Argentina cierra el círculo del crimen más cruel de la dictadura
El 40 aniversario del asesinato de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo coincide con las condena a los pilotos del vuelo en el que murieron
Ha tenido que esperar 40 años para ver el cierre del círculo. Pero vivió para contarlo. María del Rosario Cerruti, como otras madres de desaparecidos, estaba juntando dinero a la puerta de la Iglesia de Santa Cruz esa tarde del 8 de diciembre de 1977. Lo necesitaban para pagar un anuncio en el diario La Nación con los nombres de 804 desparecidos. Dentro de la iglesia, el infiltrado Alfredo Astiz, un capitán de la Armada que se había hecho pasar por hermano de un secuestrado y se había ganado la confianza de las madres, había dado la señal de muerte: besó a los que debían ser secuestrados mientras sus compañeros observaban la escena, ocultos entre los feligreses que celebraban el día de la Virgen.
“Eran las ocho, ya estaba oscuro”, recuerda María del Rosario. “Sale Esther Careaga, nos dice ya tengo la plata, 12 pesos. Yo iba detrás. Veo que un hombre la saca, a mí me tiran contra la pared. Gritan ¡sigan, sigan, es un operativo por droga! ¡El terror que sentimos!”. En tres días secuestraron a 12 personas del núcleo fundacional de Madres de Plaza de Mayo, entre ellas Careaga y Azucena Villaflor, líder del grupo. Fue el crimen más terrible de la dictadura. Ya no eran guerrilleros, sino madres que buscaban a sus hijos. Secuestraron incluso a dos monjas francesas que las ayudaban. Todos fueron lanzados al mar, vivos y drogados, desde un avión. Pero algunos cuerpos volvieron a la costa.
Las enterraron como “NN”. Pero las otras madres y las familias siguieron luchando. Hasta que en 2005, con el impulso del Gobierno de los Kirchner, se identificaron los cuerpos. Hubo una primera condena en 2011 a Astiz y otros. Y la semana pasada llegó la cadena perpetua a dos de los tres pilotos de ese vuelo. El tercero murió. La historia ha podido ser reconstruida al milímetro porque, al contrario que en las otras 4.000 víctimas estimadas de los vuelos de la muerte, aparecieron los cuerpos. Se ha encontrado incluso la documentación de ese extraño vuelo nocturno de tres horas sin destino, pilotado por tres comandantes.
“Es mágico, las tres madres caminaban juntas, fueron llevadas juntas, las arrojaron al mar juntas. Pero ese mar es muy rebelde y las devolvió juntas, no quiso colaborar. Y juntas las enterraron”, se emociona Nora Cortiñas, otra de las fundadoras, que logró sobrevivir. Después de 40 años, estas mujeres ya cerca de los 90 no se rinden y dedican su vida a impedir que los culpables estén libres. Argentina es un ejemplo mundial por los juicios de lesa humanidad, que no se detienen. “Esta vez se ha condenado a los dos pilotos que las arrojaron al mar a ellas. Pero otros se han librado. El año que viene los meteremos presos. No vamos a parar. Ellos pensaban que terminaban con las madres, pero no podrán avasallarnos, si no somos nosotras serán nuestros hijos y nuestros nietos”, cuenta Cortiñas.
Todas ellas van a los juicios. Miran a la cara a los asesinos, les muestran las fotos de sus familiares. Quieren comprobar en persona cómo son condenados. Ellos, sobre todo Astiz, las miran retadores a través del cristal que los separa. No reniegan de sus crímenes. No cuentan nada, no ayudan a encontrar los cuerpos de otros desaparecidos que fueron enterrados.
Para ellas, ver al hombre que se hizo pasar por el desvalido hermano de un desaparecido para matar a sus compañeras es durísimo. “Cuando entra él es como si viera un bicho asqueroso”, cuenta María del Rosario. “Lo llamábamos el ángel rubio. Era muy bonito, muy agradable. Venía a las marchas y teníamos miedo de que lo llevaran. Nosotras pensábamos que a las madres nunca nos iban a hacer nada, porque éramos mujeres, pero él era hombre. Dos madres le acompañaban al colectivo para protegerlo. Parecía un chico tan bueno. Incluso firmó la solicitada”. Efectivamente, su nombre falso, Gustavo Niño, salió en esa carta en La Nación.
