¿Hay que votar por Europa?
Errores aparte, la brutalidad de la crisis se hubiera llevado cualquier cosa por delante y en cambio la Unión resistió
¿Hay razones para votar hoy por Europa? Si hacemos caso de una percepción muy extendida entre los fabricantes de opinión, pocas. Y menos aún si escuchamos a ciertos Gobiernos y dirigentes nacionales. Que para sacudirse las pulgas —las responsabilidades que contrajeron ante sus electores—, utilizan a las instituciones comunitarias como chivo expiatorio de todos los fracasos. Mientras que se autoatribuyen todos los éxitos.
En las dos últimas legislaturas los europeos han manejado muy deficientemente dos asuntos clave: la crisis económico-social sobrevenida con la Gran Recesión y el Gran Aluvión migratorio de 2015. Este disparó en 2015 las entradas irregulares a 1,8 millones de gentes en busca de refugio, amén de miles de muertos en las aguas del Mediterráneo oriental. El flujo se había reducido en 2018 al 8,3% (150.000 entradas), en parte gracias al muy criticado pacto con Turquía. Pero la recolocación interna buscada por Bruselas para realizar un mejor reparto entre los Estados miembros apenas funcionó.
La Gran Recesión elevó el paro aL 6,4% en 2009, y tras la recaída de 2011, al 11% en 2013, totalizando un récord de 26,5 millones de desempleados. Que se redujeron en enero de 2019 a 15,9 millones y a un 6,4% en marzo. Pero muy concentrados en la periferia.
La recuperación económica en relación con el PIB de 2008 llegó en el primer trimestre de 2016. Fue tardía respecto de EE UU (donde empezó a finales de 2011). Porque los estadounidenses no sufrieron una segunda vuelta de la crisis como la de la deuda pública europea; la UE carecía del instrumental federal para afrontarla; y aplicó además una política de austeridad excesiva, procíclica. Pero al cabo se recuperó con la política monetaria expansiva del Banco Central Europeo (dinero barato y apoyo a las emisiones de deuda nacionales, públicas y privadas) arbitrada por Mario Draghi en verano de 2012. Y una tímida moderación de la rigidez fiscal: la flexibilidad presupuestaria decretada por la Comisión en enero de 2015, el plan Juncker de inversiones y otras políticas lograron (junto con los moderados precios del petróleo y la coyuntura internacional) empezar a revertir la divergencia, que había suplantado a la convergencia social y territorial. Y además, la política económica mejoró con otras herramientas: las dos primeras fases de la unión bancaria; los fondos de rescate; el reinicio de una política social.
Todo eso no ha evitado que en zonas de fractura social la demagogia populista pescase en río revuelto. Pero, errores aparte, la brutalidad de la crisis se habría llevado por delante cualquier cosa —lo propio en siglos anteriores habría sido una devastadora guerra continental—, y en cambio la Unión resistió. Y el euro, cuya crisis no era culpa del euro (afectó a los países sin moneda única) así como la crisis de EE UU no era del dólar.
Ahora bien, el ruido de los extremismos y el pesimismo de cierto estado de espíritu europeo no lo comparte la sociedad, más optimista que muchos de sus dirigentes. En esta crisis existencial, los ciudadanos han decidido que querían proseguir con su unión: la Unión.
Así lo vienen reflejando especialmente desde 2017, en paralelo a la recuperación económica. La encuesta del instituto estadounidense Pew Research Center, de 15 de junio, realizada en diez Estados miembros que contabilizan el 80% de la población europea, daba cuenta de que un 63% era favorable a la Unión; en un 34% desfavorable y solo había un 18% partidario de abandonarla. Lo relevante era el aumento respecto al año anterior: 18 puntos porcentuales de mayor europeísmo en Alemania y Francia, 15 en España, 10 en… ¡el Reino Unido!, —y el 54% de los encuestados— un año después del referéndum del Brexit.
Coinciden en esa tendencia los sucesivos Eurobarómetros. El último, de marzo de 2019, da cuenta de que más de dos tercios de los encuestados, el 68%, considera que pertenecer a la UE es beneficioso para su país.
Quizá por eso algunos expertos, como Miguel Otero, consideran que, contra las apariencias, la UE está “más unida que nunca”. Y porque de las crisis anteriores nos acordamos menos, pero fueron duras. Desde la de las “sillas vacías” a mitad de los años sesenta; las de las “serpientes monetarias” y la petrolera de los setenta; la del “cheque británico” en los ochenta o la de los referendos de Maastricht en los noventa.
Y es que por debajo de los grandes titulares, los reveses y las fracturas, la Unión ha afianzado una personalidad internacional clara y decente frente al trumpismo. Y ha mejorado la vida cotidiana de muchos ciudadanos, con el programa Erasmus; la eliminación del roaming (sobrecargo al uso del móvil fuera del propio país); las sentencias de su Tribunal de Justicia contra los desahucios y las cláusulas abusivas de las hipotecas, entre ellas las cláusulas suelo; las multas contra las empresas que violan la competencia (de las grandes tecnológicas estadounidenses a la Fiat); la marcha atrás del Gobierno polaco en su reforma de la Justicia, que pretendía gubernamentalizarla…
Así que la Unión es un instrumento beneficioso. Aunque imperfecto. Y por tanto perfectible. Por eso urge mejorarlo. De muchas maneras. Entre ellas, votando.
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