Juego de tronos en Líbano
La elección del exgeneral cristiano Aoun como presidente confirma la hegemonía de Hezbolá y el repliegue saudí en el conflicto regional con Irán
Abandonó hace 26 años el palacio de Baabda, en Beirut, que ocupaba sin más legitimidad que la fuerza de las armas, camino del destierro en Francia. Ahora regresa octogenario a la sede de la jefatura del Estado, investido por el voto conjunto de diputados maronitas, suníes y chiíes, las tres comunidades que se reparten respectivamente el cargo de presidente de Líbano, el de primer ministro y el de presidente del Parlamento. El general Michel Aoun, el veterano conmilitón de las falanges cristianas en la guerra civil (1975-1990) que estuvo a punto de arrasar el país del cedro por bandera, tardó tres lustros en asimilar en su exilio parisiense que el tiempo de la hegemonía maronita heredada del poder colonial francés ya había pasado.
Volvió a su tierra en 2005, justo después de que hubiera volado por los aires en Beirut el ex primer ministro suní Rafik Hariri en un atentado urdido por los servicios de inteligencia de Damasco y ejecutado por militantes chiíes de Hezbolá. Los sirios ya se habían ido.
La designación de Aoun como presidente de Líbano refleja la complejidad de las alianzas políticas en el territorio de los antiguos fenicios. Líbano quiere ver ante todo preservada su integridad territorial frente a la carnicería que se vive desde hace más de cinco años en la vecina Siria.
El general cristiano que se exilió en 1990 al ser defenestrado por el régimen de la familia El Asad, pactó con Hezbolá su supervivencia tras reconocer que el partido-milicia chií había sido la única fuerza capaz de enfrentarse a Israel en la guerra de 2006.
En su discurso de investidura como jefe del Estado, el dirigente maronita se apresuró a reclamar “la liberación de los territorios [las llamadas granjas de Shebaa, próximas a los Altos del Golán] aún ocupados” por el Estado judío.
Después de 30 meses de vacío en el trono presidencial y de 45 intentos de acuerdo fallidos en el Parlamento, la elección de Aoun parece confirmar la hegemonía política de Hezbolá en Líbano, a pesar de su implicación directa en el conflicto sirio. El fin de la generosa financiación de Arabia Saudí al Ejército libanés —tal vez la única institución del Estado— dejó hace ocho meses a la comunidad suní sin su principal sostén externo.
Golpeados por el desplome del crudo, la quiebra de los negocios inmobiliarios saudíes de su jefe de filas, el ex primer ministro Saad Hariri, han llevado al líder de los suníes a acabar aceptando un reparto de poder —para volver a encabezar el Gobierno— con quienes fueron inducidos desde Siria a asesinar a su padre.
A la inquietud de Israel por la llegada a la presidencia en Beirut de un aliado de Hezbolá se suma la constatación del repliegue de Riad (suní) hacia sus intereses centrales en el Golfo, frente al avance de Teherán (chií) en el tablero de Líbano, sobre el telón de fondo de la guerra de influencia estratégica que libran en la región las dos grandes ramas del islam.
El desempleo juvenil, la crisis económica, la incompetencia de una Administración que no es capaz ni de organizar la recogida de basuras, la amenaza de contagio de la guerra en Siria... Este es el caldo de cultivo favorable para la componenda en Líbano. Occidente asiste con perplejidad a la mutación, después de que Estados Unidos y Francia hubiesen apostado por facilitar el rearme y el adiestramiento de las Fuerzas Armadas con un Gobierno dirigido por un suní moderado e integrador.
Está por ver si el compromiso que arranca con la designación de Aoun sobrevive o se derrumba como un castillo de naipes ante la inestabilidad ancestral del Estado con mayor complejidad identitaria de Oriente Próximo.
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