La azarosa liberación de Kevin Harrington: 17 años en la cárcel por asesinato, ahora exculpado (y confinado)
En 2002 lo acusaron de un crimen que siempre negó. Un juez acaba de retirarle los cargos. Ahora se encuentra en un hotel, guardando una cuarentena de 14 días, antes de salir a un mundo que no entiende
‘Dios se parece a mí’. El lema, en grandes letras negras, cubre la camiseta blanca de Kevin Harrington, un hombre de cuerpo musculado y entusiasmo desconcertante que se mueve por la habitación como un cachorro revoltoso. Abandonó la cárcel el 21 de abril después de más de 17 años entre rejas por un asesinato del que siempre se ha declarado inocente. Un juez desestimó los cargos y anuló la condena a cadena perpetua que cumplía tras concluir que el detective que dirigió la investigación en 2002 había coaccionado a la testigo clave del caso. Ahora, con 37 años, se encuentra en un hotel de carretera de Michigan, guardando 14 días de cuarentena antes de poder salir de veras a un mundo confinado y descompuesto, con la economía rota y las caras cubiertas con mascarillas.
Cuando se le pregunta por lo surreal de esta situación, sin embargo, responde: “Sí… y el Facetime, eso de ver a la gente mientras hablas por teléfono, es muy loco, ¿no cree?”. Facetime, Netflix, Grubhub. Harrington, que tenía 20 años cuando lo detuvieron, habla de estos inventos de la economía digital como creaciones divinas. Poder charlar con alguien que está lejos como si le tuviese delante. Elegir entre miles de películas y series a cualquier hora. Pedir comida de cualquier sitio sin buscar el número de teléfono. Ha pasado años viendo y oyendo hablar de todas estas cosas, pero es ahora cuando él mismo tiene un iPhone en la mano que no para de tocar. Lo que no esperaba era otro fenómeno de nombre singular: covid-19.
“Salí y no había nadie en ninguna parte, todo el mundo con la cara tapada, fue… Quería abrazar a mi madre, a mi familia, pero fue muy breve, muy poco cercano, por seguridad, y fue raro. También me sorprendió que la gente está todo el rato mirando su teléfono, pero eso no es por el virus”, cuenta sentado en la cama. En su cómoda reposan varios libros: la Biblia, El pueblo contra O. J. Simpson y un manual de empresas titulado De bueno a genial. Dice que solo ha leído el primero. Que es, junto con trabajarse el cuerpo, básicamente lo que ha hecho durante los “17 años, seis meses, dos días y 35 minutos” que estuvo encerrado o, según sus palabras, “secuestrado”.
A Michael Martin, El Cheeseburger, lo mataron a tiros en algún momento entre la noche del 26 de septiembre de 2002 y las primeras horas del día siguiente. Un chico que repartía folletos de propaganda encontró el cuerpo a las 11 de la mañana cerca de la casa en la que vivía, en Inkster, un suburbio de Detroit. Varón, 45 años, camello de barrio, herida de bala. Bearia Stewart, una vecina, fue quien llamó a la policía minutos después y quien automáticamente, tras horas de interrogatorio en comisaría, se convirtió en la principal testigo y argumento del caso. Stewart contó que había visto a Harrington y a otro hombre, George Clark llegando juntos al porche de Martin, que lo golpearon y lo arrastraron y que, acto seguido, oyó los disparos.
Antes, en la misma sala, la vecina negó 23 veces saber nada de ese asesinato. Las pruebas forenses tampoco revelaron pruebas de los supuestos golpes observados por ella y, como admitió en el cuarto juicio, desde su casa no podía ver el patio del fallecido. Años después, justificó que el detective que la interrogó, Anthony Abdallah, le había “forzado a contar una mentira” amenazando con quitarle a sus hijos. “Yo estaba en ese momento metida en drogas, ahora quiero estar limpia y no sé nada de aquel asesinato”, dijo, según consta en los documentos del caso. La transcripción de su entrevista en comisaría recoge estas palabras del detective: “Cuando antes hables, antes tendrás tu trasero en casa con tus hijos. (...) Si te quedas aquí vamos a llamar a los servicios sociales para que recojan a tus hijos porque vas a estar encerrada, ¿vale?”.
