La decisión de EE UU de mantener las expulsiones de migrantes en caliente agrava el limbo en la frontera
Algunos albergues en México comienzan a saturarse ante la llegada de personas que esperaban un cambio de la política migratoria de Biden
Erold, un haitiano de 25 años varado en la frontera desde hace dos meses, tiene un mensaje para el juez Robert Summerhays: “No mezcle la vida de la gente con la política”. Hasta esta brecha de tierra a pocos metros del Río Bravo llegó la noticia de que un magistrado de Luisiana, a casi 1.000 kilómetros de ese río color verde que separa México de Estados Unidos, ha dejado en pie una norma sanitaria que permite expulsar rápidamente migrantes por una pandemia que ya pocos recuerdan. “Queremos cruzar legalmente. Todos los haitianos queremos ir a trabajar y vivir en paz”, dice en inglés Erold, quien era maestro en Puerto Príncipe, la capital de Haití. La decisión judicial anunciada el pasado viernes, que mantiene la expulsión en caliente de los migrantes que crucen la frontera sur de Estados Unidos desde México, extendió indefinidamente el limbo al que este inmigrante y cientos como él están condenados desde hace meses.
El fallo de Summerhays, quien llegó a la Corte de distrito de Luisiana nombrado por Donald Trump, ha puesto en pausa los planes de la Administración de Joe Biden para encauzar la política migratoria de Estados Unidos. La medida sanitaria iba a ser levantada el lunes 23 de mayo, pero el juez la ha prorrogado de momento. Esto ha traído calma del lado estadounidense en un año electoral. “Para nosotros fue un alivio. Es lo que queríamos”, dijo el domingo el alcalde Javier Villalobos, el primer republicano elegido en la ciudad de McAllen en casi 25 años. El político afirma que el Título 42 [una orden de salud pública] permite a las autoridades locales detener y expulsar a unas 1.500 personas. “Pero si lo levantaban íbamos a recibir muchísimos más. ¿Qué pasaba? Nos hundimos”, afirmó en una entrevista con Telemundo.
El Gobierno de Biden afirmó que acatará el fallo, pero apelará en los tribunales para anular la norma. La batalla judicial tomará meses. El Título 42 fue instaurado por Trump en el arranque de la pandemia y ha ayudado a reducir la presión sobre la frontera rápidamente, una zona que ha registrado un pronunciado aumento del flujo migratorio desde que el demócrata llegó a la Casa Blanca. Las autoridades migratorias lo han invocado durante dos años para justificar cerca de dos millones de expulsiones (cifra que incluye a migrantes expulsados varias veces).
Roxana Vigil, una salvadoreña de 28 años, fue este lunes una de las afectadas por esta norma. Entró a Estados Unidos cuando el día despuntaba. Ella y su grupo, de unas 22 personas, cruzaron el río con una balsa y después caminaron cuesta arriba por un terreno agreste. Al final de la loma los esperaba ya personal de inmigración. Subieron al grupo a un autobús que deshizo el camino andado. El vehículo se frenó justo sobre el puente. Es solo uno de decenas de viajes similares que se llevan a cabo todos los días.
“Vine a pedir asilo y me regresaron. No sé ni qué hacer. No puedo volver a El Salvador”, dijo Roxana entre lágrimas, sentada en el lado mexicano. Sobre las piernas tenía una pequeña bolsa y a su hija de siete años, que hizo con ella un viaje que comenzó hace 22 días en San Miguel, en el este de El Salvador. El calzado lo llevaba manchado de tierra y barro. Ninguna de las deportadas, la mayoría mujeres ―solo había un hombre y más de una decena de niños―, tenía cordones en los zapatos. “No sé por qué nos lo quitan. Deben pensar que nos vamos a ahorcar”, señalaba.
