Trump busca redefinirse como “un presidente en tiempo de guerra”
La crisis del coronavirus eleva la aprobación del republicano al máximo de su mandato. Tras minimizar la pandemia, el neoyorquino se presenta como un líder épico en torno al que hay que cerrar filas
Las recesiones económicas suelen cobrarse las cabezas de los presidentes; las guerras, en cambio, tienen la capacidad de trazar en ellos una efigie de cabeza de familia al que agarrarse fuerte cuando la nación tirita. La debacle mundial generada por la pandemia del coronavirus tiene algo de ambas cosas y Donald Trump intenta colocarse en el lado correcto del relato. Después de mes y medio minimizando el peligro del brote, bromeando incluso, el mandatario estadounidense se ha puesto a la cabeza del grupo de crisis con un mensaje directo y sencillo, marca de la casa: “Soy un presidente en tiempo de guerra”, “esto es una guerra, con un enemigo invisible”.
El actual presidente republicano, uno de los más polémicos que ha tenido Estados Unidos en su historia moderna, estaba orientando su estrategia de reelección en noviembre hacia la bonanza económica —pleno empleo, récord de Bolsa, rebajas de impuestos— y la demonización de la oposición demócrata como nuevo agente de un socialismo totalitario. Pero un enemigo “invisible”, como dice Trump, o más bien microscópico, ha hecho saltar por los aires la realidad americana. Ya no hay prosperidad, sino miedo, ya no hay ataque al intervencionismo del Gobierno, sino el rescate público a empresas y ciudadanos de dos billones de dólares el más voluminoso de la historia.
EE UU ya es el primer país con más contagiados por la Covid-19 en el mundo, según el centro de datos de la Universidad Johns Hopkins, y los fallecidos superan el millar. La cifra de trabajadores que se apuntaron a las listas de desempleo alcanzó el récord de 3,3 millones la semana pasada y Trump ha decidido redefinir su papel a través de la plataforma que mejor domina.
El presidente lidera todas y cada una de las ruedas de prensa diarias del grupo de crisis formado para afrontar el coronavirus, unas sesiones televisivas de más de una hora dignas de estudio. Siempre evita dar cifras de fallecidos o nuevos contagios, entra en sus habituales rifirrafes con periodistas y cae en el sarcasmo, como cuando la semana pasada le comunicaron que el senador republicano Mitt Romney, uno de sus archienemigos, se encontraba aislado por riesgo de contagio y se le escapó un socarrón: “Huy, qué pena”. Sigue fiel al espíritu de telerrealidad de su presidencia, en resumen, pero también aprovecha para echar mano del discurso épico. “Cada generación ha sido llamada a hacer sacrificios compartidos por el bien de la nación”, dijo el pasado 18 de marzo, “ahora es nuestro momento”, añadió recordando a los héroes de la Segunda Guerra Mundial. “Debemos sacrificarnos juntos porque estamos juntos en esto”.
La ratio de aprobación ha alcanzado el nivel más alto de su presidencia, el 49%, según publicó Gallup el miércoles, la misma cima que entre finales de enero y principios de febrero, cuando su absolución en el juicio político del Senado, el impeachment por el escándalo de Ucrania, era inminente. La mejora de la popularidad, de cinco puntos entre el 16 y el 22 de marzo, viene ni más ni menos que de los estadounidenses que se declaran demócratas (6 puntos) e independientes (8 puntos). Y el 60% de los encuestados aprueba la gestión que está haciendo de la crisis. La tendencia coincide con otro sondeo publicado el viernes por ABC News/Ipsos poll, que reflejaba un 55% de apoyo a su gestión de la epidemia, cuando la semana anterior solo le respaldaba un 43%.
Históricamente, los estadounidenses han cerrado filas en torno a sus presidentes cuando se han sentido ante el vértigo de un ataque, de una amenaza, de Roosevelt a Bush hijo; de Madison a Lincoln, que dio su segundo discurso inaugural en los últimos compases de la Guerra Civil. El índice de aprobación de George W. Bush se disparó en 35 puntos tras el 11-S y salió reelegido poco después de la invasión de Irak. El de Roosevelt subió 12 tras Pearl Harbour.
Si hay que escoger un punto de inflexión en la gestión de esta crisis por parte de Trump, este es el 11 de marzo, cuando se dirigió a la nación desde el Despacho Oval y anunció una batería de medidas, entre ellas la suspensión de viajes desde Europa. Dos días después declaró la emergencia nacional. A primeros de mes ya había bloqueado las entradas desde China e Irán y levantado las primeras restricciones sobre Corea del Sur y las zonas afectadas de Italia. Es también a partir de entonces cuando apea de la primera línea de fuego en el grupo de crisis al vicepresidente, Mike Pence, que era quien lideraba las ruedas de prensa hasta entonces, y se pone él.
Mientras, la presencia de sus rivales demócratas en los medios se ha diluido. Las restricciones de movimientos y de actos públicos impuestos para frenar los contagios ha dejado la campaña demócrata suspendida de facto. El exvicepresidente Joe Biden —claro favorito a la nominación, aunque el senador Bernie Sanders sigue en la carrera— trata de hacerse un hueco en el debate público desde un estudio de televisión instalado en su casa de Wilmington (Delaware). Si Trump afirma que deben levantarse las limitaciones cuanto antes, porque la crisis económica puede acabar provocando más muertes del coronavirus, tanto Sanders como Biden le dan la réplica, pero la pérdida de protagonismo resulta evidente.
Para Trump, la cuestión es cuánto pesarán las semanas en las que infravaloró esta crisis y no preparó al país con el equipamiento necesario. Como cuando el 22 de enero dijo “lo tenemos todo bajo control, vamos a estar bien”; cuando el 27 de febrero aseguró: “Esto es el nuevo bulo” de la prensa, “están en modo histeria”. Mijail Gorbachov escribió en 2006 que el desastre atómico de Chernóbil de 1986 fue, quizá, más definitivo que su perestroika en la caída del régimen soviético. Trump está intentando que esta crisis sea su Pearl Harbour, no su Chernóbil.
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