Arrestaron a Clark y Harrington unas semanas después. En el primer juicio, en 2003, Bearia Stewart alegó haber perdido la memoria de los hechos y simplemente se leyó su declaración inicial escrita. Ahí empezó la batalla judicial. En el segundo y tercer juicio el jurado quedó dividido. En el cuarto, en 2006, fue declarado culpable de homicidio y condenado a cadena perpetua sin posibilidad de condicional.
Al abogado Imran Syed el caso le obsesionó desde 2009, cuando aún era estudiante de Derecho en Michigan. “No es muy razonable que se necesiten cuatro juicios para una condena así. Y no sabemos cómo salió el nombre de Kevin en aquella declaración. Él y George Clark ni siquiera se conocían, ni estaban en la zona cuando ocurrieron los hechos. La vecina conocía el nombre de Clark porque había ido varias veces a casa de Michael Martin, pero Kevin le debía sonar del barrio, es de una familia muy grande”, explica Syed, hoy subdirector de la Clínica de la Inocencia de Michigan, uno de esos equipos legales que han proliferado en los últimos años para tratar de revertir sentencias injustas.
Los tribunales tumbaron cada uno de los recursos y apelaciones de los dos acusados, pero su suerte cambió en 2016, cuando dos nuevos testigos salieron a la luz y señalaron a otro tipo, hoy fallecido, como autor del asesinato. Nicole Williams, que iba a comprarle marihuana a Cheeseburger, vio desde el coche la discusión entre este y un tal Sharrod Miller, así que se alejó y oyó disparos. Otra persona, Kawonn Peeples, también vio la discusión entre ambos.
La oficina del fiscal del condado declaró esta semana que los acusados “no recibieron un juicio justo a consecuencia de la conducta del primer detective a cargo” del caso y ha aconsejado al cuerpo de policía que abra una investigación. Su Unidad de Integridad en las Condenas concluyó que existió “un preocupante patrón de comportamiento del detective, que incluía la coacción y las amenazas a testigos” y que la presión alegada por Bearia Stewart “es creíble”. Ha desechado la acusación contra ambos y descartado la repetición del juicio, pues el único testigo inculpatorio ya no es tal, aunque no ha concluido con una declaración formal de inocencia.
“Estoy formalmente exonerado”, afirma, “quiero disfrutar de la vida”. Los avances en la investigación en ADN y una mayor concienciación en las fiscalías hacia las injusticias del sistema han multiplicado las revisiones de casos y las unidades destinadas a ello. La que ha liberado a Harrington y Clark lleva ya otras 19 revocaciones. El Estado de Maryland, que en noviembre exoneró a tres hombres tras 36 años de cárcel, ha rectificado en otros seis casos graves desde 2015. Las irregularidades se ceban especialmente en afroamericanos, aunque Detroit es una área metropolitana eminentemente afroamericana.
Harrington va a pelear por una indemnización económica que le ayude a salir adelante. Quiere formar una familia y crear una firma de consultoría para ayudar a personas como él, pues cree que muchos condenados también quedarían libres si contasen con la ayuda adecuada. También se plantea estudiar Derecho y convertirse él mismo en abogado. Y viajar. Habla con una energía que desborda. No parece consciente de que su país vive su crisis más profunda desde la Segunda Guerra Mundial, con niveles de paro que se acercan a los de la Gran Depresión y que el mundo se ha puesto aún más cuesta arriba.
“Es muy difícil decir cómo va a estar”, afirma su abogado, Imran Syed, “lleva muy pocos días fuera y está eufórico, me preocupa la adaptación durante los meses después, cuando se enfrente a las primeras dificultades, como abrirse una cuenta bancaria, conseguir un trabajo…”. Harrington define la pandemia, que ha matado ya a más de 65.000 personas en EE UU, como “un matón de colegio” al que no teme en absoluto. “Ya he peleado 17 años con la muerte”, afirma.
Este martes deja la cuarentena y se asoma al mundo.
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