de una selva conquistada a través de sus carreteras, convertida en ubérrima agricultura y ganadería, con los nombres viejos transformados en marcadores de progreso.
La selva alta fue, en efecto, colonizada con energía en la última parte del siglo pasado. Primero por, sobre todo, inmigrantes pobres. Después, por la revolución económica del narcotráfico, que cambió todo menos la pobreza. Y luego por la revolución armada de Sendero Luminoso, que —como sucede cuando un dogma se injerta a la fuerza en pueblos inadvertidos— entró primero como una marejada de mortífero fanatismo milenarista y se asentó después como una presencia de fatalidad variable, pero siempre de alta para arriba.
Treinta años después, los huesos de las víctimas contarán las historias sumarias que la antropología forense pueda registrar
Como sucedió en otros territorios del Perú que fueron conquistados o fieramente disputados por el senderismo, las poblaciones vivieron y sufrieron, sin comprenderlas, todas las expresiones del fanatismo. No era extraño, en los años 80, caminar por días hasta llegar a un pueblo apartadísimo entre los Andes, en cuya plaza silenciosa podían leerse lemas tales como “¡Vivan los cuatro de Shanghái!” o “¡Teng Hsiao Ping [el antiguo modo de escribir los nombres chinos], hijo de perra!”. La estridencia del trazo de la pintura roja sobre el blanco desvaído de las paredes encaladas indicaba, sin embargo, que quien lo hizo sintió que cumplía un deber importante en la dialéctica inevitable de la historia.
En la selva alta, a diferencia de los Andes, Sendero consiguió sobrevivir largos años después de la captura, en 1992, de su jefe y profeta secular, Abimael Guzmán. En cada una de las regiones principales lo hizo de manera y con resultados diferentes. El frente del Alto Huallaga, cuyo jefe, Artemio, rechazó primero a Guzmán y luego volvió al redil en el que la organización dirige el pensamiento, vegetó en el monte a lo largo de años de gradual entropía. En 2012, Artemio fue herido, capturado y su frente se desmoronó.
El frente del Valle del Río Apurímac y Ene (VRAE), en la selva centro-sur del Perú, tuvo una historia más dramática y sangrienta. Fue comandado desde fines de los 90 por los hermanos Víctor y Jorge Quispe Palomino, que repudiaron apasionadamente a Abimael Guzmán y adoptaron métodos que los acercaron más a la tradición guerrillera latinoamericana, aunque siguieran reclamándose maoístas.
Desde poco antes del 2013, sin embargo, luego de sufrir sangrientos contrastes, el Gobierno de Ollanta Humala logró organizar eficientes grupos combinados de las fuerzas de seguridad, abocados a neutralizar los llamados “blancos de alto valor”, que abatieron a los más capaces mandos militares senderistas y forzaron el repliegue hacia su reducto histórico en las montañas boscosas y nubladas de Vizcatán. Otra columna senderista, que amenazaba el vital gasoducto que va desde la provincia de La Convención hasta Lima, fue desmantelada y dos de sus principales mandos: Yuri y Renán, fueron capturados hace pocos días. Su expresión al llegar presos a Lima, la de jóvenes que crecieron durante la guerra interna y no conocieron otra realidad que esa, parecía expresar el discreto alivio de quienes adivinaron ya que los días duros de la selva no eran la jornada azarosa hacia el futuro, sino el desahucio inminente del pasado.
Pero la cosecha luctuosa de la guerra interna continúa. El miércoles 19, en Ayacucho, el Ministerio Público anunció haber encontrado cinco fosas clandestinas con los restos de unas 60 personas capturadas y asesinadas por las fuerzas de seguridad en 1985 en el poblado de Oronccoy, en el punto en el que el Ande se hace selva y desciende al VRAE. Treinta años después, los huesos de las víctimas contarán las historias sumarias que la antropología forense pueda registrar. Dirán que, en el poco poblado Oronccoy, familias enteras fueron asesinadas, una parte por Sendero y la otra por las fuerzas de seguridad. Hubo muchos Oronccoy en el VRAE, el Ande y la selva del Perú, donde insurgentes y contrainsurgentes mataron al pueblo que unos decían representar y los otros defender. Ahora ese pueblo habla desde las tumbas y, como antes, son pocos los que se detienen a escuchar.
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