El año en que cambió la historia de Colombia
Santos presenta el tribunal que juzgará los crímenes del conflicto en el aniversario del primer acuerdo con las FARC
La fotografía era la del fin de la guerra. La imagen que ilustraba la paz entre el Estado y las FARC. Desde la firma de ese acuerdo, el 26 de septiembre de 2016 en Cartagena de Indias, ha cambiado la historia de Colombia. El país ha dejado atrás un conflicto armado que, durante más de medio siglo, causó 220.000 muertos y seis millones de desplazados, la guerrilla más antigua y organizada de América ha entregado las armas y se ha convertido en partido político y las autoridades buscan ahora sentar las bases para una nueva etapa de convivencia. Pero pasar página no es automático. Este ha sido también el año de la polarización social, del choque constante entre representantes públicos, del temor a las injusticias, de la incertidumbre sobre el éxito del proceso. De los cálculos políticos y de las emociones.
Cuando el presidente Juan Manuel Santos y el máximo líder de las FARC, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, suscribieron el acuerdo de paz, los colombianos se preparaban para refrendar el texto en un plebiscito que partió a la sociedad. Las campañas de a favor y en contra, encarnadas respectivamente por el Gobierno con el apoyo de las fuerzas progresistas y por el exmandatario Álvaro Uribe, reflejaron una fractura que, en buena medida, todavía persiste. Ganó el no, por la mínima, pero el Ejecutivo no dio marcha atrás. Revisó los términos del primer pacto y, el 24 de noviembre, firmó otro, el que aún se está desarrollando. Por el camino, Santos recibió el premio Nobel de la Paz.
Según Humberto de la Calle, que fue jefe del equipo negociador con la guerrilla y ahora precandidato presidencial, “el proceso de discusión con el no fue útil”, ya que en su opinión “el nuevo acuerdo es extraordinariamente equilibrado”. En las filas del Centro Democrático siguen rechazando su esencia, pero salvo excepciones los dirigentes del uribismo han asumido que, aunque ganen las elecciones de 2018, va a ser inviable revertir este proceso de paz. Las FARC, que hace menos de un mes, sin renunciar a sus siglas, se constituyeron como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, se sentarán en el Congreso con cinco escaños garantizados en la Cámara de Representantes y otro cinco en el Senado. Sus más de 7.000 exguerrilleros han dejado las armas bajo la supervisión de Naciones Unidas y se asoman ahora a la vida civil en una transición llena de incógnitas de la que dependerá el futuro de las zonas rurales, que todavía no han superado el problema de la violencia.
Este martes el presidente ha presentado la lista de los 51 magistrados que juzgarán los crímenes de la guerra. “Es”, ha dicho Santos, “un paso importantísimo porque escogimos a las víctimas como el centro de la resolución de este conflicto, su derecho a la verdad, a la justicia, a la reparación, a la no repetición”. Los jueces, seleccionados por un comité de cinco personas entre las que se encuentra el español Álvaro Gil-Robles, antiguo Defensor del Pueblo, serán los encargados del funcionamiento de la llamada Justicia Especial para la Paz (JEP), el sistema de jurisdicción transicional aprobado por el Congreso al que serán sometidos tanto exguerrilleros como militares. En la lista figuran el exministro de Justicia Yesid Reyes, juristas como el expresidente de la Corte Constitucional Eduardo Cifuentes o profesores como el filósofo Rodolfo Arango. Más del 10% son indígenas, más del 10% afrocolombianos y el 61% no reside en Bogotá.
El reparto territorial no es una cuestión menor, ya que los desafíos que afronta Colombia tienen que ver, ahora como en el pasado, con la enorme brecha entre la capital, las grandes ciudades y el resto del territorio. El país aún no ha logrado poner fin al conflicto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que cuenta con cerca de 2.000 combatientes, aunque en vísperas de la visita del papa Francisco, hace tres semanas, el Gobierno pactó un cese al fuego que entrará en vigor el 1 de octubre.
Colombia sigue luchando también contra la producción de coca, que según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) creció un 52% en 2016. Es decir, los cultivos pasaron de 96.000 a 146.000 hectáreas. La estrategia antidrogas del Gobierno, centrada en la sustitución voluntaria de cultivos o en la erradicación forzosa en caso de no alcanzar un acuerdo con los campesinos, le costó hace dos semanas una llamada de atención de Donald Trump. Pero las autoridades están decididas a perseverar. También del éxito de este plan depende la paz de las zonas rurales.
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