Hacinados, sin agua y bajo la amenaza del coronavirus en el frente de Yemen

La batalla por el control de la provincia de Mareb pone en peligro a un millón de desplazados internos en el último reducto del Gobierno internacionalmente reconocido

Alumnos yemeníes asisten a clase en las ruinas de una escuela de Taiz, destruida hace dos años por un bombardeo.AHMAD AL-BASHA (AFP)

Cuando los rebeldes Huthi de Yemen se hicieron con el poder en Saná hace seis años, Ahmed Alwobale se negó a unirse a ellos y huyó a Mareb, una provincia que parecía escapar al conflicto. Desde entonces, casi un tercio de los 3,6 millones de yemeníes desplazados por la guerra han encontrado refugio en ...

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Cuando los rebeldes Huthi de Yemen se hicieron con el poder en Saná hace seis años, Ahmed Alwobale se negó a unirse a ellos y huyó a Mareb, una provincia que parecía escapar al conflicto. Desde entonces, casi un tercio de los 3,6 millones de yemeníes desplazados por la guerra han encontrado refugio en esa región del noroeste rica en hidrocarburos, multiplicando por tres su población. Pero este año, la ofensiva Huthi, la covid-19 y la reducción de la ayuda exterior han puesto contra las cuerdas el último reducto del Gobierno internacionalmente reconocido. La reciente escalada en los combates está agravando la situación.

“Vivimos hacinados, sin agua potable, sin electricidad y encima ahora preocupados por el coronavirus, ya que no hay servicios sanitarios ni medicinas”, resume Alwobale por teléfono desde el campamento de desplazados internos de Al Zabara, donde comparte una carpa con su mujer y sus siete hijos. Este hombre de 59 años huyó de Saná en 2015 cuando, tras la intervención militar de Arabia Saudí, los Huthi lo llamaron a filas. “No quería luchar contra las fuerzas legales”, explica. Se unió a estas en Mareb y, gracias a la soldada, unos meses después pudo pagar a un traficante para que cruzara a su familia a través del frente.

Esa región desde la que hace 3.000 años gobernó su imperio la reina de Saba es tierra de beduinos y, cuando los Huthi tomaron el poder en 2014, su población (apenas medio millón de personas) se alineó con el Gobierno al que desalojaron. Allí se concentran, además, las magras reservas de petróleo y gas de Yemen. La industria asociada, su inicial lejanía de los principales frentes de combate y la gestión local convirtieron Mareb en un relativo éxito que atrajo a muchos de quienes escapaban de la guerra. La situación ha cambiado.

A pesar de su rango de capitán en el Ejército, para sobrevivir Alwobale dedica las tardes a vender qat (la hierba estimulante y ligeramente narcótica que constituye el centro de la vida social yemení) en el pequeño mercado del campamento. Arabia Saudí ha reducido su financiación al Gobierno reconocido por la comunidad internacional. “Solo nos llega un salario cada tres meses y con la subida de los precios, apenas alcanza para comer”, se queja. También las condiciones del asentamiento, en una zona desértica a 55 kilómetros al noreste de la ciudad de Mareb, han empeorado. Hoy se hacinan allí 800 familias desplazadas por la guerra.

Aunque la ofensiva Huthi para hacerse con la provincia comenzó a principios de año, los combates se han intensificado desde que el enviado especial de la ONU, Martin Griffiths, presionó a ambas partes el mes pasado para que acuerden un alto el fuego. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y sus socios locales han registrado 4.000 nuevas familias desplazadas entre agosto y septiembre. Desde enero, suman cerca de 100.000 personas, la mitad de quienes han abandonado sus hogares en todo el país.

“El 80% de quienes llegan a Mareb no tienen dónde ir, excepto campamentos abarrotados. No hay refugios, agua, letrinas o comida”, admite Christa Rottensteiner, jefa de misión de la OIM, la agencia de la ONU con mayor presencia en la zona. “Si los combates siguen acercándose a la ciudad, tememos un éxodo masivo de desplazados y residentes locales”, advierte.

La ONU considera Yemen la peor crisis humanitaria del mundo, pero este año ha tenido que recortar un tercio de sus programas en el país por falta de fondos. Según la organización, 24 millones de los 30 millones de yemeníes necesitan algún tipo de ayuda, 20 millones padecen hambre y la desnutrición infantil es de las más altas del mundo. Nadie sabe con exactitud cuántos muertos ha causado la guerra. Además, a las epidemias de cólera y difteria que arrastraba se les superpone ahora la covid-19, sobre la que no existen datos fiables de contagios y ninguno de los dos bandos en conflicto dispone de medios para combatirla.

