Rishi Sunak al descubierto: el giro a la extrema derecha del primer ministro británico
La necesidad de despertar al electorado conservador impulsa la dureza en las políticas de inmigración y seguridad, así como los retrocesos en la lucha contra el cambio climático
Las penas duelen menos remojadas en vino. El pasado jueves, apenas 40 personas se reunieron en las oficinas de una firma de relaciones públicas, en la city financiera de Londres, para asistir, entre copas de blanco y tinto, a la presentación del libro The Case For The Centre Right (En Defensa del Centro Derecha), una colección de 11 ensayos —11 lamentos— escritos por exdiputados conservadores británicos que fueron relevantes en su partido hasta que la ola de populismo de ultraderecha que trajo consigo el Brexit los arrojó a la cuneta. David Gauke, Rory Stewart, Amber Rudd o Dominic Grieve, entre otros: todos ellos ministros de un tiempo previo a la era de Boris Johnson, continuada y acentuada por sus sucesores.
La desesperación política lleva a quien la sufre a refugiarse en los extremos. Rishi Sunak, el actual primer ministro del Reino Unido, se enfrenta a unas encuestas que muestran un Partido Conservador en ruinas, después de casi 13 años en el Gobierno, y ha apostado por encender a su base electoral con decisiones y retórica muy similares a las de los partidos de ultraderecha de Europa: mano dura contra la inmigración irregular y la delincuencia, retroceso y negacionismo en la lucha contra el cambio climático. Cuando uno solo tiene un martillo, todos los problemas parecen clavos, formuló el psicólogo Abraham Maslow. El martillo de Sunak, que llegó a la primera línea política con un manto de moderado y pragmático —el hombre ideal para solucionar los desperfectos ocasionados por Boris Johnson y Liz Truss— ha acabado siendo más reaccionario incluso que el de sus predecesores.
Sunak es tenaz y actúa impulsado por la amenaza latente de una derrota electoral. Bien a finales de 2024, cuando está previsto que los británicos acudan a las urnas; o bien antes, si acaba materializándose el runrún que recorre los mentideros políticos de Londres desde el regreso del verano y apunta a unos comicios adelantados en mayo.
“Todo esto viene de una doble combinación: la situación desesperada en la que se encuentra el Partido Conservador y su tendencia a convertir la política en una guerra cultural”, explica a EL PAÍS Gary Younge, profesor de Sociología en la Universidad de Manchester y ganador este año del prestigioso Premio Orwell de Periodismo. “No hay más que echar un vistazo a las encuestas [la media otorga una ventaja de 20 puntos porcentuales a la oposición laborista] o a todos los escándalos surgidos en los últimos años para comprender esa desesperación. El retroceso anunciado respecto a la lucha contra el cambio climático, esta idea de presentar los objetivos medioambientales como obstáculos económicos para las familias británicas durante un tiempo, ya de por sí duro, no es más que el resultado de haberse aferrado durante tanto tiempo al mandato obsceno de Johnson”, concluye Younge.
Adiós al consenso en torno al calentamiento global
El problema, se lamentan algunos pocos diputados conservadores, es que la necesidad electoral ha acabado por llevarse por delante el único asunto que había suscitado el consenso de los dos grandes partidos: la lucha contra el calentamiento global. “Es muy importante que evitemos que la cuestión climática, y en general los asuntos energéticos, acaben siendo utilizados como armas en las guerras culturales”, advierte a EL PAÍS, con tono de lamento, Amber Rudd, que fue ministra de Energía y Cambio Climático durante el Gobierno de David Cameron. “Acordamos la Ley de Cambio Climático de 2008 y ahora corre el riesgo de ser materia de debate electoral, como ya ha ocurrido en Estados Unidos”, señala.
Ninguna de las decisiones o estrategias lanzadas por Downing Street en las últimas semanas ha tenido un efecto directo o práctico sobre la vida de los británicos, pero anuncian la decisión de los conservadores de aferrarse a un discurso populista y de derecha extrema para intentar conservar el poder.
Sunak ha respaldado, bien con sus palabras, bien con su silencio, la guerra desatada por su ministra del Interior, Suella Braverman, contra la inmigración irregular y la llegada de botes a las costas del sur de Inglaterra, después de atravesar con riesgo mortal el canal de la Mancha. Si hace meses Braverman hablaba de “invasión”, esta semana ha llegado a definir el incremento de llegadas como “una amenaza para la seguridad nacional”. “Los altos responsables de la policía del Reino Unido ya me han advertido de un aumento de los índices de criminalidad conectado con la llegada de pequeñas embarcaciones a nuestras costas, especialmente en todo lo relacionado con drogas y prostitución”, afirmaba la ministra en Washington ante el foro ultraconservador American Enterprise Institute.
