En el epicentro del terremoto, Ahmed se salvó gracias a unas manzanas
Un octogenario está hoy vivo porque minutos antes del seísmo salió a espantar a los jabalíes que se comen los frutos de su huerto. En su aldea han muerto 37 personas de su medio millar de habitantes
A veces, una decisión inesperada, un golpe de suerte, te salva la vida. La suerte de Ahmed Ait-Hamed fue doble: buena y mala. Pasadas las 11 de la noche del pasado viernes, este hombre de 80 años se acordó de los jabalíes que, cada noche, visitan los alrededores para comerse las manzanas de su huerto y decidió salir de su casa con su bastón para espantarlos. Una vez allí, la tierra tembló y el techo bajo el que estaba minutos antes se desplomó. Debajo quedaron su mujer, Fatma, uno de sus hijos, su nuera, Saida, y dos de los cuatro hijos de estos últimos. Nadie se explica cómo se salvaron los otros dos, un niño y una niña de 14 y 11 años.
Ahmed es el paradigma de esta zona del país. Familias amplias con muchos hijos que, dada la escasez de lo que da el campo, se ven obligados a emigrar a la ciudad. De sus cuatro hijos, tres marcharon hace años a Casablanca para trabajar en la industria textil. Solo el marido de Saida se había quedado con él.
El equipo médico del Servicio de Atención Médica Urgente (SAMU) de Sevilla es el primer grupo de rescate que llega a Anerni, uno de los pueblos más cercanos al epicentro del terremoto de Marruecos, a apenas 80 kilómetros de Marraquech. No hay carretera hasta aquí, solo una pista que, tras el seísmo, quedó impracticable por las rocas que cayeron sobre ella. Solo dos días después, el camino ha quedado más o menos expedito y los vehículos han comenzado a llegar.
Durante las 48 horas en las que esta aldea de medio millar de habitantes quedó aislada, una cuadrilla de vecinos comandados por Said, sin ayuda de nadie, sacó de los escombros a 37 muertos. Solo con sus picos, palas, azadas y palancas, también salvaron a otras muchas personas. Como a I., de 10 años, huérfano de padre y al que este terremoto ha dejado también sin madre ni hermana. Está solo y deambula por el pueblo. Muestra las heridas que se hizo durante las dos horas que permaneció enterrado. Sonríe.
El equipo de rescate sevillano, comandado por su responsable, Borja González, pregunta por personas que puedan permanecer con vida. Pero los miembros de la cuadrilla de Said le piden que les ayuden a sacar muertos. Que no quedan vivos. Les hablan de Saida, de 48 años, la nuera del anciano Ahmed. Ya han sacado los cuerpos de su marido y de sus hijos. El de su suegra, la esposa del octogenario, ha aparecido esta mañana. Todavía estaba caliente, según sus familiares.
“Es prácticamente imposible que encontremos personas vivas”, explica Carlos, otro de los miembros del equipo del SAMU. “Nos encontramos ante una tragedia muy dispersa y se ha tardado mucho en poder actuar”, añade. “El tipo de construcción tampoco ayuda. Son casas de piedra y barro con vigas de madera. Se derrumban sin dejar huecos de aire en los que se pueda respirar”.
González y sus hombres, que cuentan con dos equipos caninos, empiezan a buscar. Carlos trae una información relevante. La hija de 11 años de Saida, una de las que se salvó, dice que, en el momento en que la vivienda se vino abajo, su madre se encontraba en la cocina. Said y su cuadrilla señalan el lugar exacto donde estaba esa habitación. Es el momento de Homero y Briska, los dos perros que les acompañan.
“Estos perros están entrenados para buscar personas vivas, no muertas”, explica Antonio Miranda. “Cuando huelen a alguien vivo entre los escombros, lo marcan parándose en el punto exacto y poniéndose a ladrar”, añade. “Sin embargo, buscar muertos es mucho más difícil para ellos debido a la descomposición de los cadáveres. Merodean por donde se encuentran, y se vuelven como locos. Pero no son tan exactos”.
Miranda, responsable de Homero, es el primero en actuar. Manda a su perro sobre los escombros de lo que era la cocina. Homero olisquea, se marcha y vuelve siempre al mismo sitio. Para confirmar el lugar señalado, Juan Hidalgo, del segundo equipo canino, lanza a Briska, que señala el mismo punto. Ninguno de los perros ha ladrado. El SAMU dice a los vecinos que ese es el punto exacto donde buscar. El equipo de Said, armado con sus rudimentarias herramientas, empieza a mover piedras.
“No podemos estar parados, tenemos que hacer algo”, dicen los vecinos, que pican las enormes piedras para poder cargarlas con sus manos y abrir paso hacia el cuerpo. Algunos de los curiosos desconfían del criterio de los perros. Aseguran que junto al lugar que han señalado se encontraba también el establo, con varias cabras y un burro; que podrían haber olido eso. Pero el trabajo no se detiene en este montón de piedras de la altura de un primer piso. La casa de Samira tenía dos.
Ahmed, el anciano, contempla el rescate de su nuera sentado sobre una silla y apoyado en su bastón. Con los ojos rojos por el llanto, recibe uno a uno a los familiares y amigos que le besan la frente y le dan el pésame. “Que dios te recompense en abundancia”, le dicen entre lágrimas. Él responde lo mismo a todos: “Es la voluntad de Dios”.
Su hijo Mohamed, de 52 años, se abraza a él. Acaba de llegar de Casablanca con varios de sus compañeros de trabajo que quieren echar una mano. Todos se abrazan al anciano, que permanece sentado. Se queja de que nadie les haya ayudado a salvar vidas en estos dos días. “Si no pueden venir, que por lo menos nos dejen las herramientas para hacerlo nosotros”, dice. “Con maquinaria adecuada, esto lo habríamos levantado en horas, pero mira con qué trabajamos, la gente saca piedras con sus propias manos”. “Quizá si los españoles y sus perros hubieran llegado hace dos días, los podríamos haber sacado con vida”, concluye.
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