La eterna búsqueda de Ana González, La Pasionaria chilena
Activista inagotable y rebelde en la dictadura de Pinochet, a los 93 años no pierde la esperanza de saber del paradero de su esposo, dos de sus hijos y su nuera embarazada, desaparecidos en 1976
El portón de la casa de Ana González (Tocopilla, 1925), en un barrio popular del sur de Santiago de Chile, no se abre desde 1976. Entre el 29 y 30 de abril de ese año, agentes de la policía secreta de Augusto Pinochet capturaron a su esposo, a dos de sus seis hijos y a su nuera —embarazada de tres meses—, todos ellos militantes comunistas. Nunca se supo de sus destinos y son parte de los más de mil detenidos desaparecidos por el régimen militar (1973-1990). La clausura de la puerta de entrada es un símbolo de memoria: no se abrirá mientras no se sepa al menos lo que les ocurrió y el lugar en el que se encuentran sus restos. “Dicen que la esperanza nunca se pierde”, reflexiona González, de 93 años, impecables uñas largas y rojas, coleta bien ajustada, joyas mapuches y ropajes anchos. El horror le impulsó hacia una vida impensada: de un día para otro olvidó para siempre las labores del hogar y se arrojó a las calles a buscar. Hoy es —sigue siendo— una de las fundadoras de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) y una de sus integrantes de mayor simbolismo.
-¿La comparaban con La Pasionaria, Dolores Ibárruri?
-Me decían La Pasionaria chilena, pero también me decían mijita rica [muchacha guapa].
A González, pizpireta, le gusta hablar con palabrotas y lo hace con gracia. Durante la dictadura, su simpatía y arrojo descolocaba hasta a los policías. Alguna vez, detenida como lo estuvo decenas de veces por protestar, entre un grupo de 80 presos levantó la mano para pedir la palabra para quejarse, por ejemplo, de que los servicios del cuartel estaban demasiado sucios. Fue en la época de las primeras huelgas de hambres y de su viaje a Europa y Estados Unidos para denunciar ante la comunidad internacional lo que estaba ocurriendo en Chile, siempre con la imagen de sus familiares en el pecho. “Los míos”, dice González cada vez que se refiere a ellos.
Todos los suyos fueron capturados en el mismo barrio. Primero sus hijos y su nuera: Manuel Guillermo, Luis Emilio y su esposa Nalvia Rosa Mena, de 22, 29 y 20 años, respectivamente. La noche del 29 de abril de 1976 regresaban a la casa con el pequeño hijo de la pareja, Puntito, de dos años, cuando los capturó la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Nalvia, según los testigos, fue golpeada en el vientre con la culata de una metralleta a pesar de sus gritos y súplicas por estar embarazada. Inconsciente, la introdujeron en uno de los coches en que se movían los agentes. El niño fue el único que regresó, algunas horas más tarde, tras ser abandonado en las cercanías de la casa. Hoy vive en Suecia.
-Lo que los hacía peligrosos era ser luchadores y querer que todos los otros luchadores del país pudieran tener una vida digna”, reflexiona Ana González, mientras mira sus retratos colgados en la pared.
-¿Piensa que su nieto o nieta llegó a nacer? Tendría 42 años…
-Sospecho que sí.
La mañana del 30 de abril fue el turno de su marido, Manuel Recabarren Rojas, de 50 años, que salió de su casa temprano para buscar a sus dos hijos y a su nuera. Fue detenido en la misma puerta, y algunos testigos dicen haberlo visto después en el centro de detención y torturas Villa Grimaldi. Allí se le perdió la pista para siempre. González toma algunas páginas del libro inédito que tiene terminado y lee en voz alta: “…dejo correr mi imaginación y veo claramente a Manuel sentado frente a mí, mirándome a los ojos, envolviéndome en su cálida ternura. Extiendo mis manos hacia su rostro, lo acaricio y, devolviéndole el mando de su ternura, le digo: ‘¡Cómo hemos envejecido, mi viejo!’. Pero vuelvo a la cruda realidad: estoy contemplando su fotografía en una pancarta. ¡Solo yo he envejecido!”.
Su oficina es su habitación, donde recibe a EL PAÍS acostada, sin ningún complejo, porque la edad y algunos problemas de salud la hacen pasar buena parte del tiempo en cama. Este martes 11, sin embargo, espera levantarse para participar de las actividades de conmemoración de los 45 años del golpe de Estado, que encuentra a Chile nuevamente revisando su pasado reciente. La casa es un museo de la izquierda chilena de los últimos 40 años. Cientos de objetos y fotografías tapizan las paredes y se asoman por todos los rincones: decenas de retratos de González con artistas como Sting; imágenes de Salvador Allende, Víctor Jara o Pablo Neruda; bordados con mensajes de protesta y pancartas de la Unidad Popular [la coalición de partidos con la que Allende ganó las elecciones de 1970]. También un curioso cartelito que dice “Corte de Apelaciones”, pegado en la puerta del servicio: un mensaje directo a la ineficacia de los tribunales en dictadura. “En Chile no se ha hecho Justicia”, dice.
-¿Le gusta el Chile de hoy?
-El país está como lo pensó Pinochet. Cuando dicen "le ganamos a Pinochet"... Pienso que no es verdad. No le ganamos. Seguimos divididos y los luchadores de antes se recogieron a sus casas. Para eso fue la dictadura: para silenciar al pueblo que había ganado su libertad. Pero confío en los jóvenes de hoy. Salen a las calles a protestar y eso significa que vamos bien.
Ana González es una leyenda, incluso entre esos jóvenes. Conocen su historia, la aplauden cuando llega a algún acto público y le piden selfies. Hace algunos años, en una visita a La Moneda, un joven carabinero de la guardia de Palacio se le acercó para hacerse una fotografía, un hecho inimaginable años atrás. En agosto se inauguró en el centro de Santiago un mural en su honor realizado por un grupo de jóvenes graffiteros. “Brindo por la vida hermosa, por ella me estoy jugando y por defender la vida, busco lo que estoy buscando”, se lee junto a su retrato. Hace un tiempo, las cartas que llegaban a su casa venían con unos mensajes escritos con bolígrafo: “Aguante compañera, aún tenemos utopía”; “Por siempre en la memoria del tiempo consciente”; “Firme junto al pueblo”. El mensajero anónimo era un joven cartero, que le hizo una confesión: “Espero alguna vez, Anita, traerle una buena noticia”.
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