Túnez, testigo solitario de la esperanza
Fue vanguardia de las ‘primaveras árabes’ en el año 2010. En este inicio de 2018, los jóvenes tunecinos han salido a la calle porque quieren profundizar en la democracia económica. Pero la democracia política aún no está del todo asentada
Túnez es una pequeña mancha verde rodeada por el color azul de las dictaduras en el mapa de las libertades y los derechos humanos que hace anualmente Freedom House, un think tank de Estados Unidos con medio siglo en su experiencia de poner notas a los países en función de su calidad democrática. Con una valoración de 70 puntos sobre 100, Túnez está muy cerca de los países de la Unión Europea peor clasificados, como Hungría (72) o Bulgaria (80), pero muy por encima de los que le siguen en el mundo árabe, que son Líbano (43), Marruecos (39) y Jordania (37), considerados solo como parcialmente libres.
Túnez siempre ha sido un caso aparte, una excepción, normalmente para bien, desde su independencia. De todo el entorno árabe, la sociedad tunecina es la más próxima a la mentalidad europea, con la que comparte las ideas de separación entre religión y Estado, de igualdad de la mujer y el tipo de sistema de escolarización mixta. Y esto no ha sido una conquista de la actual Constitución, una de las más paritarias del mundo, sino que tiene sus raíces en el régimen implantado en 1956 por Habib Burguiba, el padre fundador de la patria rápidamente convertido en dictador. También es un país sin grandes recursos energéticos y con escaso valor geopolítico, a diferencia de muchos de sus vecinos, y por tanto sin las adicciones ni los conflictos con frecuencia virulentos que suscitan su control.
Hace siete años Túnez fue el país de vanguardia donde prendió la chispa de la oleada de revueltas conocida como Primavera Árabe y luego el único que protagonizó una transición exitosa, mientras en el resto de la región las revueltas y las transiciones fueron fracasando una detrás de otra; o ni siquiera se intentó instalar regímenes democráticos; cuando no mutaron en terribles guerras civiles y en el caos de los estados fallidos.
Ahora en Túnez se ha disparado la señal de alarma ante una nueva oleada de protestas de gran virulencia, que han conducido a más de 800 personas a los calabozos policiales, en protesta por las medidas de austeridad y los aumentos de impuestos del gobierno y por el temor a una regresión de la democracia. Perjudicado por la inestabilidad y por el impacto del terrorismo en su principal fuente de ingresos, que es el turismo, el país necesita intensas reformas en el gasto público, recortes del tamaño de una administración que gasta la mitad del presupuesto, y reducciones de su déficit público por debajo del 5 por ciento, objetivos todos ellos que se traducen en medidas impopulares.
Las dudas sobre la viabilidad de la democracia en todo el mundo eclipsan el debate sobre la compatibilidad entre islam y democracia
La revuelta que prendió en Túnez en diciembre de 2010, y liquidó el régimen en apenas tres semanas, levantó enormes esperanzas de democratización de la región, como si hubiera empezado una nueva oleada de transiciones liberalizadoras. A siete años vista está claro que la caída de Ben Ali no fue como la del Muro de Berlín, que culminó con el hundimiento del entero sistema comunista y la desaparición de la Unión Soviética dos años después. Al contrario, el balance de las Primaveras Árabes es desolador, de forma que donde no hay caos y guerra civil hay regímenes autoritarios en muchos casos todavía más asentados que antes.
También han cambiado las hegemonías geopolíticas en el conjunto de Oriente Próximo. Estados Unidos, convertido con Donald Trump en abierto factor de inestabilidad, se ha retirado y despreocupado, algo que ya hizo desde la presidencia de Obama. Rusia ha regresado, militarmente incluso, y China ha incrementado su protagonismo, especialmente inversor y comercial. Las rivalidades entre las potencias regionales, como Turquía, Irán y Arabia Saudí, se han exacerbado, en forma de guerras por procuración, en Yemen, Libia y Siria, y sobre todo en la competencia por la hegemonía entre Riad y Teherán, inmersas en una guerra fría sectaria que desestabiliza todo el entorno.
El islamismo político, vencedor inicial de las revueltas, ha fracasado rotundamente como fuerza de Gobierno. El golpe militar que terminó con la presidencia de Mohamed Morsi en Egipto ha sido un revés de largo alcance para los Hermanos Musulmanes, del que han tomado buenas lecciones dirigentes islamistas como Rachid Ganuchi. Una de las más notables excepciones tunecinas es que el partido En-Nahda (Renacimiento), dirigido por Ganuchi, decidió abandonar el islamismo, que mezcla actividades religiosas y asistenciales con la acción política, para convertirse en una formación demócrata musulmana reformista, lo más parecido a los partidos demócrata cristianos, organizaciones laicas de inspiración religiosa pero sin dependencia de la institución eclesial.
Siete años después de la ‘primavera’, esta república sigue siendo la vanguardia y la excepción en un mapa árabe cada vez más sombrío
En estos siete años, el modelo islamista ha naufragado asimismo en la versión turca del Partido de la Justicia y del Desarrollo (AKP), que en un principio pretendió inspirar a los islamistas de las primaveras árabes y ha terminado hundido en la deriva personalista y autocrática de Erdogan. La revuelta tunecina de hace siete años fue el principio de un terremoto cuyas réplicas todavía no han terminado y ni siquiera se sabe hacia dónde se dirigen. Si Túnez regresara al autoritarismo quedaría clausurada para mucho tiempo una esperanza que ahora todavía se mantiene viva, a pesar de las dificultades, cifrada en la compatibilidad entre islam y democracia.
Túnez fue el detonante, pero no un modelo, que nadie siguió, y ahora puede entenderse ya sea como el testigo de una esperanza o como una excepción que confirma por sus especiales condiciones la regla de incompatibilidad entre democracias liberales e islamismo. La identificación entre religión y Estado, el uso meramente instrumental de la urnas para alcanzar de forma irreversible el poder y la idea estratégica de un régimen teocrático regido por la sharía, argumentos fundamentales sobre dicha incompatibilidad, no se dan en Túnez, donde el partido antiguamente islamista ha ganado elecciones, ha participado en el poder y también ha sido desalojado de forma civilizada.
El cambio más notable en estos siete años, entre la revolución de los jazmines y la actual revuelta económica tunecina, es el declive de la idea democrática misma, no en el mundo árabe, sino en el mundo a secas. Los tunecinos quieren asentar su democracia constitucional e incluso profundizarla, justo en un momento de reflujo democrático global. Si entonces la idea democrática ocupaba el horizonte de las expectativas, ahora ha sido sustituida por la exhibición del autoritario modelo de éxito económico asiático.
Quien mejor personifica la nueva matriz es el príncipe heredero y hombre fuerte saudí, Mohamed bin Salman (MBS), con su proyecto de modernización económica y social, inspirado en el éxito de Emiratos Árabes Unidos, y especialmente de Dubai, réplicas monárquicas y árabes de la fórmula de desarrollo autoritario chino. Basta comparar Túnez con Arabia Saudí, uno de los países peor clasificados del mundo en libertades y derechos humanos por Freedom House. Tiene una nota de solo 7 puntos y su objetivo es alcanzar a Emiratos, que también está en el grupo de los peores, con 17. Incluso China, con 14, supera a los saudíes. Por cierto, estos son países que gustan a Donald Trump. No Túnez, que no tiene petróleo ni le compra armas.
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