La inquietud surgida entre el electorado —conservador y laborista— por el aumento de la inmigración irregular en suelo británico se alimenta del mismo aroma xenófobo que calentó el Brexit. El eslogan Stop the Boats (Detengamos los Botes), que acompaña a Sunak en cada una de sus intervenciones para hablar de este asunto, formará parte del congreso anual conservador que se celebra a partir de este domingo en Manchester. Será la plataforma con la que los tories se lanzarán a la conquista de su propia supervivencia, y constatará la soledad de los pocos moderados que sobreviven en un partido cada vez más escorado a la derecha.
“Racismo e inmigración, no solo aquí, sino en todo el mundo”, responde el histórico Michael Heseltine (Swansea, 90 años), uno de los políticos más brillantes de la era de Margaret Thatcher —su candidatura en las primarias contra la Dama de Hierro acabó provocando la dimisión de la primera ministra—, al preguntarle por las causas del resurgir del populismo en su partido. “Tribalismo, racismo, inmigración… Todo alimentado por ese profundo instinto humano de proteger lo que se tiene”, reflexiona para EL PAÍS.
Heseltine, sin embargo, cree que Sunak ha aportado algo más de cordura tras los escándalos de Johnson y la hecatombe económica de Truss. Pero no se suma a los aplausos fanáticos generados por sus últimas decisiones.
Como muestra, el aplauso cosechado entre los negacionistas por Sunak después de su decisión de dar marcha atrás en algunos de los compromisos medioambientales del Gobierno, incluido el objetivo de eliminar para 2030 la venta de vehículos de gasolina o diésel. “Siempre supe que Sunak era inteligente, que no iba a destruir y llevar a la bancarrota a su nación por culpa de alarmistas falsos del cambio climático que no tienen ni idea de lo que dicen”, escribía en X (antes Twitter) el negacionista número uno, el expresidente estadounidense Donald Trump.
Porque el problema, y el bochorno, de la decisión de Sunak no está solo en el cuestionado ahorro para el bolsillo de los ciudadanos que promete —al retrasar la transición tanto en vehículos como en calentadores domésticos—, sino en el hecho de que se inventara y anunciara la eliminación, en aras de una nueva guerra cultural, de medidas que nadie había propuesto. Entre ellas, los siete cubos de reciclaje en cada casa, la prohibición de comer carne o la restricción del número de viajeros en cada automóvil. “No les queda ya a dónde acudir, porque la oposición laborista ha arañado gran parte del voto de centro. Su baza está en elevar el volumen de la retórica de ultraderecha, aunque en la práctica lleven ya unos años subiendo impuestos a los ciudadanos, algo que en teoría suelen hacer los gobiernos de izquierdas”, ironiza Younge.
La ultraderecha camuflada
El negacionismo climático, la dureza del discurso contra la inmigración o, incluso, su estrategia respecto a la seguridad pública sugieren que Sunak quiere apelar a unos cuantos millones de votantes muy a la derecha que, durante años, se dejaron cautivar por el nacionalismo anti-UE del partido UKIP de Nigel Farage. La decisión de esta semana de Sunak y de su ministra Braverman de respaldar a los policías que entregaron sus armas, en protesta por el juicio contra un compañero acusado de matar a un hombre negro desarmado, ha erizado los pelos de juristas y organizaciones de derechos humanos. Pero suena bien entre un grupo de votantes que, como en otros países de Europa, no tiene formaciones políticas alternativas bajo las que acogerse.
“Una diferencia importante con otros lugares, como España, es que en el Reino Unido el sistema electoral hace muy difícil que la derecha extrema pueda lograr escaños en unas elecciones generales, aunque haya podido obtener casi cuatro millones de votos”, explica Martin Shaw, profesor emérito de Relaciones Internacionales y Política de la Universidad de Sussex. “Por eso la influencia de Farage y de su UKIP sobre el Partido Conservador es siempre por una vía indirecta”, señala.
El político, al que hasta sus más duros rivales reconocen una gran capacidad comunicativa, sigue presente en el debate público británico a través de su programa en el canal conservador GB News, donde es una de sus principales estrellas. Farage ha tenido siempre la habilidad de resurgir en primera línea política cada vez que se aproximan unas elecciones, pero en esta ocasión se ha encontrado con la sorpresa de un rival, Sunak, que ha demostrado ser capaz de manejar el populismo, si no con la misma destreza, sí con parecida eficacia.
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