Islahiye, una ciudad devastada por el terremoto: “Pasamos los días agradeciendo estar vivos”
El seísmo ha convertido esta localidad turca de 60.000 habitantes en una mezcla de edificios dañados, tiendas de campaña, gente calentándose en hogueras y camiones de ayuda humanitaria
Desde el cielo, con las imágenes de satélite, la ciudad turca de Islahiye, de 60.000 habitantes, parece un puzle intermitente de casas y escombros. Desde el suelo, es más bien una carrera de obstáculos entre edificios destruidos, tiendas de campaña para los afectados, gente calentándose en hogueras improvisadas, máquinas de desescombro y camiones de reparto de agua, comida y mantas. Si la policía acordonase también los inmuebles que han perdido la fachada ―lo que genera una rara sensación de intimidad al desnudo― o están amenazadoramente inclinados, no se podría avanzar más de unos metros. “La mitad de Islahiye ha desaparecido”, resumió con voz temblorosa el martes Fatma Sahin, la alcaldesa metropolitana de Gaziantep, una de las provincias más golpeadas por el terremoto más letal de la zona en casi un siglo, con más de 21.000 muertos en Turquía y Siria.
Allí, Furkan Koyuncu, de 23 años, solo conserva tres cosas de antes del seísmo: la camiseta, los pantalones y la ropa interior que viste. “Todo lo demás es de AFAD [la agencia gubernamental de gestión de emergencias]”, asegura en un solar mientras su familia hace té con el fuego de prender unos tablones.
―Los zapatos también son tuyos, ¿no?
―No, también me los han dado. Salí corriendo descalzo. El terremoto me despertó. Era de noche, estaba durmiendo. Cogí a la familia y saltamos desde el segundo piso. No está muy alto, así que no nos hicimos daño. Unos 20 segundos más tarde, la casa se vino abajo.
Ahora, lamenta, lo peor no es el frío que pasa por la noche al dormir con temperaturas bajo cero, en una tienda de campaña que ha montado su familia con telas encontradas por la calle porque, asegura, los 17 miembros no cabían en la que les han facilitado las autoridades. Lo peor, aclara, es que solo tienen un móvil para saber cómo están el resto de los familiares derivados a un campamento de afectados. “Todos los demás móviles están bajo los escombros. Pensé en ir a buscarlos, pero no creo que me dejen ni que funcionen ya”, añade. ¿Y ahora? “No tenemos dinero, así que estamos obligados a permanecer aquí”, responde resignado.
Catástrofes como la del lunes son las que dan un giro al concepto de prioridad. En Islahiye, que ya antes era humilde, no falta comida ni bebida. Organismos oficiales, ONG (varias de ellas de solidaridad musulmana) y voluntarios reparten con frecuencia alimentos como sopa caliente de lentejas, pan, dulces y fruta. Las botellas de agua y los néctares también son fáciles de conseguir y se distribuyen pañales y medicamentos básicos.
Otra ayuda llega de forma repentina. Una ONG de Baluchistán comienza a entregar muñecos de trapo sin desembalar entre madres y niños, y cinco hombres reparten ropa desde una furgoneta a quien antes levante la mano, en una especie de subasta gratuita. “Gracias a Dios, nos dan de todo. Gracias al Estado, gracias a todos los que nos envían ayuda, que Dios se lo pague mil veces. Tenemos todas las necesidades cubiertas, no miento”, asegura la anciana Güllü, realojada en una tienda de campaña.
Lo que no hay en ese “de todo” es todo lo demás: agua corriente, electricidad, gas, farmacias ni ―por supuesto― un techo de hormigón. La señal de teléfono va y viene.
Dormir en coches
“Hay réplicas continuamente y eso nos asusta. Dormimos en los coches porque no nos atrevemos a volver a casa”, asegura Arel Yildirim, de 21 años. La “casa” no es tal: la suya quedó gravemente dañada. Se refiere a la caseta de seguridad del negocio de su padre, donde se alojan temporalmente y unos familiares les han llevado ropa y comida.
