Atrapados en Kabul
Los desplazados por el avance talibán temen volver a sus lugares de origen porque apoyaron a las fuerzas gubernamentales y tienen miedo de las represalias
“¿Adónde vamos a regresar si no tenemos nada?”, pregunta Gul Khan, de 45 años, bajo la tela sujeta con cuatro palos que les sirve de cobijo a ella, su marido y sus cinco hijos. Los Khan llevan dos meses malviviendo en un parque de Kabul con otros dos centenares de familias de varias provincias del norte de Afganistán, donde los talibanes sí que encontraron resistencia a su avance. “Huimos de los combates”, repiten todos los entrevistados. Pero concluidos estos, temen volver porque la mayoría apoyaron a las fuerzas gubernamentales. Se sienten atrapados.
Venidos de Kunduz, de Tahar, de Badakhshan y de Kapisa se hacinan en el parque de Shahr-e Now, en el centro de Kabul, en condiciones deplorables. Solo unas pocas familias tienen endebles tiendas de campaña. La mayoría duerme bajo improvisadas carpas apenas atadas al suelo. Solo hay dos retretes portátiles en una esquina del parque y el hedor que desprenden se extiende alrededor. A pesar de ello, los niños juegan en los columpios.
“Cuando los talibanes llegaron a Khan Abad, cambió todo”, explica Gul Khan con paciencia a la extranjera. Con los primeros combates, decidieron irse. Pero muchos habitantes de esa ciudad de la provincia de Kunduz se unieron a los soldados y lograron repeler el primer ataque. Así que dos semanas después regresaron a sus casas con la esperanza de recuperar su rutina. “Fue peor, los combates se intensificaron y nos metimos como pudimos en el coche de un pariente para venir aquí”, resume.
340 kilómetros y 8 horas después se sentían a salvo en Kabul. Durante las primeras semanas, el Gobierno les proporcionó alimentos y algo de dinero para sobrevivir. Pero poco después los talibanes entraron en la capital y perdieron ese apoyo. “Ahora no nos ayuda nadie”, repiten varios de los entrevistados. La pregunta de si los talibanes no se han interesado por ellos o si han intentado pedirles ayuda genera incredulidad. “Ni nos ayudan, ni hay esperanza de que lo hagan”, afirma Q. K., uno de los pocos hombres que reconoce abiertamente que no les gustan.
¿Y por qué no regresan si los talibanes ya controlan todo el país? “Algunas familias lo han intentado y han vuelto porque la situación no era buena”, asegura Gul Khan. Aunque ya no hay combates, tampoco hay trabajo. Y los Khan, como la mayoría de sus vecinos de acampada, son gente humilde sin casa en propiedad; si el cabeza de familia no trabaja, no pueden pagar un alquiler.
Poco a poco salen a la luz otros problemas. Parwana, de 42 años, se quedó viuda cuando durante los combates un proyectil alcanzó la barbería en la que trabajaba su marido. Tras unas semanas en el parque con sus cuatro hijos, decidió volver pensando encontrar refugio en casa de su tío. Pero este también murió en los enfrentamientos. “No tengo a nadie, sin familia, ni ingreso de ningún tipo, no puedo estar segura”, declara poniendo de relieve el grave problema que afrontan las mujeres bajo un régimen que no contempla su autonomía.
Documentos comprometedores
Incluso si los talibanes aceptan, como dicen, que las mujeres trabajen en la sanidad y la educación, mujeres sin formar como Parwana tendrán muy difícil encontrar una salida. En el parque, rodeada de sus vecinas, se siente más segura. De momento, limpia unas verduras que luego cocinará y sus hijos intentarán vender en el mercado para sobrevivir.
Las familias se agrupan por provincia de procedencia. En otra esquina del parque están los escapados de Kapisa. “La guerra llegó a nuestro pueblo”, describe gráficamente A., de 30 años. A su alrededor, primorosamente ordenadas, cuelgan la media docena de bolsas en las que guardan sus enseres. “Nuestra casa resultó dañada y no tenemos donde volver”, afirma. Pero, sobre todo, no se fían. “Los pueblos son peligrosos; en la capital hay más seguridad y esperamos la ayuda internacional”, confiesa tras rebuscar en una de las bolsas el motivo de su miedo. Escondidos entre la ropa de la pequeña guarda los dos carnés que prueban que su marido, un obrero sin cualificar, trabajó para las fuerzas de Estados Unidos y el ejército afgano.
Sin hablar inglés y sin los contactos de traductores o miembros de las fuerzas especiales, estos hombres de a pie que incluso en las zonas rurales apoyaron el Gobierno surgido tras la intervención estadounidense se han quedado desprotegidos. Su apuesta no fue solo una opción política. En ella influyeron factores étnicos y diferencias lingüísticas y culturales que ahora les hacen temer que vuelva a repetirse la marginación que sufrieron durante el anterior régimen talibán. La promesa de amnistía suena hueca en sus oídos. Su única esperanza es que alguien de fuera se acuerde de ellos. Y se empeñan en dar sus números de teléfono a la periodista como si esta fuera su última tabla de salvación.
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