Astiz llegó a tal nivel de confianza que Villaflor, la líder asesinada, estuvo a punto de invitarlo a dormir a su casa. En teoría estaba solo y asustado, era de Mar del Plata, y no tenía donde protegerse. Lo impidió su marido. “Imposible, tenemos una hija adolescente”, le dijo. Esa menor era Cecilia, que explica la debilidad de su madre por Astiz. “Él tenía la edad de los hijos desaparecidos, 26 años. Para las madres era un muchacho desvalido. Se pintaba como un nene bueno, decía que tenía a su mamá enferma en Mar del Plata. Mi mamá le pidió permiso a mi papá para traerlo a casa y él no se lo dio. Por suerte ese torturador no durmió en mi casa”.
El nivel de osadía de Astiz era enorme. A veces acudía a las reuniones con una joven silenciosa y triste a la que hacía pasar por su hermana. En realidad era una detenida. Su hijo había nacido en la ESMA, el centro de detención más conocido de la dictadura, lo tenían retenido y la forzaban a colaborar. Astiz dominaba por completo su voluntad después de torturarla a placer.
Villaflor, las monjas y los demás detenidos del grupo de los 12 de Santa Cruz, como se los conoce, fueron trasladados a la ESMA. Pero estuvieron solo unos días. Los secuestraron un fin de semana y el miércoles ya los lanzaron al mar. En esos días estaba detenida allí Lila Pastoriza, una superviviente del centro de torturas, que pudo hablar con los secuestrados porque había logrado confianza con los militares y la usaban para servir mate a los recién llegados. Por eso le dejaban quitarse la capucha. “Llegó un grupo y una mujer me empezó a hablar de Dios y a preguntar por su hermana. ¡Era una monja! Después vi a Villaflor, entonces no sabía quién era. Me dijo que estaba ahí porque estaba buscando a sus hijos. “No voy a dejar de hacerlo, voy a seguir luchando”, decía. Era una mujer muy decidida”.
Incluso ahí dentro, Villaflor parecía convencida de que los militares nunca matarían a las madres. “Era gente mayor, tenían la edad de nuestro padres, eso nos impresionó muchísimo, porque allí éramos todos jóvenes, militantes. Distribuyó entre los detenidos una lista que hizo ella con nombres de desaparecidos para ver si estaban en la ESMA. Lo que pasa es que no podíamos ni hablar entre nosotros. Muchos no conocíamos los nombres de otros compañeros”, recuerda Pastoriza. Al día siguiente Villaflor ya no era la misma. Había sido torturada. “Me dijo que solo quería dormir. Estaba muy mal”. Poco después los llevaron al avión. Pastoriza dice que allí dentro nadie sabía que sacaban a los detenidos para asesinarlos. Creían o querían creer la versión oficial: que los llevaban al sur. “Yo no sabía que los mataban, si no me habría vuelto loca”, recuerda.
“Jamás pensaron que a ellas le iba a pasar algo. En noviembre del 77 yo me fui al exilio y mi mamá me dijo yo me quiero quedar acá, me necesitan. La vi por última vez en una playa de Río de Janeiro, vino a traerme a mi hijo”, recuerda Mabel Careaga, la hija de Esther, una de las tres madres secuestradas. Ella cree que Astiz las eligió porque eran las más activas. Careaga era bioquímica, y fue la primera jefa del Papa Francisco cuando aún no era cura. “Bergoglio entró en el laboratorio como aprendiz, estaba en la secundaria. Él siempre dice que mi madre le enseñó la seriedad en el trabajo, la sensibilidad social. “Vos tenés que sentir el dolor del otro como si fuera propio”, le decía”, cuenta Mabel.
Astiz no logró acabar con las madres. Al contrario. Las reforzó. Los supervivientes y sus familiares han dedicado la vida a buscar justicia, a lograr que Argentina sea el referente mundial que es en derechos humanos. Y van a seguir: aún hay 420 procesos en marcha contra decenas de represores. Pero la sentencia de la semana pasada, que por primera vez incluyó a los pilotos y consideró probados los vuelos de la muerte, ha puesto un broche al crimen más cruel de la dictadura. Mabel lo tiene claro: “Es el círculo del horror que se cierra con la justicia”.
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