Equidistancias y deferencias hacia Putin
Rusia, camuflada durante 70 años bajo los ropajes internacionalistas de la Unión Soviética, se comporta en su dominio hegemónico como los viejos imperios
Todavía sorprenden la solidaridad, la deferencia o la cínica equidistancia que guardan muchos países que pertenecieron al Tercer Mundo y fueron adalides antiimperialistas en la época de la descolonización respecto al Moscú autocrático e imperial de Vladímir Putin. Países que han sido colonizados o sufrido invasiones y atroces opresiones imperiales apenas toman distancia del último imperio europeo y de su belicosa actitud colonial en el entorno de la antigua Unión Soviética.
Eluden su condena en los organismos internacionales, obtienen precios de ganga en sus compras de gas y petróleo rusos y acogen complacidos sus inversiones y sus oligarcas como refugiados de lujo. Si antaño se acogieron a la libre autodeterminación de los pueblos para sacudirse los yugos coloniales y luego a la Carta de Naciones Unidas para defender su soberanía, la invulnerabilidad de las fronteras y la no injerencia en sus asuntos domésticos, ahora prefieren mirar hacia otro lado cuando se trata de la anexión rusa de territorios ajenos y de la intromisión de Putin en la política de Ucrania.
Se entiende tal actitud si nos atenemos estrictamente a los intereses y arrumbamos ideas, principios e incluso tratados e instituciones internacionales. Algunos de estos países, los de mayor extensión territorial y demografía, son auténticos imperios sucesores ―la terminología utilizada por el gran estudioso español de los imperios que es el historiador Josep Maria Fradera, en su ensayo Antes del antiimperialismo (Anagrama)―, construidos en ocasiones sobre un antiimperialismo que solo ve los imperios de los otros, pero se comporta en su dominio hegemónico como los viejos imperios. Es flagrante el caso de Rusia, camuflada durante 70 años bajo los ropajes internacionalistas de la Unión Soviética. También lo es el de China, todavía ofendida por la humillación a cargo de las potencias europeas durante el siglo XIX, pero ahora en abierta expansión territorial, como pueden comprobar los uigures y los tibetanos; y marítima, tal como saben los países costeros del mar de China Meridional y en especial la presa designada que es la isla de Taiwán.
Son imperios como mínimo autoritarios, donde la ausencia de democracia y de libertades facilita su expansionismo. Pero el mimetismo imperial y la dualidad constitucional que discrimina entre los ciudadanos de la metrópolis y los de las colonias persisten en otras realidades aparentemente ajenas a los imperios. Es el caso de los países del Golfo Arábigo, incluyendo el futbolístico Qatar, donde solo un 12% de la población tiene derechos de ciudadanía, mientras los trabajadores extranjeros, la inmensa mayoría, se hallan sometidos a la vergonzosa institución de la ‘kefala’, auténtica esclavitud del siglo XXI.
La retórica es antiimperialista, pero la realidad es de solidaridad entre nacionalismos imperiales y autoritarios. Con la coartada del mundo multipolar, estos neoimperialismos se sirven de una desconfianza histórica hacia los imperios anteriores, de la que salvan impúdicamente a Putin, aunque él sea el último emperador de la vieja época.
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