El viacrucis de Boris
Al primer ministro le atenaza el virus de la parálisis del Brexit; la UE gana en la subasta de culpas
Boris Johnson recorre un viacrucis. Sepan los jóvenes que no leyeron la Biblia que la vía de la cruz es el trayecto que recorre Jesucristo antes de llegar al Gólgota, donde será crucificado, aunque luego resucite. Transcurre por 14 estaciones, otros tantos hitos agónicos de la meditación cristiana.
No sabemos si Boris resucitará, y ni siquiera ha fallecido. Pero sufre la agonía de sus predecesores, el virus del Brexit. Cuando sus líderes acarician el éxtasis, se desploman y deben enderezarse, como Sísifo con la roca a cuestas.
David Cameron había triunfado (gracias a Tony Blair, John Major y Gordon Brown) en el referéndum secesionista escocés de 2014 y en unas arduas elecciones legislativas que en 2015 le dieron la mayoría absoluta.
Confió en ese loor de triunfo, y lo pagó caro en el referéndum del Brexit, que en verano de 2016 le descabalgó del poder.
También Theresa May, una remainer de poca fe y brexitera de ocasión, tuvo —pese a muchas asfixias en todas las estaciones, entre ellas tres rechazos del Parlamento a su pacto— algún buen momento. Como el acuerdo con los 27 que a finales de 2018 le permitió otear una retirada pactada, un Brexit digamos suave.
Para Johnson, el sábado solo había dos salidas buenas sobre su acuerdo con la Unión. Una, ganar; la otra, perder. Ganar le elevaba a la condición presunta de hombre de Estado frente a su fama de funambulista y convocar y triunfar en unas elecciones como el tipo que cumplió su promesa de Brexit a cualquier precio antes del 31-O, contra todo y todos, cual Gary Cooper en Solo ante el peligro. Perder le facilitaba presentarse como el cómplice populista del pueblo llano —pese a su aristocratismo— en pugna con la élite de Westminster. Y pues, cosechar igualmente un buen resultado en unas elecciones anticipadas.
Quiso el destino, o sea, el frágil apoyo que ha fraguado —cimentado en la apariencia enérgica y energética, en la capacidad resolutiva, en el chantaje a las instituciones y en el agotamiento de los plazos— que ni ganase ni perdiese, sino todo lo contrario. Que se aplazase la decisión.
No es para él una solución terrible. Tampoco óptima. Es mucho peor que buena, pues el hecho de que distintos grupos se concitaran en su contra, antes siquiera de votar, le augura más dificultades. No tanto en la calle, que empieza a someterse a su deje seductor autoritario y canalla, cuanto en Westminster, donde suscita, como su predecesora May, coaliciones negativas.
Este presunto empate beneficia sobre todo a la Unión, porque certifica que los problemas para acordar una salida pactada siempre caen del lado británico. Que los 27 no pueden exhibir ni más paciencia, ni más flexibilidad, ni más alternativas. Y así, que en la inevitable subasta de culpabilizaciones mutuas en caso de retirada sin acuerdo y caótica, las piedras pesadas cuelgan de la mochila del insolente experiodista.
Hasta que todo eso se decante en las próximas horas, sin embargo, van asentándose tres certezas.
Una, que al Reino Unido le es muy difícil decidir, pese a gozar de procesos de construir consensos más livianos que los europeos. Dos, que por eso mismo y por su cutre historia en los últimos años, aparece como un socio poco fiable para compartir cualquier aventura. Y tres, que si un día quisiera volver, tendrá que ser tras renunciar solemnemente a todo desafío chovinista.
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