A Yildirim, pasada la conmoción inicial de haber escapado a la muerte, los días se le hacen largos. “Los pasamos sentados, agradeciendo estar con vida. Intentamos buscar comida y comer algo, ayudar a los de alrededor (...). No podemos hacer nada. Pensamos en los muertos y en cómo nosotros hemos sobrevivido. Tratamos de tranquilizarnos unos a otros. Y pensamos en esta carga que Dios ha puesto sobre nosotros”, dice mientras hace cola con una amiga de la misma edad, Havanur Hamzaoglu, para recargar el móvil en unos enchufes colectivos alimentados en la calle por un generador eléctrico. Aunque en breve volverá a tener batería, no le apetece navegar. “Las noticias son terribles continuamente”, explica.
Al igual que Yildirim, solo unos pocos en Islahiye se arriesgan a permanecer bajo un techo que se pueda transformar en letal en una réplica, explica Gorkem Sengul, un voluntario de 24 años llegado desde la ciudad turca de Izmit (escenario de un terremoto en 1999) que carga botellas de agua. La mayoría duerme en tiendas de campaña, en el coche o directamente en la calle, donde se ven grupos calentándose ante una hoguera o pasando las horas muertas. En la zona se han levantado dos campamentos, con 3.500 tiendas de campaña.
Onder Kiziltas, voluntario de 24 años, jerarquiza las carencias. Lo primero, dice, son los aseos y muestra en el móvil uno de suelo (habituales en el país) atascado y rebosante de agua sucia. Lo segundo, generadores, “sobre todo para los que no tienen tienda y están en la calle”. También señala el problema del gasóleo, que impide a algunos ir con sus familias a otra parte del país. “Hay que hacer muchos kilómetros para llegar a una gasolinera que tenga”, explica. En la que conecta Islahiye con la ciudad de Sanliurfa se han formado algunas grietas por el terremoto, solo se puede repostar en algunas.
Una escultura en forma de las guindillas que dan fama a la zona luce tan intacta como fuera de lugar junto a decenas de tiendas de campaña y en medio del trasiego de camiones humanitarios y maquinaria pesada de desescombro. Al fondo, unos hoy inútiles molinos de viento coronan las montañas nevadas.
En esta zona hay población kurda, así que son parte de los afectados. Reving Sagvan, un médico desplegado por el Ministerio de Sanidad del Gobierno autónomo del Kurdistán iraquí para atender a las víctimas, señala que, “además de los problemas habituales en estos casos, como hipotermia, infecciones de las vías respiratorias o deshidratación”, algunos pacientes crónicos no están pudiendo tomar su medicación, que no deben interrumpir. La dejaron en casa al escapar y ya no pueden recuperarla.
El terremoto ha exacerbado la situación que sufren los refugiados sirios de la guerra civil. Turquía, el país que más de ellos acoge (3,7 millones), ha pasado de tratarlos como “hermanos” y “huéspedes”―como los calificaba su presidente, Recep Tayyip Erdogan— a haber devuelto a más de 500.000 desde 2016 y querer repatriar un millón con un plan voluntario criticado por las ONG de derechos humanos.
La siria Nura Taha ni se muerde la lengua ni tarda en pagar las consecuencias. Asegura que solo fue ubicada en una tienda de campaña tras una noche en el raso, cuando los turcos ya las habían recibido, y que fue tratada con displicencia al pedirla porque, aunque hable turco, los autóctonos notan por su vestimenta de dónde es. “El terremoto no ha distinguido entre turcos y árabes, pero a nosotros siempre nos discriminan. Cada vez que hay problemas, nos echan la culpa. Ya era muy difícil la situación y ahora más”, protesta. Su alternativa, admite, es peor: regresar a su provincia natal, Idlib, controlada por los yihadistas de Hayat Tahrir Al Sham, donde puede “morir por fumar un cigarrillo”.
Mientras se queja, un turco que entiende árabe interviene para acusarla de ensuciar la imagen de un país al que debería “estar agradecida” porque le da alimento y agua igual que a los supervivientes turcos. Poco después, un trabajador de servicio se acerca a entregarles pañales, ropa y dulces.
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