Los refugiados azerbaiyanos regresan a casa 30 años después
Más de medio millón de desplazados por el conflicto de Nagorno Karabaj en los noventa se preparan para retornar a los territorios recuperados de manos armenias, pero el ánimo de venganza persiste
“Mi casa estaba situada entre dos arroyos, cuyo sonido era más bello que cualquier melodía. Lachin es como una paloma blanca entre dos montañas, un lugar que jamás podré olvidar. El agua de sus fuentes es pura y fría como el hielo, sus hierbas aromáticas, su tomillo... ¡Desde que abandoné Lachin jamás he encontrado el sabor de ese tomillo!”. Sumaya Isayeva, una profesora azerbaiyana de 65 años, evoca el pasado, sus recuerdos dulcificados por el paso del tiempo y las amarguras sufridas desde entonces: “El día que huimos era uno de esos días tan bellos de Lachin. La cosecha de ese año había sido buena y estábamos sentados, desayunando, en una alfombra bajo los árboles. De repente, llegó mi hermano y nos dijo: ‘Empaquetad todo’. Metimos a los niños en el coche y nos llevó lejos de allí”.
Era la primavera de 1992 y Lachin, una estrecha provincia de Azerbaiyán encajonada entre la región rebelde de Nagorno Karabaj y Armenia, fue tomada por los milicianos armenios. Sus 50.000 habitantes tuvieron que huir. Ahora, tras seis semanas de guerra entre Azerbaiyán y Armenia y un acuerdo de alto el fuego firmado en noviembre pasado con la mediación de Rusia, Lachin regresa bajo control de Bakú (a excepción de un corredor de cinco kilómetros de anchura para que Ereván continúe enviando provisiones al pequeño territorio de Nagorno Karabaj aún controlado por Armenia). Isayeva podrá retornar a su hogar: “Tomaré el agua del arroyo entre mis manos y beberé de ella. Después, podré morir en paz”.
En la guerra de los noventa, desatada al desintegrarse la Unión Soviética, los armenios de Nagorno Karabaj no solo se hicieron con el control de su región. Para evitar nuevos ataques del Gobierno azerbaiyano, conquistaron las provincias circundantes y expulsaron a su población: en 2000, la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) contaba 572.500 desplazados internos en Azerbaiyán. Ahora son más, unos 750.000: han tenido hijos, nietos, que en las estadísticas oficiales siguen vinculados a sus provincias de origen.
Isayeva reside en un edificio de apartamentos bastante decente en la localidad de Barda (centro de Azerbaiyán), levantado en 2015 para refugiados de Lachin como ella. Pero, hasta entonces, el más de medio millón de desplazados habitaba en campos infectos, vagones de tren, antiguos almacenes soviéticos. Hay quienes acusan al Gobierno de Bakú de haberlos mantenido así, en la miseria, para evitar que se integrasen en el resto de la sociedad azerbaiyana y olvidasen sus raíces en los territorios ocupados. “Incluso mis nietos, que jamás vieron Lachin, sueñan con regresar”, explica Asif, pariente de Isayeva.
Los Isayev, con todo, deberán esperar. El desminado de las regiones recuperadas, y la reconstrucción de ciudades y de infraestructuras dañadas por los combates llevará entre tres y cinco años y, según algunas estimaciones, y costará unos 15.000 millones de dólares (unos 12.300 millones de euros), el equivalente al presupuesto anual de Azerbaiyán. Las empresas europeas están atentas a los posibles contratos de reconstrucción y una, la italiana Ansaldo, ya ha recibido el encargo de rehabilitar las estaciones eléctricas de los territorios que ha recuperado Azerbaiyán.
Decenas de camiones, excavadoras y apisonadoras trabajan a destajo para concluir la nueva carretera que -atravesando lo que hasta hace unos meses era la línea del frente- llegue hasta Suqovusan (Mataghis en armenio), una de las localidades reconquistadas por Azerbaiyán de manos armenias. Allí se instalarán 19 familias, los primeros desplazados de Nagorno Karabaj en volver a su hogar. Entre ellos, Xaliq Humbetov, que abandonó el pueblo cuando tenía 14 años.
La casa de Humbetov -la mejor del pueblo- está entera y en buenas condiciones, pues en todos estos años de separación la ocupó una familia armenia. Él mismo lo sabía, la había visto en vídeos de YouTube y Facebook. En la época soviética, Suqovusan-Mataghis era, de hecho, una población mixta, pero tras iniciarse el conflicto el ambiente se enrareció. Los armenios expulsaron a los azerbaiyanos. Ahora, casi 30 años después, ha ocurrido al contrario.
