Francia elige entre dos modelos de país y de Europa en las elecciones presidenciales
La primera vuelta electoral medirá el descontento con Macron tras un quinquenio marcado por las crisis sucesivas
Fue la gran promesa de Emmanuel Macron cuando, hace cinco años, llegó al poder tras derrotar con un 66% de votos a la candidata de la extrema derecha, Marine Le Pen. “Lo haré todo para que, en los cinco años venideros, ya no haya ningún motivo para votar a los extremos”, dijo en el discurso de la victoria, el 7 de mayo de 2017 en París.
Macron se dirigía al 34% de votantes que había optado por Le Pen. Y era un mensaje para Francia y para el mundo justo después de la victoria del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos. El presidente de la República estaba convencido de que su modelo acabaría imponiéndose en el choque ideológico entre él, un europeísta, y su rival nacionalista, entre un centrista y una extremista de derechas, entre un reformista liberal identificado con las élites y una populista que planteaba una batalla entre el pueblo y lo que ella llamaba la casta.
Ahora, cuando somete a las urnas un quinquenio presidencial marcado por la revuelta de los chalecos amarillos, la pandemia y ahora la guerra en Ucrania, y cuando se examina su balance del derecho y del revés, una cosa parece evidente: Le Pen está más fuerte que nunca y, según los sondeos, legítimamente puede creer que, esta vez sí, tiene alguna posibilidad de ganar la presidencia.
Casi 49 millones de franceses con derecho a voto están convocados este domingo a la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Elegirán entre 12 candidatos. Los dos más votados pasan a la segunda vuelta, el 24 de abril. Los sondeos son unánimes: en la primera vuelta, Le Pen se clasificará junto a Macron y, en la segunda, quedará suficientemente cerca de la victoria para que no se dé nada por seguro.
Desde los despachos del poder en París donde el macronismo tiene su hábitat natural hasta las fábricas abandonadas del norte desindustrializado de Francia que son el caldo de cultivo del populismo y la extrema derecha, se impone la evidencia de dos países que no se entienden, y que en las urnas medirán de nuevo sus fuerzas.
“No me acuerdo de a quién voté en 2017, ni sé a quién votaré ahora”, dice, indiferente ante las discusiones de estos días, François Gorlia, sindicalista de la CGT en Amiens, la ciudad natal de Macron. Gorlia trabajó 26 de sus 56 años en la fábrica local de la empresa estadounidense de electrodomésticos Whirlpool.
La fábrica fue el escenario de uno de los momentos estelares de la anterior campaña cuando ambos candidatos, Macron y Le Pen, se presentaron ahí a pocos días de la elección rodeados de cámaras y periodistas. Hoy está cerrada. “Esta gente”, recuerda Gorlia, “vino hace cinco años aquí a hacer el fanfarrón y nos dijeron: ‘Lo haremos todo por vosotros’. Vemos el resultado”.
“Estoy inquieto”, confiesa Alain Minc, uno de los mentores del presidente y un hombre que se mueve desde hace décadas por las salas de mando del poder político y económico, y lo conoce como pocos. En su despacho del centro de París, en vísperas de la primera vuelta, Minc añade: “Esto me recuerda al Reino Unido antes del Brexit. O la noche de Trump. Vemos cómo sube la ola y no creemos que vaya a ocurrir. Y no digo que ocurra. Pero podemos considerar que hay una opción entre tres, o una entre cuatro, de que ocurra”.
Los prometidos esfuerzos de Macron para frenar a Le Pen han fracasado. Y una buena parte del electorado considera que existen motivos para votar a los candidatos que, en la extrema derecha o en la izquierda populista como Jean-Luc Mélenchon, impugnan el sistema, y propugnan la ruptura de los consensos —sobre la UE, sobre la OTAN o sobre la economía de mercado— que han dominado Francia en las últimas décadas.
Para Arancha González Laya, decana de la Escuela de Asuntos Internacionales de París en Science Po y exministra de Exteriores de España, “se trata de una elección entre dos modelos, y estos modelos no separan a la izquierda de la derecha”. En un coloquio organizado esta semana por la revista Le Grand Continent, González Laya señaló: “La divisoria es entre europeístas y democracia liberal, y nacionalistas y populistas. Esto es la elección. Esto es lo que se juega este país y nos lo jugamos toda la Unión Europea.”
El desafío llega en un momento más complejo que en el año del Brexit y Trump. En plena guerra de Rusia contra Ucrania. Y con una candidata en Francia —Le Pen— que durante años declaró su admiración por el presidente ruso, Vladímir Putin, y cuyo partido está endeudado con un banco ruso. Su victoria marcaría un giro en Europa. Quizá en la guerra.
“Lo que está en juego es si Francia sigue arrimada al barco europeo o no”, declara a EL PAÍS uno de los hombres fuertes del Gobierno de Macron, Gérald Darmanin, ministro del Interior. “La victoria de la señora Le Pen sería el fin de la Europa política tal como la conocemos”.
Era viernes 8 de abril, once de la noche, y faltaba una hora para que se acabase la campaña electoral. Junto a otros ministros, Darmanin habló en un mitin en Hesdin, un pueblo de 2.300 habitantes en la región norteña de los Altos de Francia. Entre el público, abundaban los notables locales: alcaldes de la zona, concejales, empresarios, médicos. Y las personas mayores de 50 años.
Nada que ver con el ambiente juvenil de los mítines de Macron en 2017. Entonces era el candidato disruptivo; ahora es el statu quo. A Hesdin, para empezar, el presidente ni se molestó en venir. Envió un mensaje grabado.