Mareb alberga el mayor campamento de desplazados del país, Al Jufaina, con 40.000 personas. Pero la mayoría de los 140 asentamientos que la ONU ha localizado en la provincia son mucho menores, a menudo apenas grupos familiares instalados en edificios abandonados, sin ningún tipo de servicios. Menos del 5% de los nuevos desplazados tienen acceso regular a una letrina.

“Aunque recibimos ayuda del Programa Mundial de la ONU, de la OIM y del Centro Humanitario Rey Salmán [saudí], es insuficiente. Nos sigue faltando agua potable, asistencia sanitaria e incluso tiendas”, señala Aly Haran, uno de los responsables del campo de Al Razka, que aloja a 160 familias, una decena de las cuales han llegado en los últimos dos meses. Haran se queja también de no tienen escuela ni material educativo a pesar de que el 50% de los acogidos son menores, algo habitual en todos los campamentos debido a que las familias yemeníes tienen siete hijos de media.

En esas condiciones es imposible mantener la higiene y la distancia física que son claves para combatir el coronavirus. De ahí que Ibrahim Gubran, un maestro de 40 años procedente de la provincia de Reymah, decidiera hace unos meses sacar de Al Zabara a sus cinco hijos y a su mujer embarazada, e instalarse en una casucha de bloques.

“Esperábamos que el conflicto acabara pronto y poder regresar a nuestros hogares, pero estamos siendo víctimas de unos gobernantes corruptos”, resume descorazonado. Al menos él ha evitado el alistamiento, casi el único empleo disponible en la zona, y da clases en una escuela de tiendas que atiende a desplazados y población beduina. Gubran, un militante del partido islamista Islah (rival ideológico y político de los Huthi), se muestra muy crítico con el Gobierno y los países que lo respaldan. “Los soldados están vendiendo armas y municiones para alimentar a sus familias. ¿Cómo puede ganar la guerra un ejército desmoralizado y con sus dirigentes viviendo en el extranjero?”, se pregunta.

Una victoria de los Huthi en Mareb daría a estos el control completo de la mitad norte de Yemen, con efectos sobre el conflicto en todo el país. De momento, el avance parece haberse frenado, pero para los rebeldes la batalla por esa provincia es una baza de negociación. De ahí que en su último informe al Consejo de Seguridad el pasado septiembre, Griffiths advirtiera de que “si Mareb cae, se reducirán las perspectivas de convocar un proceso político inclusivo”.

Maestros sin cobrar, niños sin futuro

Con sus respectivos trabajos de profesores, Maryam y Abdulqawi nunca dudaron de que serían capaces de sacar adelante una familia, pero la guerra ha cambiado todo. Su ciudad, Ibb, quedó del lado rebelde y, como la mayoría de los docentes bajo esa férula, llevan cuatro años sin cobrar sus sueldos. Poner comida en la mesa para sus hijos se ha convertido en su único horizonte. Con motivo del día del docente, Unicef, Unesco y varias organizaciones internacionales han pedido esta semana que se les pague y cesen los ataques a las escuelas.

“Es insoportable. ¿Cómo puedo describírselo en pocas palabras? Estamos sufriendo mucho”, resume Abdulqawi al otro lado del teléfono. Hacen malabares para alimentar a sus siete hijos, tres chicas y cuatro chicos, de entre 5 y 18 años. “En nuestro tiempo libre trabajamos aquí y allí para conseguir alimentos”, resume.

Tanto él como su esposa, ambos de 46 años, siguen acudiendo a diario al trabajo en Ibb, la capital de la provincia yemení del mismo nombre. Maryam da clases de inglés en la Escuela Primaria Al Yual al Akbar y él en la Escuela de Formación del Profesorado. Sienten que es su deber. Tampoco hay muchas alternativas. “Ni siquiera podemos pensar en emigrar porque nadie reconoce los pasaportes emitidos por los Huthi. Así que nos limitamos a conseguir comida para sobrevivir”, confía.

“En las escuelas, los profesores solicitan a los alumnos una ayuda de mil riales [1,5 euros] al mes y como hay muchos por clase, pueden obtener unos 30.000 riales”, explica. En el lado bajo control del Gobierno reconocido, Abdullah, un maestro de Taiz, confirma que, aunque con varios meses de retraso, siguen cobrando los 70.000 riales del salario oficial. “Pero no da para vivir porque la moneda ha perdido más de dos tercios de su valor en estos años y los productos básicos se han encarecido mucho”, señala.

Muchas familias ni siquiera pueden permitirse esa “ayuda” a los profesores y en muchas zonas del país no hay escuelas porque o bien han sido ocupadas por los contendientes, o destruidas por los bombardeos.

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