“¡Qué regada!”, se lamentaba la mujer, mortificada por los miles de dólares que su hermano, en Virginia, reunió para pagar el viaje. Pero lo que más duele a Roxana es que ni siquiera tuvo la oportunidad de que alguien en Estados Unidos escuchara su historia. Quería contar que su esposo había sido asesinado hace cuatro años. Que temía volver a su país y terminar en la cárcel por una ley aprobada por Nayib Bukele que, según ella, persigue a quienes usan tatuajes. Y que el padre de su hija vivía en Dallas, a no tantos kilómetros de allí, pero que no había sido suficiente hombre para darle a la niña su apellido, lo que le daría los tan anhelados papeles para emigrar. “Nos tomaron datos y huellas. No hablaron con uno ni nada”, aseguró.
Cientos de migrantes deben buscarse la vida todos los días en Reynosa, a 130 kilómetros del Golfo de México. La ciudad es uno de los varios puntos de la frontera que ha sufrido esta nueva oleada de migrantes. A un par de kilómetros del puente internacional se ha levantado lo que podría llamarse el pequeño Puerto Príncipe. Cientos de personas se reúnen debajo de dos árboles que marcan la intersección de dos caminos sin pavimentar. En el cruce hay haitianas que venden jugo de naranja, puestos de pollo frito y el sonido del konpa sale de unas bocinas. Frente a este diminuto mercadillo está uno de los dos albergues que se han visto rebasados por la llegada de caribeños.
“Ahora tenemos muchísimos más haitianos, ya no tantos centroamericanos”, dice Paulien Naber, una holandesa con 25 años en México que dirige el albergue de la iglesia cristiana Kaleo Internacional. El sitio parece una fortaleza, con paredes de concreto de más de tres metros de alto. En su interior hay 160 personas, principalmente familias y madres solteras. Los migrantes duermen en colchones inflables a la espera de que un día entre en sus teléfonos una llamada que les dé buenas noticias sobre sus peticiones de asilo.
Este albergue comenzó a construirse en enero pasado. Y ahora están por echar un segundo nivel con cuartos para ampliar el número de personas que puede recibir. A las afueras de ese búnker hay cientos de haitianos, entre 200 y 300, calcula Naber, que esperan durmiendo en la calle y bajo las copas de los árboles a que se desocupe un lugar dentro. Muchos creen que cruzar el umbral los acercará a Estados Unidos. “Esa es la tierra prometida para ellos”, dice la directora del refugio.
A casi 500 kilómetros de allí, miembros de la Guardia Nacional de Texas vigilaban la ciudad de Eagle Pass, otro punto de cruce en la problemática línea. Las imágenes que han llegado de allí son las de una zona de guerra: soldados vestidos con uniformes de camuflaje y cascos; armados con rifles automáticos y con vehículos militar tipo Hummer. En la zona han sido desplegados casi 70 kilómetros de alambre concertina, que tiene unas afiladas navajas diseñadas para hacer gran daño en la piel.
El gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, ha lanzado un grito de guerra este lunes. El mandatario local visitó Eagle Pass, que hace frontera con la mexicana Piedras Negras, en el Estado mexicano de Coahuila. “Ese alambre deja muy claro que si lo cruzas estás ingresando ilegalmente a Estados Unidos y que eso te puede llevar a la cárcel. Queremos ser más agresivos con lo que estamos haciendo y hacer más detenciones de la gente que lo traspasa”, dijo Abbott.
El gobernador afirma, sin citar de dónde obtiene el cálculo, que hay 100.000 personas del lado mexicano esperando a hacer el cruce a Texas. En su pulso con el Gobierno de Joe Biden, el republicano ha enviado hasta el momento 45 autobuses de inmigrantes a Washington. “Hace solo un año y medio teníamos el número más bajo de inmigración ilegal en décadas. Y en este tiempo hemos llegado a la mayor inmigración vista nunca. Necesitamos a un presidente que esté dispuesto a que se hagan cumplir las leyes de inmigración de este país”, subrayó el mandatario, un fiel simpatizante de las políticas de Donald Trump.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.