El mitin ofrecía una estampa de la Francia que va bien —la que vota a Macron— en una región a la que se suele señalar como emblema de la Francia que va mal. Es la vieja Francia minera e industrial, las tierras que durante décadas fueron un bastión inexpugnable de socialistas y comunistas. Estos votantes, a medida que cerraban las minas y las fábricas se trasladaban a países con mano de obra más barata, menos impuestos, y leyes más flexibles, se pasaron en masa al Frente Nacional, antecesor del actual Reagrupamiento Nacional (RN) de Le Pen. “El primer partido obrero de Francia”, como se jactan sus dirigentes.
A una hora de coche hacia el sur, entre campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, se encuentra la ciudad de Amiens. Aquí, en una familia de médicos y en un ambiente ilustrado y bienestante de provincias, nació Macron en 1977. Aquí, en la escuela de los jesuitas de La Providence, se enamoró de su profesora de teatro, Brigitte Trogneux. Él tenía 16 años; ella, 40. Un tiempo después, Emmanuel y Brigitte conquistaron París. Y el poder.
En Amiens, también, Macron vivió un episodio decisivo en su carrera al palacio del Elíseo. Sucedió el 26 de abril de 2017 entre la primera y la segunda vuelta de las presidenciales que le enfrentaban a Le Pen. Aquel día visitaba su ciudad en un acto de campaña. Durante una reunión en la Cámara de Comercio le llegó la noticia: Le Pen, sin avisar, lo había contraprogramado y había acudido por sorpresa a la ciudad.
Pero la candidata de la extrema derecha se había dirigido a otro lugar que Macron: a la planta local de Whirlpool, que estaba a punto de llevarse la producción de secadoras a Polonia. Le Pen se hizo selfis con los obreros en huelga que bloqueaban la entrada. “Conmigo, la fábrica no cerrará”, les prometió entre aplausos antes de marcharse.
Macron, al enterarse, cambió de planes y se fue directo a la fábrica. Había tensión y empujones, un tumulto en el que se mezclaban los periodistas, los huelguistas y la comitiva del candidato. Se escuchaban consignas a favor de Le Pen. Y abucheos al joven candidato, quien se lanzó a debatir con los huelguistas en el aparcamiento de la fábrica.
“En mí no encontraréis el comportamiento clientelista que habéis visto con la señora Le Pen”, les dijo. Y les avisó: “El resurgimiento de Francia tomará un tiempo y será difícil”.
Macron ganó la elección, y Whirlpool quedó como un símbolo. De la audacia del nuevo presidente, capaz de meterse de cabeza ante un público hostil. Del choque de modelos. De la desindustrialización de Francia: en 1980 el sector industrial representaba un 24% del producto interior bruto; ahora en torno al 13%.
“No entrar”, ordena ahora un cartel en la valla de acceso a la fábrica. Alguien ha dejado la valla medio abierta. En el aparcamiento crecen las hierbas. No hay nadie en la caseta de recepción. Las puertas se abren sin necesidad de llave ni tarjeta magnética.
Ningún tren circula ya por las vías que llegaban hasta la fábrica y llevaban la mercancía a Francia y a Europa. Ahora los camiones salen sin cesar de plantas como de la del gigante Amazon, cuyo centro logístico, a 15 kilómetros de Amiens, inauguró Macron en el otoño 2017.
Whirlpool parece un buque fantasma, un monumento a las ruinas de la Francia industrial. Dice el sindicalista Gorlia: “Cada vez que vengo me duele. Aquí llegaron a trabajar 1.500 personas”. Su padre había trabajado aquí. Su hijo ya no: a los 21 años es conductor de autobuses. Otros se han marchado.
“Esto es el símbolo del fracaso industrial de Macron”, escribe en un mensaje telefónico desde el centro de Francia, donde está haciendo campaña, François Ruffin, diputado del partido de Mélenchon. Ruffin es el más íntimo rival de Macron: ambos son de Amiens; ambos estudiaron en La Providence. “Whirlpool es el símbolo”, añade, “de su abandono de las clases populares, de una mundialización que él no regula”.
“El voto populista crece sobre los desperfectos de la globalización mal controlada”, comentaba, al terminar el mitin en Hesdin, la ministra de Industria, Agnès Pannier-Runacher. Pero aquí terminan las coincidencias con Rufifn. “Una fábrica que cierra”, sostiene a propósito de Whirlpool, “suele ser una fábrica a la que se ha llegado demasiado tarde”. Y añade: “Hay muchas fábricas que cierran, y se habla mucho de ellas, pero no se habla suficientemente de las que abren”.
Los macronistas defienden que Francia se está reindustrializando, que se abren el doble de fábricas de las que se cierran, que el desempleo ha caído a un nivel que acerca el objetivo del pleno empleo, que el poder adquisitivo —pese a la inflación actual— aumentó durante el quinquenio, y que la combinación de reducciones de impuestos y ayudas masivas del Estado ha sacado la economía francesa del marasmo.
Minc, el veterano consejero de presidente, resume: “Queda algo muy importante de Macron: ha hecho que Francia sea business-friendly”. Es decir, un país para hacer negocios. Y argumenta: “Ha creado la convicción colectiva de que no hay que aumentar impuestos. Ha creado más flexibilidad. Nos hemos convertido en el país de Europa más acogedor para las inversiones extranjeras”.
Hace cinco años, Minc decía que su éxito o fracaso se mediría por los siguientes baremos: “Más Europa, menos desempleo, menos Frente Nacional”. Ahora hace balance, y es imperfecto: “¿Más Europa? Sí: ha sido fiel a su compromiso europeo y ha tenido un papel capital en los avances de Europa. ¿Menos desempleo? Sí, a causa de un acontecimiento que es la política keynesiana mundial para responder a la covid. ¿Y menos Frente Nacional? No, puesto que el Frente Nacional le puede derrotar. Esto es un fracaso político”.
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