Las viviendas edificadas por los armenios están ahora cubiertas de marcas de disparos y llenas de grafiti de los soldados de Azerbaiyán. Su interior, destrozado a conciencia. Ante las escaleras de una de ellas, en el jardín, queda un zapato de tacón imitación de piel de leopardo, como guinda absurda a la destrucción bélica. En la guardería y la escuela armenias, entre los documentos esparcidos por el suelo, hay tiras de espumillón de colores y un abeto de plástico: este año no habrá Navidad en Mataghis. Porque, mientras los más de medio millón de refugiados azerbaiyanos se preparan para regresar a sus antiguos pueblos de origen, unos 40.000 armenios han hecho las maletas y se han despedido de sus hogares. Algunos les prendieron fuego a fin de no que no sirviesen de morada a ningún azerbaiyano.
Armenians are burning their own homes as the clock ticks down to a handover of territory to Azerbaijan under a Russia-brokered peace deal that followed six weeks of fighting over the enclave of Nagorno-Karabakh and surrounding areas https://t.co/Qp3sTz3SwB pic.twitter.com/EvHkwk2oAM
— Reuters (@Reuters) November 14, 2020
En el Cáucaso -un territorio con menor extensión que España, más de 50 lenguas diferentes, tres grandes religiones y multitud de variantes, cuatro Estados reconocidos y otros tres en rebeldía-, los conflictos nacionalistas llevan décadas instalados en un juego de suma cero: para que unos vivan otros tienen que morir; para que unos recuperen sus hogares, otros deben perderlos. Un ciclo constante de destrucción y construcción sobre sus ruinas.
“Imagina que, después de muchos años, regresas a tu ciudad y no queda nada”. Es la primera vez que Malahat Guliyeva pisa Agdam desde 1993. Su alegría por el retorno queda anegada en los recuerdos de lo que fue y ahora son solo escombros: “Ahí había un centro comercial en el que comprábamos ropa, esto eran los jardines del Parque Lenin, eso era una tetería y allí estaba el estadio, donde cada año celebrábamos la Fiesta de la Recolección con las chicas de mi brigada”. A Agdam se la conoce como la Hiroshima del Cáucaso, pues la devastación recuerda a la de la bomba atómica. Solo que en lugar de una explosión fulminante, la causó una labor sistemática de pillaje y vandalismo: puertas, contraventanas, vigas, mampostería... Incluso las tumbas del cementerio fueron profanadas para arrebatar a los muertos sus dientes de oro.
Las cosas no fueron siempre así. Durante la mayor parte de la historia, armenios y azerbaiyanos han convivido en paz. Puede que recen y hablen diferente, pero su cultura, sus tradiciones, su carácter, la fisionomía, son similares. Pero las batallas por la narrativa histórica iniciadas hace décadas por intelectuales nacionalistas han terminado por crear un abismo de odio.
Los armenios -especialmente aquellos más nacionalistas que trazan la genealogía de su pueblo hasta los descendientes de Noé- suelen mirar a los azerbaiyanos con condescendencia, cuando no desprecio: consideran muchos que son un pueblo sin historia, turcos, tártaros o, simplemente, musulmanes. Si hay una cruz o una iglesia cerca, piensan que estos pueblos son Armenia, por mucho que durante los últimos siglos hayan vivido azerbaiyanos en ellos. Del otro lado, Azerbaiyán ha construido su identidad nacional por oposición a sus vecinos. Es más, para contrarrestar las justificaciones historicistas sobre el derecho a la tierra, Bakú ha ideado las suyas propias: esas iglesias, esas cruces, no son armenias, sino de los albaneses del Cáucaso, un pueblo cristiano que vivió en las costas del mar Caspio en el primer milenio d. C. y del que -según estas teorías- descienden parte de los azerbaiyanos.
Para los Isayev y sus vecinos originarios de Lachin, los armenios en Azerbaiyán son “huéspedes” y no ciudadanos con tanto derecho a quedarse como ellos. Aún peor: “Fascista es una palabra suave para describir a los armenios”, afirma Asif Isayev. “Quiero que sufran todo lo que sufrimos nosotros, y que sus madres lloren como las madres de nuestros mártires”, añade Sumaya Isayeva cuando se les pregunta qué sienten por los armenios ahora convertidos en refugiados como lo fueron antes ellos.
Es el resultado de años relatando los crímenes del otro bando y ocultando los propios bajo la alfombra, de una historia simplificada de héroes y villanos. Y llevará mucho más tiempo enmendarla que reconstruir las ciudades arrasadas de Nagorno Karabaj.
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