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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Adrian Lamo, vida y muerte de un ‘hacker’ con remordimientos

La familia del delator de Chelsea Manning anunció el viernes su muerte. El periodista revela sus conversaciones con él a lo largo de los años

Adrian Lamo.
Adrian Lamo.Wikimedia (CC-BY-SA)
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Mi primera conversación con el hacker Adrian Lamo, fallecido esta semana, ocurrió en junio de 2010. El Pentágono había arrestado dos semanas antes en Irak a un analista de apellido Manning, de 22 años, y yo me había encargado de escribir sobre ello, indagando todo lo que pude, que fue poco, entre mis fuentes en el departamento de Defensa. El caso me llamó la atención porque Manning había sustraído cientos de miles de documentos clasificados por Estados Unidos y se los había entregado a Wikileaks. Luego, había alardeado de ello en un chat privado con Lamo, un conocido hacker norteamericano cuyos padres eran colombianos. No imaginaba entonces que EL PAÍS estaría entre los diarios elegidos por Wikileaks para publicar la mayor filtración de cables de la diplomacia norteamericana.

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Lamo, nacido en Boston hace 37 años, murió el viernes en Kansas, según confirmó su padre, Mario, en Facebook: “Con gran tristeza y mi corazón roto, debo anunciar a los amigos y conocidos de Adrian que ha muerto. Una mente brillante y un alma caritativa se nos han ido”. Ni la familia ni las autoridades han revelado la causa de la muerte. Julian Assange le despidió inmediatamente así: “Dice el forense que el chivato del FBI Adrian Lamo ha muerto. Lamo era un falso periodista, delincuente de poca monta y traidor sin decencia”. La reacción era la esperada.

La crónica que escribí sobre Manning, que en verano de 2010 ofrecí con insistencia a mis jefes en el diario, se tituló, a modo de reportaje, ‘El fanfarrón y el delator’. Por un lado, Manning, que alardeó de su filtración ante el otro, Lamo. De este, escribí: “Era un hacker de 29 años que en su día fue buscado por el FBI, famoso por haber penetrado en la red informática de The New York Times, haber modificado sus bases de datos y haber añadido su nombre a la lista de columnistas”. Manning [que hoy se llama Chelsea tras un cambio de sexo] le reveló a Lamo que era la fuente, entre otros materiales clasificados, de un vídeo que había publicado Wikileaks sobre un ataque con helicópteros en Bagdad, en 2007, en el que fallecieron 12 civiles y de un ataque aéreo a la localidad afgana de Garani, en 2009, en el que murió un centenar de civiles. 

Ante el hermetismo del Pentágono, que solo admitía que Manning estaba en Kuwait a la espera de consejo de guerra, decidí lanzar las redes con Lamo. Envié varios mensajes desesperados a través de todos los perfiles que encontré en Internet bajo el nombre Adrian Lamo. Para mi sorpresa respondió inmediatamente a través de un servicio de Google, conversamos brevemente por el chat de Gmail y me llamó después desde un número oculto. A pesar de ser un ‘hacker’, y bastante versado en evitar ser espiado, no parecía preocuparle mucho que las autoridades escucharan lo que tenía que decir: no recurrió a comunicaciones encriptadas en ningún momento.

Lo cierto es que Lamo había compartido ya todo lo que sabía de Manning con el Ejército. Según me dijo fue una decisión dura, largamente meditada y con la que aún tenía que reconciliarse. “No fue fácil, claro que no fue fácil, pero un soldado había puesto en manos de Wikileaks y quién sabe de qué gobiernos extranjeros miles y miles de documentos secretos”, me dijo, en un perfecto español. “¿Sabes lo que puede haber ahí? Nombres de agentes encubiertos, nombres de informantes, sitios secretos que ahora pueden ser atacados”.

De aquella conversación surgió un perfil, el primero que publiqué sobre Manning, mucho antes de las filtraciones de Wikileaks, con el titular ‘Un topo con problemas de autoestima’. Esa fue la primera impresión que me llevé sobre Manning, no por lo que opinó Lamo sobre él, sino por el registro de las conversaciones que tuvieron ambos desde su primer contacto en mayo de 2010, y que Lamo compartió conmigo. Este era el inicio:

Luego Manning alardearía de cómo robaba información en un CD en el que había escrito el nombre de la cantante Lady Gaga mientras escuchaba una canción de esta y Beyoncé. En otras ocasiones dejaba al descubierto una gran vulnerabilidad, que ponía en duda su estabilidad mental.

Lamo me explicó posteriormente que detectó algo de frívolo e inconsciente en Manning, y fue aquello lo que le llevó a delatarle, al sospechar que no había calculado los posibles efectos de tratar con Wikileaks. “No creo que fuera consciente de lo que estaba haciendo. Estoy seguro de que no lo era. A mí me causó muchas dudas. Lo que hice no es fácil. Pero él no era un hacker por ideales, no le movía un código”, me dijo.

Era difícil hablar con Lamo. Padecía síndrome de Asperger, un trastorno del espectro autista que hace muy compleja la interacción social con el afectado. Además, había sido internado en instituciones psiquiátricas por abuso de diversas sustancias y alguna crisis de ansiedad. Mis conversaciones con él, a lo largo de los años, fueron más bien monólogos que aparecían sin aviso previo, sobre temas como el ‘hackeo’ o crisis políticas en América Latina. Tras nuestra primera conversación, de hecho, desapareció y no regresó hasta que supo que EL PAÍS estaba entre los medios que publicaban los cables de Wikileaks, seis meses después.

En aquel segundo contacto, Lamo me dijo que tenía la certeza, y quería que así lo escribiera, de que Manning habían sido engañado por el fundador de Wikileaks, Julian Assange, quien manipuló a un joven soldado, aprovechando su debilidad emocional, para robar información clasificada de Estados Unidos y ofrecerla a los enemigos de esta. “Manning pagará, pero el culpable de todo esto es Assange”, me dijo. Efectivamente, Manning fue juzgada y encontrada culpable, condenada en agosto de 2013 a 35 años por violación de la Ley de Espionaje, robo y fraude informático. Barack Obama lo perdonó antes de dar el relevo a Donald Trump en la Casa Blanca. Assange está asilado en la embajada de Ecuador en Londres tras huir de un juicio por supuesta violación en Suecia.

Lamo y Manning se vieron las caras solo en junio de 2013, durante las últimas semanas del juicio militar en Fort Meade, una base militar en las afueras de Washington. El soldado, de uniforme, con la mandíbula apretada y la mirada fija al frente, escuchó las razones del hacker para delatarle. Lamo se limitó a responder a las preguntas de la defensa y la fiscalía, en la mayoría de ocasiones con monosílabos. Era patente su incomodidad. Se había convertido en una de las personas más odiadas por el grupo de hackers del cual, hacía ya tiempo, había sido un miembro destacado.

Entonces yo ya estaba lejos, en Jerusalén, en otros cometidos en el diario. Pero al leer sobre su testimonio, recordé algunas palabras de una de nuestras conversaciones, cuyas notas aún guardo. “No podría vivir con la idea de no haber hecho nada, estoy seguro de que si hubiera seguido entregando información a Assange habría muchas más vidas en peligro”, dijo. “Ahora me toca hacer las paces conmigo mismo”. Sospecho aún hoy que en esta última parte no tuvo mucho éxito.

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