Los funerales de López Obrador
El nuevo presidente imagina su futuro en el panteón de bronce en el que yacen Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Francisco I. Madero o Lázaro Cárdenas
Para obligarnos a reflexionar sobre el significado de la vida, Epicuro sugería pensarnos a nosotros mismos en el momento de la muerte o, mejor aún, después de ella. De allí concluía que en realidad daba lo mismo: el universo podía continuar perfectamente sin nosotros, de la misma manera en que había existido antes de que llegásemos. El epitafio del filósofo griego lo dice todo: "no era, he sido, no soy, no me importa". Lo que parece un trabalenguas es un resumen perfecto de su filosofía. Dos mil años más tarde Wittgenstein, lo dirá de otra manera: "¿por qué no deberías temerle a la muerte? Una razón es que no la experimentarás. Tu muerte no será algo que te pase a ti. Cuando suceda tú ya no estarás ahí... la muerte no es un acontecimiento de la vida".
La reflexión es válida para el común de los mortales. Entramos y salimos de la vida con la trascendencia de una mota de polvo o un grano de arena; mota y grano tan solo importan por su número. Sin embargo, hay artistas, científicos y estadistas que hacen alguna diferencia, supongo. Es el caso del propio Epicuro, aunque él mismo lo negase.
Andrés Manuel López Obrador ciertamente no promulga epicureísmo alguno. El nuevo presidente de México (tomará posesión el 1 de diciembre), está convencido de que la historia del país no volverá a ser la misma tras su paso por Palacio Nacional. La prometida Cuarta Transformación haría de su sexenio un hito al nivel de la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana.
A muchos asusta este mesianismo histórico. El saldo que dejan los dirigentes que se conciben a sí mismos goznes de la vida de sus pueblos es de claroscuros. Incluye a un Gandhi pero también a un Hitler, a Napoleón o Ataturk.
No sé si Andrés Manuel lo consiga, pero francamente agradezco el propósito. Los problemas en los que se ha metido el país en materia de corrupción e inseguridad obligan a repensar a la sociedad mexicana desde sus cimientos. En muchas regiones el tejido social simple y sencillamente se ha descosido. No solo porque los poderes salvajes han tomado el control de esos territorios sino también porque han terminado por penetrar en las estructuras institucionales de la vida nacional. El problema no solo reside en la pujanza imparable de los huachicoleros (perforadores clandestinos de ductos), en la propagación de las extorsiones a negocios o la omnipresencia de la piratería; es también, y sobre todo, que se trata de industrias ilícitas que operan en contubernio con las estructuras formales en una simbiosis que a ratos resulta imposible de imaginar disociada. Como hermanos siameses que han comenzado a compartir órganos vitales indivisibles. El sistema de justicia, las policías, no son entidades que hayan sido desalojadas por el crimen organizado; son parte constitutiva, orgánica, del fenómeno.
En tales condiciones lo último que necesitamos son presidentes que vengan a navegar con la corriente, a gestionar en el marco de lo posible. Más allá de la frivolidad de Enrique Peña Nieto, de su predisposición a concebir su mandato como una recompensa a su carrera y como un punto de llegada y no de partida, su tragedia es que su horizonte de visibilidad siempre se mantuvo "dentro de la caja" y la caja hace rato que está podrida. Intentó soluciones los primeros cuatro años, los últimos dos sencillamente ha doblado las manos ante lo inevitable.
López Obrador quiere trascender a fuerza de pensar por fuera de la caja. Una pretensión que entraña riesgos, desde luego, pero también oportunidades de encarar los problemas desde otra perspectiva. Y resulta obvio que la atalaya desde la que se ha mirado la corrupción, la desigualdad o la inseguridad no ha rendido frutos. Habrá decepciones, ocurrencias impracticables, soluciones fallidas; pero también propuestas novedosas, entusiasmos refrescantes, aciertos inesperados. Sobre todo, hay esperanza.
El nuevo presidente imagina su futuro en el panteón de bronce en el que yacen Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Francisco I. Madero o Lázaro Cárdenas. Ojalá lo consiga y no se convierta en un retrato más en la galería de presidentes insulsos que le darían la razón a Epicuro: no eran, fueron, no son, no importan.
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